Mirelle Mejía
Es necesario dar reconocimiento a la fe de Julián pues no flaqueó dentro de la caja, a pesar de las súplicas que le hicieron los espectadores de su proeza. No fue hasta que la última pala de tierra fue cernida sobre él que sintió miedo. Desde arriba, le anunciaron que ahora solo quedaba esperar y confiar en la obra de Dios: la prueba de su devoción había comenzado. Solo y en la oscuridad de aquella claustrofobia, el pastor descartó el primero de los pensamientos funestos que lo invadieron por horas. El Señor no lo iba a dejar solo y, aunque muriera, estaba seguro de que lo traerían de vuelta. Tenía algo que probarle a la comunidad de infieles que abandonó su iglesia. Y si entregarse así era el modo de lograrlo, él aceptaba el sacrificio como un humilde siervo.
Al inicio, nadie pensó que sus intenciones fueran de verdad. No era la primera vez que el padre buscaba la manera de regresar la congregación de la misa. Ya había recurrido a toda clase de pretextos, manifestaciones y chantajes con tal de que la gente se presentara al culto. Nada había funcionado hasta ahora. En el pueblo había una epidemia de agnósticos.
Esta vez, el padre Julián estaba decidido a conseguir que todos fueran testigos de los milagros de Dios. Así como Jesús, él sería el vehículo para probar que, con la gracia divina, no existe la muerte. El día que decidió esto acudieron a la misa apenas dos personas. Levantó la vista y, al encontrarse con la imagen del hijo resucitado, pensó que ya era hora de que se manifestara la fuerza del Todopoderoso.
Cuando recuperó la calma, ya dentro de la caja mortuoria, comenzó a hacer planes para el futuro de su parroquia. Esperaba que presenciar un milagro fuera motivación suficiente para que los habitantes del pueblo se reencontraran con la palabra de Dios. Se los imaginó pintando las paredes, diseñando murales que ilustraran pasajes bíblicos, restaurando las figuras, comprando bancas nuevas y haciendo lo que fuera necesario para renovar la conexión con el altísimo.
Permaneció con esas ensoñaciones hasta que el calor del mediodía lo hizo sentirse sofocado. Se le enchinó la piel, le temblaron las piernas y se aceleró su ritmo cardíaco. Encontrarse una y otra vez con la idea de la muerte, hacía flaquear su fe y le rompía el corazón. Evitaba la desolación de imaginar su iglesia más vacía y sin su voz.
Se equivocaba porque, a tres metros sobre sus preocupaciones, la gente se reunió en el templo como nunca antes. Unas confirmaban los rumores sobre lo que había hecho, otros discutían si debían rescatarlo o dejar que la providencia se encargara de mantenerlo con vida. De repente, la banda local ya estaba tocando canciones y era repartido el atole de guayaba para soportar la espera. Alguien le avisó a la prensa e hicieron preguntas sobre el comportamiento previo y estado de salud mental del padre Julián.
Ahí comieron, cantaron, rezaron y durmieron por tres días. Se formó un comité integrado por madres de familia quienes coordinaron la limpieza de las figuras religiosas. Una gran comitiva se organizó el domingo de resurrección para recibirlo. Era seis veces más grande que la del primer día. Se prepararon más oraciones, cantos y aperitivos; incluso mandaron traer a otra banda del pueblo vecino para engalanar la ocasión. Abrieron la caja y dijeron al unísono “anda y ve, Julián”, pero Julián no despertó. Hubo que hacerle una segunda sepultura.