Gula

Lo vi morir. Estaba frente a él, saboreándome el resto de la rebanada de rosca, y vi como sus ojos se pusieron blancos con venitas rojas. Escuché cuando se pedorreó al sentir la falta de oxígeno. El único que se rió de los pedos de don Nacho fue mi primo Fernando, pero mi tía le pellizcó un cachete para que se callara. Mi tía y todos los demás gritábamos desesperados al ver que el viejo se moría. Que levante las manos, levante las manos, don Nacho, así, que aplauda, sí, mejor que aplauda, y el viejo parecía bailar una divertida tabla rítmica mientras levantaba las manos y aplaudía frenéticamente. Mi primo Fernando quiso reírse de nuevo, pero mi tía lo fulminó con la mirada.

Alguien más trajo apurado un bote de agua fría y lo vaciaron en la cabeza del viejo, sin contemplaciones. Don Nacho, entonces, suspiró y alguien erróneamente comentó: Ya está bien. Pero el viejo estiró el cuerpo; las piernas y los brazos le tronaron como resortes viejos y, tras un breve pataleo, dejó de sentir. Luego alguien gritó que el anciano había muerto. Murió de un infarto, se determinó al instante mientras esperábamos la llegada de una ambulancia. Supimos la causa de su muerte quince minutos después, cuando mi primo Fernando, encaprichado, anotaba en un cuaderno los nombres de quienes prepararían los tamales en próximas fechas. 



Envidia

“La envidia nunca es buena, mata el alma y la envenena”. Me decían los otros chiquillos cuando me negaba a compartir mis juguetes con ellos. Te pareces a Kiko, él no le presta nada al Chavo. Me chocaban sus comparaciones estúpidas. Por eso nunca les prestaba mis cosas. Ellos eran pobres. Yo, de familia acomodada. Era un niño con dinero, que cursaba la primaria en la mejor escuela. Los niños me apodaban Ricky Ricón. “Pero de qué te sirve, tu papá engaña a tu mamá con la muchacha de la tienda. ¡Lero-lero, calzón de cuero!” Esos chismes infames me hacían odiarlos aún más. Parecen viejas de molino. Pobretones. Mugrosos. Piojosos. Huelen a comal con una tortilla quemada, les gritaba.

Cuando los insultos sobrepasaban nuestra integridad, nos golpeábamos hasta sacarnos sangre. “¡Ora, pinche narizón. Pinche pinocho, voy a romperte tu madre!” Los adultos nos separaban, convencidos de que nuestros problemas eran asuntos de la edad.

A Dios gracias, esa vez los adultos tuvieron toda la razón. Crecimos y la envidia se esfumó. El respeto llegó cuando la muerte de las madres y los padres de algunos se hizo inevitable. Nos quedamos solos. Tan solos que nos acompañamos. Mi papá se fue con la puta de la tienda. Se acabaron todos mis lujos. Ahora soy tan pobre como ellos.



Pereza


Yo les advertí del ruido que se oía junto a la lavadora, del zapato mordisqueado que encontré debajo de la cama. Eso sólo lo pudo haber hecho un animal asqueroso, les decía. Pero como les sabía contradecirme, culparon a Momo por lo sucedido, cuando el pobre perro de tan viejo no podía ya ni moverse. Por esos días mi hermana me llamó ave de mal agüero, porque presagié la desgracia. Mi cuñado me apodó bruja. Escuché cuando lo pronunciaba despacito, entre risillas burlonas. Y vean ahora, las terribles consecuencias. El grave pesar que nos embarga. El médico que atendió a Emilianito no daba crédito al verlo. El forense, sorprendido, anotaba en una libretilla las partes del cuerpo mordisqueadas. Tenemos dos días buscando al animal, pero parece que se fue. Se fue después de habernos desgraciado la vida. Y todo por la maldita pereza de buscar al animal. Pero se los advertí, conste que yo les advertí.



