ensayo / febrero-marzo 2024 / No. 109


Aficiones adquiridas


Francisco Santoyo Pérez


En efecto, el hombre es esencialmente un enfermo, pues es el propio hecho de estar enfermo lo que hace de él un hombre;
y quien desee curarle, llevarle a hacer las paces con la naturaleza, "regresar a la naturaleza", cuando, en realidad,
no ha sido nunca natural […], no busca otra cosa que deshumanizarlo y animalizarlo.


THOMAS MANNLa Montaña Mágica


Hay deleites nacidos de la espontaneidad, producto de las inclinaciones temperamentales y del entorno. Gustos así no exigen más que dejarse arrastrar por la voluptuosidad, no comportan esfuerzo alguno y, por ello, son los que más nos emparentan con nuestro deseo. Pero hay otro género de gustos, hijos de la repetición y el aburrimiento, que nos muestran una faceta más propia de lo humano. 

El umbral del tedio es el caldo de cultivo de las aficiones adquiridas. Para alguien falto de imaginación es arduo alcanzar el grado de aburrimiento necesario para incorporar una costumbre no grata. Requiere el mismo esfuerzo de voluntad necesario para entretenerse en un domingo caluroso, encerrado en un cuarto donde la única ventana es el televisor que transmite un Pumas-Leones Negros a pleno mediodía o una función de lucha libre sin público. 

Somos el único animal que se regocija con algo que sabe que le causa daño, también somos el único animal que hace cirugías endoscópicas y que sabe preparar mole de olla. Es improbable que los tigres o elefantes de circo desarrollen disfrutes masoquistas, pero aun si se descubriera que un chimpancé puede aficionarse a Call of Duty o a la Tecate light, y que las zonas iluminadas de su cerebro son las mismas que en el del humano, nosotros seguiríamos con un paso adelante en el camino de la autodestrucción: elevamos nuestro sufrimiento a lo estético y lo espiritual. Hay una dimensión humana que no se reduce a reacciones bioquímicas ni a encefalogramas, una que nos separa de otras especies respecto al placer consciente mediante el propio flagelo.  

Humanizados por la mancuerna del tedio y la repetición, somos presas fáciles de la publicidad. En los tiempos de la televisión, los comerciales eran lo único que inicialmente la hacía intolerable; en los de internet, está por añadidura la perversidad de los comerciales personalizados, tanto más manipuladores cuanto más seductoras las ofertas de enajenación y entretenimiento. En YouTube, la repetición del mismo comercial, reducido a cinco segundos para que no haya opción de no verlo, se vuelve un instrumento de degradación humana tan efectivo como las peores torturas psicológicas. Se ha dicho que el ejército estadounidense obligó al general Noriega a salir del edificio donde se parapetaba a fuerza de poner un álbum de AC/DC a todo volumen. Algunas repeticiones son tolerables, incluso placenteras, aunque si la experiencia reiterada es desagradable desde la primera, hay dos opciones: o se la abomina más, o empieza a encontrársele gusto, ya porque empiezan a advertirse cualidades o porque el espíritu prefiere doblegarse a resistir una batalla extenuante. Noriega fue víctima del primer caso; el usuario de internet lo es cada vez que escucha el infame jingle de la aplicación de citas en turno. De no ser por la habilidad de transformar en delectación algo que originalmente era insufrible, no existiría la cultura como la conocemos, desde la escritura cuneiforme hasta el Tik Tok.
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Hay hábitos a los que es imposible acceder por más esfuerzo que se haga; de cuantos alguien puede envidiar, el de fumar es, muy probablemente, sobre el que más fantasía vierte. El anhelo es sólo en cuanto a la imagen que da al exterior y no en cuanto a los estados de trance o de placer a los que induce. Por desgracia, el sabor causa tanta repulsa a quien tiene el paladar vedado al deleite del tabaco que éste sería incapaz de fingir que tiene el hábito, aunque fuera sólo por una sesión de selfies que garantizara algunos likes en Instagram.

Pudo ser la industria del cine o la del mismo producto la que instaló en el inconsciente colectivo la idea de que fumar, especialmente cigarrillos, es atractivo. La imaginería de lo voluptuoso, desde que inició la era de la cámara, está poblada de tabaco. En poco se tendría a la Revolución Cubana sin sus barbudos obsesos del puro; Audrey Hepburn no ameritaría una biopic sin esa sesión de fotos de Desayuno en Tiffany´s con una boquilla entre los guantes de seda; Churchill y Roosevelt habrían sido tan poco memorables como Hiroito, el abstemio de nicotina ante las cámaras.

No es lo mismo fumar pipa (que más bien remite a circunspección), fumar marihuana, inclusive si es en un porro bien liado (que remite a chabacanería) o un vape, (que remite a un asmático dándose un chute de inhalador). El puro, demasiado explícito para la sugerencia erótica del cigarrillo, demasiado informal para lo ceremonioso de la pipa, yace a medio camino entre éstos. ¿Reminiscencias fálicas freudianas? En cualquier caso, su ergonomía a los dedos tiene todo que ver con la erotización. Alude mucho más a lo carnal sostener algo entre el índice y el medio. En cambio, el pulgar y el índice apenas consienten el agarre de cuerpos despreciables como botones, insectos, centavos del fondo del monedero. Nada que no sea el cigarro puede ser tomado con el lúbrico gesto de tijera. Es un pacto cultural tan celoso que, de sorprender a alguien sosteniendo cualquier otro objeto de ese modo, no cabría más que tildarlo de pedante.

