Guillermo Armenta Ugalde
Las torres eléctricas son el único punto de referencia del lugar. Imponentes ante la vista de aquellos que las miran por primera vez, vibran sin fin, emiten el sonido de la electricidad pasando a través de los cables metálicos que sostienen. Los pocos habitantes de los alrededores se han acostumbrado a su presencia, para ellos no se trata más que de un recordatorio de su pequeñez, de la oscuridad y la incomodidad de sus propios hogares, desposeídos de la energía necesaria para encender cualquier máquina.
Donde antes había un basurero, rápido aparecieron casas de lámina, puestos de fruta, vendedores de ropa usada, chácharas y una juventud embravecida, dispuesta a utilizar su brutalidad con tal de conseguir un teléfono celular o un billete. Al centro de todos, una cancha de futbol, sin marcas y sin porterías, pero con el espacio suficiente para que veintidós hombres desahogaran tanta ira y resentimiento en noventa minutos.
Todas las tardes, Antonio se enfrentaba a los demás muchachos por el dominio del balón. Sus piernas rápidas, sus reflejos y su agresividad impedían que perdiera la pelota. Los otros jugadores eran constantes en sus intentos de humillarlo, pero Antonio los burlaba con fintas y movimientos veloces. Lo único que podían hacer era dirigirle miradas agresivas, mentadas de madre y amenazas que el chico ignoraba sin mayor esfuerzo.
Cuando Antonio tenía el balón entre los pies nada podía hacerlo perder la concentración. En poco tiempo se convirtió en un jugador infame. Nadie quería tenerlo en su equipo porque cualquier protagonismo sería negado, ni tampoco querían enfrentarse a una derrota segura.
Las habilidades de Antonio cobraron tanta fama que, un día, en la cancha polvorosa y ardiente, aparecieron hombres que aseguraban poder convertirlo en una leyenda. Lo único que necesitaba era demostrar, una vez más, su grandeza ante ellos, aplastar a sus contrincantes y poner su firma en indescifrables contratos.
Los demás muchachos intentaron impresionar a los agentes con sus patadas, jugadas y estrategias, pero al lado de Antonio no parecían más que un montón de aficionados con más desesperación que aptitud.
La noticia se esparció entre los vecinos y habitantes. Nadie felicitó al joven futbolista por su logro, procuraban evitarlo a toda costa y resaltar sus defectos en las pláticas con amigos y familiares. Predijeron, con más deseo que seguridad, que Antonio no lograría impresionar a sus jueces. Que sus ínfulas terminarían por reventarle en la cara.
La noche anterior a las pruebas profesionales de Antonio, sus compañeros y rivales se reunieron. Irrumpieron en la casa y en pocos segundos Antonio yacía sobre el suelo, desconcertado y con sus ropas rasgadas. No tardaron mucho en aplicar su metodología: la estrella del futbol fue inmovilizada mientras sus piernas eran destruidas. Comenzaron con sus manos, pero no pasó mucho antes de que los palos y los tubos aparecieran. La piel se abrió y la sangre pronto dejó salpicadas a las armas empuñadas.
Los únicos sonidos de la noche eran los golpes y los gritos de Antonio. Nadie salió de su casa, nadie intentó salvar sus huesos, nadie intentó parar su sufrimiento, nadie intentó salvaguardar su brillante futuro. Todos estaban de acuerdo en enseñarle una lección: en ese lugar, nadie podía ser más grande que las torres eléctricas.