CUENTO / octubre-noviembre 2021 / No. 95
Dos cuentos
La taza
La mesera se acerca. Me pide la orden. Omellete con papitas cambray y champiñones. Café negro. ¿Jugo o fruta? Jugo. A la izquierda una mesa vacía. Me echo gel. Enfrente veo un hombre. Platica con el mesero. Qué bueno que tenemos trabajo. El mesero asiente. El hombre bebe café. Garabatea su libreta. Números. Un cubrebocas azul descansa sobre el mantel. Mastico. De reojo veo al hombre. Escribe. Hace cuentas. Bebe. Sorbo mi jugo. ¿Señorita, se le ofrece algo más? Niego con la cabeza. Un bocado. El hombre se remueve en su asiento. Le echo crema al café. Lo revuelvo. Doy un trago. Dejo un poco de saliva en la taza. El hombre tiene un tic en el ojo. Lo mueve de un lado a otro. Se ve nervioso. Le tiembla la mano izquierda. Corto el omelette. Un trozo. Lo junto con una papita. Lo ensarto con el tenedor. El último sorbo a mi jugo. Busca algo en su portafolio. Me remuevo en mi asiento. Incómoda. Veo el celular, 11:32 am. Se acerca una mesera. Recoge un sobrecito de azúcar vacío. Tengo la taza de café en mis manos. Reojo. Levanta su mano derecha. Un arma. Volteo. Derramo el café.
Gotas de lluvia
Sentados. Lo veo de reojo y me sonríe, con la misma boca que unas horas antes me besaba, y aun así, aunque sienta que esa boca podría ser esto y lo otro, suplico silencio porque no hay forma de estar leyendo mientras él sonríe, mientras su dedo un tanto del misterio busca otros modos de tocarme. Y no lo logra.
Y sigo el recorrido con mis dedos, mientras los suyos buscan otro que yo no quiero, pero cómo no ser tan hostil. Cómo decir que no cuando una parte dice que sí, pero otra quiere leer en paz y no logro emitir sonidos.
Me remuevo incómoda en este sillón verde claro, heredado de alguien que ya no lo quiso y en el que nos acostamos cada tarde para repetir lo mismo. Pero no fuera una, yo, la que busca con esta mano, ora la otra, ora otras artes amatorias, una atención que se pierde en algo, en qué, en acaso una pantalla, en acaso una cosa más interesante que yo. Y seguimos aquí porque lo juro, lo intento, quiero sentarme, en silencio. Cómo buscarlo cuando de pronto se siente la incomodidad de estar nulos.
El ruido es la venda que amarramos a nuestras bocas para no incomodar al espacio que divide nuestra duda. Que deviene certeza. Pero si lo sabemos, pero sí, lo sabemos. Y aun así, ¿cómo es posible y lícita, lacónica, la mentira que ya no suena tan convincente pero la memoria lo añora? ¿Qué es lo que amamos? Lo que tocamos con la punta de nuestros dedos delicados, y de pronto el invierno los torna fríos. O eso que nos recuerda a un verbo que conjugamos en presente para no predecir el fracaso.
Siento la ebullición, o será la cafetera que sube el agua, a punto de derrumbarse, en ese calor que ya no soporta y está listo para transformarse en un café. Inmediatamente se va a enfriar cuando lo toquemos con nuestras dos manos. Y te paras en un instante, y leo, por fin, la mitad de un párrafo, lo que dura un terrón de azúcar en derretirse dentro de la taza inerte.
Y no me es suficiente. Pero a ti tampoco. Le das un sorbo a tu café, y yo intento leer, porque por fin el silencio es una regla entre los dos. Silencio y pienso que por fin, pero ahora entiendo, por esta vez, casi siempre lo supe pero lo confirmo. Nos obligamos al ruido, nos obligamos a la música, a la plática obscena y sin sentido, a gemidos sin deseo, a todo un vocabulario que es, por fin lo reconozco, una mentira. Y es ahora que el silencio se vuelve íntimo, y por eso, nos atrapa la obligación que no es otra cosa que la costumbre de la incomodidad de pegar la frente deformándose a través de un vidrio. Y nos miramos porque lo sabemos. Yo sé que tú sabes, pero con saber no es suficiente, ni con quererlo siquiera. En un segundo nos damos cuenta de que, aunque queramos, aunque el esfuerzo resulte una cuerda a punta de estallar, tu mirada me interrumpe antes y me retracto.
Y cierro el libro con violencia para que el ruido de sus pastas rellenen el eco de voltear a ver nuestra ventana, medio abierta, medio cerrada, con unas gotas de lluvia a punto de secarse.
Daniela Albarrán (Toluca, Estado de México, 1994). Es licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEM y estudia la maestría de Estudios Literarios en la misma institución. Ha participado en diversos congresos nacionales de literatura y publicado en Monolito, Castálida, Revista Plástico, Una verdad sin alfabeto, entre otros. Publicó la plaquette La escuela y la novela La ciudad se camina de noche (Grafógrafxs, 2020).