A los diecisiete años se enteró de que existía una película llamada La mujer zurda. Lo supo por una revista que una profesora le había regalado a su hermana mayor. Publicaba dos reseñas de las últimas películas sobre el tema de las mujeres: La mujer de al lado y La mujer zurda. Miró la revista, leyó unos artículos y deseó fervientemente poder ir al cine. Quizá en casa no le darían permiso. El dinero no le preocupaba, se sabía capaz de poder pagar un boleto. Tenía diecisiete años y estaba en el CCH. Tenía diecisiete años y se decía marxista. Había leído algunos libros en las clases de teoría de la historia y en el taller de lectura. Quería ser socióloga y tenía como muchos la idea bendita de irse a la sierra a organizar a la gente. Nunca fue al cine y las ganas de ver La mujer zurda se quedaron poco a poco guardadas en los cuadernos y en la adolescencia. Luego ella ya no tuvo diecisiete años y comenzó a trabajar cuando se sintió confusa y traicionada por los acontecimientos en la Europa del Este. No tenía amigas ni amigos y se tragó sus dudas y sus tristezas. Comenzó entonces a escribir en un cuaderno cuentos y poemas. No sabía ya qué quería hacer de su vida. Un día encontró un pastel en su casa. Le dijeron que era para ella y recordó que era irremediable cumplir años. Cumplía diecinueve y estaba triste. En su trabajo lleno de espejos había mirado por primera vez con detenimiento su cuerpo. Le pareció grotesco. Inmensamente gordo. Un compañero de la librería le había dicho “¿Por qué no te pones a dieta?” Ella, que en ese momento hubiera deseado correr, se aferró a la imagen que había visto dos años atrás en la revista. La fotografía de la mujer zurda. Empezó a recordar el texto y poco a poco la voz del compañero se fue diluyendo entre los estantes y los pasos de la gente que llegaba. En casa se juró no volver a comer. Promesa que cumplió cabalmente. Dejó de comer hasta bajar doce kilos. Su cuerpo resentía a veces la falta de alimento y entonces ella le daba cualquier cosa para mantenerlo en pie. Seguía teniendo miedo de mirarse en los espejos y de vez en cuando abría la revista porque le gustaba mirar las fotografías. Bajó doce kilos pero su imagen le seguía pareciendo tan falta de belleza… A veces comía piña. El jugo de la fruta se mezclaba con lo acuoso de su estado de ánimo. Nunca vio La mujer zurda. Se sometió a cuanto espejo y mirada ajena encontró. Nunca se atrevió a ir al cine ni a publicar ninguna de sus palabras. Era la mujer muda. Los años, desde luego, han pasado. Ningún muro para marcar la frontera del desastre. Un cuerpo oxidado, tembloroso, horadado. Nunca vio La mujer zurda, se conformó con mirar las hojas amarillas y ateridas de la revista. “Cuando adelgace...” pensaba; pero la respiración se acelera, la vista comienza a nublarse, la revista cae en picada, las hojas se resquebrajan y la única sonrisa que perdura como para protegerla de sí misma es la de Edith Clever, la única mujer zurda que logró sobrevivir.
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