seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al  pie de una pared sin puerta.
Fernando Pessoa

 

En nuestra infancia, ¿cuánto misterio podía despertar una puerta con apenas una pequeña ventana a la altura de la vista del adulto, con el letrero “sólo personal autorizado”? O más aun, ¿qué producía en nosotros una puerta totalmente plana y oscura, simplemente con la leyenda “Dirección”?

Hay otras puertas que, lejos de incitarnos a huir o permanecer alejados, invitan a cruzarlas, ya sea para entrar, para salir o por lo menos para tenerlas ubicadas y cerca, como esas que indican “salida de emergencia”.

¿Qué representa la puerta para el ser humano?, ¿qué mensaje lanza una persona cuando decide cerrarla o dejarla entreabierta?, ¿qué sentimos en el instante previo a su apertura? Sin duda alguna, la especie humana ha encontrado en este instrumento modos de comunicarse, tanto directa y funcionalmente (“no entrar”, “prohibido el paso”, “bienvenidos”, “abierto”), como de una forma simbólica, que tiene más bien que ver con la cultura, las costumbres e, incluso, la espiritualidad de un grupo social o un individuo: las provincianas puertas entreabiertas o las citadinas de varias cerraduras; las puertas transparentes en los centros comerciales, las puertas altas y anchas de iglesias y conventos o esas tradicionales de cantina que dan a quien las cruza cierto aire victorioso y déspota.

La carga simbólica de este objeto es tal que, aun en su definición más precisa, nos encontramos con significados ciertamente opuestos que responden a la posición en la que se puede encontrar una persona ante este elemento: por un lado un hueco para poder entrar y salir y, por otro, un armazón que sirve para impedir la entrada y la salida, según el Diccionario de la Real Academia Española.

El animal simbólico que describe el filósofo Ernst Cassirer no se queda, pues, estancado en su realidad tangible. La especie humana da un carácter simbólico a lo físico, a pesar de que su presencia esté plenamente justificada por su funcionalidad; incluso en ocasiones parte de esa función para otorgar connotaciones ideales, míticas, estéticas o religiosas.

La primera impresión que obtiene un visitante es a través de la puerta; es como una especie de tarjeta de presentación, la puerta dice mucho de su dueño o responsable.

¿Cuánto puede revelar la puerta de un inmueble? Voluntaria o involuntariamente, se vuelve un punto de encuentro de la personalidad de quien la coloca o le da uso y la tiene en cuenta incluso como una especie de periódico mural o pizarra de avisos de ocasión. El que está del otro lado se topa con mensajes como: “lo que usted debe saber antes de llamar a esta puerta es que este hogar es católico, que estamos de luto o que se venden gelatinas y paletas congeladas”.

Realmente, en el momento en que nos descubrimos interviniendo una puerta con objetos varios, con letreros, con elementos que lanzan un mensaje, nos podemos concebir como creadores, como artistas utilizando medios del entorno para conformar una instalación que provoque algo en el otro, que lo haga consciente de que ahí, en ese sitio, en esa armonía de elementos colocados, hay un mensaje implícito o explícito.

La puerta es también sostén de ciertos ritos; no faltarán en ella aquellos adornos que festejen o conmemoren eventos y tradiciones como Navidad, Día de Muertos o alguna fiesta patria; será en ésta donde repose la palmita bendecida el Domingo de Ramos para proteger la casa de cualquier catástrofe.

¿Y qué hay con el que está adentro? Estar del lado protegido de la puerta recuerda a ese modelo platónico en el que el ser se refugia en un mundo personal, el de las ideas, para apartarse de la realidad caótica y atroz. ¿Cuántas veces una puerta ha sido nuestra salvación ante un regaño o una riña que no deseamos presenciar?

Al cerrar la puerta sentimos que lo que está del otro lado ya no existe. Se llega a transformar en lo totalmente opuesto a un canal o vía de comunicación, se vuelve un aislante que sólo lanza la negación como mensaje: no pasar, no llamar, no suceder, no existir.

