―¿Qué sueñas cuando sueñas, mamá? ―Le preguntó su hija de cinco años mientras acomodaban en el pedacito de banqueta las chaquiras de colores brillantes que la noche anterior habían terminado de reunir en largos y resistentes hilos, para después anudarlos y venderlos como collares a las muchachas que salen de clase sintiéndose en las nubes, imaginando utopías, recreando revoluciones en su mente y planeando la propia.
Ella se le quedó mirando directo a sus ojitos rasgados y brillantes, con sus negras pestañas de aguacero, que esperaban ansiosos una respuesta que estaba atrapada detrás de sus dientes, acostumbrados a morder el maíz de la tortilla y los tlacoyos, los frijoles, la flor de calabaza, pero tan desacostumbrados a morder palabras. ¿Cómo contestarle que hace mucho decidió no soñar?, ¿cómo le explicaba que renunció al privilegio de quienes pueden alcanzar sus sueños?
Se mordió los labios y preguntó “¿qué dices?”, con cara extrañada, sólo para darse un poco de tiempo para pensar.
La pequeña, con el mismo entusiasmo que la primera vez, volvió a preguntarle
―¿Qué sueñas cuando sueñas?
“Sueño en realidad cosas lindas que me son reales”, por no decir que desde hace años ya no sueña; la niña escuchó con ansiedad su respuesta que sólo necesitaba como preámbulo para contarle a su madre lo que ella soñaba.
―¿Sabes qué soñé yo, mamá? ―le dijo con sus manos morenitas en el pecho, sobre el vestido amarillo con tirantes cintas de colores.
Entonces la madre tuvo miedo, miedo de lo lejanos que podrían ser sus sueños. La miró con un gran hueco en el alma, ese que se siente con la incertidumbre. Sus ojos se rozaron un poco, y entonces, valientemente le preguntó:
―¿Qué sueñas?
―Soñé que me contabas tus sueños para que yo no dejara de soñar.