Lujuria

Nos encerrábamos en el último baño del colegio. Viridiana me chupaba la cara, la lengua y los dientes; a mí me daba asco, pero el juego era absolutamente poderoso. Ella me pedía que me bajara el pantalón, luego el calzón ajustado que usaba por entonces. Las niñas tienen más carácter que los niños. Son decididas. Ella se burlaba de mí terriblemente. Me decía: Qué chiquito está. Así lo tiene mi hermanito, pero él es un bebé. Se me partía el alma. La humillación es lo peor que puede sentir un ser humano, aunque éste sea un niño. Se salía del baño muy contenta, con una risa de niña maldita y lujuriosa. Cuántas veces no te odié por ese motivo, Viridiana.



Avaricia

Dice mi papá que tu tía Lupilla está loca. Que no me junte contigo porque seguro también estás loco y lo loco se pega. No te lo quería decir, Carlitos, pero ya es tiempo. No es que me caigas mal, pero entiende. Si me cacha mi papá, se enoja y yo me olvido de la bicicleta de montaña. Y apenas estoy convenciéndolo de que me la compre. No llores, pinche Carlos, ya estás grande; vas en quinto, cabrón, ya casi en secundaria. Si en secundaria te ven llorar, los más grandes te dan pamba. Mejor dile a tu abuela que te lleve a otra secundaria, donde no te conozca nadie y no sepan de tu tía la chiflada. Para que no te juzguen, Carlitos, y encuentres nuevos amigos. Si no te vuelves loco en unos años, yo te busco. Volvemos a ser amigos. Te lo prometo. Pero espérate un rato, cuando menos hasta que consiga la bicicleta. Ahora vete. Cuídate mucho. Mañana ya no me hables en la escuela.



Ira

Sentadas en una lomita de tierra, entre cazuelitas y tazas de barro, dos niñas juegan a las comadritas. Una niña le dice a otra: Pues me voy a mi casa, comadrita, mi viejo ya no tarda en llegar y todavía me falta preparar la comida, hacer el agua fresca e ir por las tortillas. Aparte, no limpié las ventanas ni cambié las cortinas ni tendí las camas. Y si llega y no ve casa limpia, me acusa de callejera, comadrita. Y mi viejo enojado es el meritito diablo. Me grita perra callejera, vieja huevona, y se embravece tanto que me pega. Dos o tres cachetadas y me manda a hacer el quehacer que hace falta. Por eso ya me voy, comadrita, para evitar la ira de mi viejo. Mañana la visito muy temprano, para que me pase la receta del pastel de nuez. Y me invite otro cafecito. ¡Ay, qué rico cafecito!








Soberbia


José es un hombre responsable pero también soberbio. Trabaja de sol a sol, como se dice popularmente, aunque en realidad labora como afanador en una fábrica con techo de cemento y aire acondicionado. No gana bastante dinero, pero sí lo suficiente para comer y comprar leche y pañales para sus dos hijas. No le gustan las comodidades y prefiere la austeridad a cualquier lujo barato que pueda comprarse. Le ayuda a su esposa, excepto en las labores designadas para las mujeres. No hace la comida porque no fue educado para eso. Teme hacerse joto. Las cosas de mujeres para las mujeres, y los hombres, pues, al campo, a partirse el lomo, ésa es su filosofía aunque, como ya anoté, no trabaje en el campo. Por eso tampoco ayuda a bañar a sus hijas. Si fueran niños no tendría problema en cambiarles el pañal. Pero nacieron mujeres. Y a las mujeres hay que respetarlas.

 


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Ilustraciones:
mirko delcaldo, www.freeimages.com

Adri Claassens, www.freeimages.com
punkt_klx, www.freeimages.com


Diego Armando Arellano (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1984). Periodista. Egresado de la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima. Ha publicado entrevistas, cuentos y crónicas en las revistas: Punto en línea, Luvina, Cuadrivio, La hoja de arena, entre otras.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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