Lo cierto es que en algún momento el humano tuvo la necesidad de resguardarse, protegerse y apartarse detrás de una puerta; ante la vulnerabilidad de la especie esto no debe ser perjudicial, sin embargo, tanto en el mundo real como en el de las ideas, el humano también tiene la necesidad de movimiento, de cambio, de interacción y exploración fuera de su mente, fuera de su habitación, fuera del espacio al que llama casa, fuera de su oficina, salón de clases, laboratorio, cocina o smartphone.

“No te digo que te vayas, pero ahí tienes la puerta”, reza un refrán popular que hace recordar esas puertas de provincia que se mantienen abiertas para que “entre el fresco” o para que se salga el perro; para que todo lo que tenga que salir salga y lo que tenga que entrar se sienta bienvenido.

La puerta, entonces, da la posibilidad al hombre de recibir lo que le convenga y de resguardar o proteger lo que sea necesario; la alternativa de dejar la puerta entreabierta, de a veces cerrarla y, cuando sea necesario interactuar, dejar que el mundo entre o, en todo caso, ir en busca del mundo, de otros mundos de otras realidades. Ir y venir, entrar y salir, quedarse en el umbral.

El travesaño representa ese cambio de paradigma; aunque en lo general se vuelve un acto cotidiano entrar o salir a través de una puerta, en lo particular siempre nos encontramos a la expectativa de lo que vendrá al cruzarla, y cuando esa incertidumbre a veces se nos olvida, la improvisada realidad nos hace recordar que cualquier cosa puede suceder y presentarse al cruzar el umbral.

En la Ética a Nicómaco, Aristóteles habla de la frónesis, la cual revela como sabiduría práctica o prudencia, es decir, no sólo diferenciar el bien y el mal sino, en determinando momento, saber decidir y actuar por el bien. La frónesis puede ser representada justamente como ese acto de estar en el quicio y saber que irse o quedarse, salir o entrar, devendrá en un acto bueno y justo, aun cuando antes de realizarlo no se tenga la certeza de lo que los elementos externos nos deparen.

Ése es el cambio de paradigma, asumir el riesgo que implica lo nuevo y desconocido, porque estamos seguros de nuestra decisión de cambio, “un modo diferente, una forma escondida tras la puerta”, diría Emily Dickinson.

Esto, pues, lo reflexiono y anoto desde casa, resguardada por una puerta, la cual recibe al visitante con un letrero de estilo sesentero rockanrolero con la palabra welcome. Pienso y escribo en la comodidad de mi espacio platónico, blanco, silencioso, templado, con algo de “desorden organizado”, con un gato durmiendo a mi lado, con sonidos apenas perceptibles del exterior, como los pájaros que revolotean entre los arbustos del pequeño campo que tengo de panorama al mirar por la ventana, vocecillas que provienen de la plaza y algunos perros que ladran de vez en cuando.

Ahora mismo saldré y compartiré esto con ustedes, que es para mí todo un reto, pero también un placer.

 

 


Todas las ilustraciones son propiedad de Sara Regalado


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Sara Regalado (Ciudad de México, 1985). Periodista y fotógrafa. Se desempeñó como reportera, editora y articulista en el ámbito cultural y educativo del estado de Chiapas, donde publicó reportajes, entrevistas, crónicas, notas y artículos de opinión en el periódico Cuarto Poder y la revista Universa. En ese mismo estado estudió la especialidad en Apreciación Artística, impartida por la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Se desempeñó como coordinadora de Difusión Cultural en la Facultad de Estudios Superiores (FES) Cuautitlán y publicó diversos textos en la gaceta de esa facultad. En 2015 concluyó el diplomado Comunicación y Filosofía: Multiculturalismo, Conocimiento, Ética y Estética, en la FES Acatlán.

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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