Viajaba en el furgón, acurrucada en el suelo empastado de mugre, mientras la tormenta entraba a cachetazos por la ventana rota. Acomodaba el nudo de unas sandalias atadas con piolín, sobre los pies sin medias o estrujaba el cabello enredado de olvido. Al costado dormía un nene ―puede que su hermanito― sobre el colchón helado de unas cajas deshechas y un pilón de tarjetas apretado en la mano. De pronto alguien grita: “¡María, dónde carajo estás, pendeja de mierda!” y ella vuela al extremo del vagón, sujetando el bolsillo repleto de monedas. A poco regresa, se apoya en la ventana sin importar que la lluvia le golpee la cara y se queda mirando, con la expresión tremenda de los desamparados, el paredón que huye en sentido contrario. Se vuelve a sentar, con los ojos velados, y llora sin una mueca, sin esperar que nada suceda a cambio. Destilando gota a gota su dolor por la vida. María sin amor. María sin escuela. María empapada y ni un mate cocido. María sin jugar. María sin amparo. María adolescente. María sin destino. María, no hay empleo. María llena de hijos. María, la injusticia arrastrada por siglos. María y la vida que pasó como un tren. María polvo que se tragó el camino.
Se llamaba María, de Trujui o Matera, o cualquier arrabal muy lejos de Magdala, y lloró sin consuelo, junto a los pies de la humanidad escarnecida, de la niñez crucificada por nuestra sociedad, que a lo Pilatos, se enjuaga la conciencia.