Así como un símbolo sexual de época no lo es realmente sin alguna foto que lo muestre fumando un cigarrillo, este enser es capaz de engalanar a quienes no son convencionalmente hermosos. Basta mencionar a dos gremios conformados mayoritariamente por gente fea, el de los escritores y el de los rockeros, muchos de los cuales tienen una afición proverbial por el tabaco y han sido ampliamente fotografiados. Sea cual sea el tamaño de la fealdad de quien no guste del cigarro, ha de pesarle que no vaya a ser atenuada por el intrigante velo de la humareda ni por el gesto cerrado de la victoria aprisionando el cilindro. A esas personas sólo les queda simular con el bolígrafo o el cepillo de dientes, siempre anhelando la bocanada, siempre la mirada del otro.

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En una cantina, un viejo, detrás de su vaso de Bacardí apenas enturbiado por un chorro de Coca-Cola, pregunta a un joven por qué desperdicia su tiempo embriagándose. El joven da un trago de comercial, exagerando la interjección de saciedad y frescor, y responde que el sabor es maravilloso. "Nadie toma esta mierda por gusto", dice el viejo. Golpea la mesa y mira a su alrededor, como escrutando las neurosis y los demonios internos que los parroquianos ocultan al fondo de la botella.

En el Gilgamesh, Shamkat, la hieródula encargada de desbestializar a Enkidu, le ofrece pan y cerveza, el alimento y la bebida que lo harán parte de Uruk. El sabor del primer trago de alcohol como acto civilizatorio: un rito con más de cinco milenios saturados de amargor, de aspereza demasiado lúgubre para un paladar acostumbrado a la docilidad de la pastura y los frutos silvestres; un rito renovado cada vez que, a algún niño de seis años, a instancias de su padre o sus tíos, le es extendida la botella helada. A veces Uruk llega cuando algún compañero de la secundaria lleva cerveza tibia disimulada en una botella de refresco y se la toma, haciendo un esfuerzo por no traslucir el asco en la cara. A veces llega cuando alguien se emborracha antes de declarar su enamoramiento a una chica de otro curso (se aprende en la televisión y las películas que eso es lo que se hace cuando uno está nervioso y acobardado). El pacto por aficionarse a la bebida se sella siempre con pocos reparos en el sabor y toda la atención en los efectos desinhibitorios, en la aceptación dentro de un grupo, en la conformación de una identidad. En estos y muchos otros casos acontece una transformación como la de Pedro el Rojo cuando tiene que aclimatarse al licor para salir de la jaula en la que fue enclaustrado. La diferencia entre los humanos que se sumergen un poco más en la civilización y el mono que se vuelve humano en el relato de Kafka es que éste sólo buscaba una escapatoria; mientras que nosotros nos educamos para que la evasión, además, procure un goce en algún futuro hipotético.

Si el camino rumbo a adquirir una afición es arduo, la distancia de la afición a la adicción es brumosa, indeterminada. El recién aficionado transita y habita calmadamente las calles del placer inocuo y un buen día su memoria, estimulada por el sonido de la patrulla que da el rondín nocturno, percibe que su mudanza de apartamento a la zona roja de la ciudad sucedió sin que se diera cuenta. Dice Hugo Hiriart que el alcoholismo no es una mera afición, sino una lucha por controlar la forma de beber. En efecto, la adicción parece surgir cuando es evidente la tensión entre la incontenible urgencia de seguir y la necesidad constantemente fracasada de detenerse. En el punto en que el hábito se vuelve algo más, puede surgir la duda de si la adicción es un vicio o una enfermedad. Lo primero implica una flaqueza psicológica, una voluntad defectuosa; lo segundo, un padecimiento, crónico como otros terribles, la diabetes, el cáncer, la gota. El vicioso es aquel que es bastante débil como para no mantenerse en el virtuoso justo medio, lejos de la falta y del exceso; su falta, diría un aristotélico, es por voluntad propia. Mientras que el adicto, dirían en Alcohólicos Anónimos, es un enfermo que sólo accederá a la cura en tanto se reconozca incapaz de mejorar por sus propios medios. Para fines pragmáticos, que en este respecto son los que más importan, hay más gente que sale de una adicción tras haberse adscrito a un programa que trata el problema como una enfermedad, que gente rehabilitada por creer que tenía la solución en su propia fuerza de voluntad.

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Para hacerse de una afición o de una adicción o, por qué no, para rehabilitarse de ellas, hay que invocar no solamente a los fantasmas de la costumbre (a la que se le va poco a poco emparentando un afecto), sino también a los de la socialización, que yacen en cada hecho humano. Ya sea aficionarse al futbol tras varios domingos de no tener nada mejor que hacer, consolarse por haber fallado en adquirir el gusto por un hábito tan estético como el de fumar, o avanzar calladamente en el disfrute esporádico y moderado del alcohol hacia los ámbitos de la adicción: nos emparenta la voluntad por adherirnos a goces culturales. Educamos al gusto o aprendemos a desandar el camino porque el deseo es siempre la parte de nosotros mismos a la que sólo se accede mediante los otros. La humanidad toda vez preferirá enfermarse de deseo, inclusive saturarse de los ajenos, a no desear.



Francisco Santoyo Pérez (Ciudad de México, 1992). Estudió Filosofía en la UNAM. Asiste al taller de creación literaria del Faro Indios Verdes. Obtuvo mención honorífica en la quinta y octava edición del Premio Nacional de Periodismo Gonzo. 


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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