En ese mundo no existía el día ni la noche. Unas pocas criaturas reptaban y vivían en las tierras secas que por instantes se confundían con lo que, a falta de mejor nombre, podríamos llamar cielo.

Una de estas criaturas, semejante a una diminuta lagartija, era capaz de camuflarse adquiriendo el color de las superficies por las que se deslizaba. Todo su cuerpo desaparecía excepto la cabeza, que permanecía de color negro. Exhausta, estaba siempre en busca de una superficie cálida, suave, para protegerse de las ráfagas de viento. En una ocasión, mientras buscaba refugio, pudo apreciarlos por primera vez: unos gigantes bípedos, lentos debido a su enormidad, se tropezaban consigo mismos. Parecían sufrir. La criatura observó que a estos mastodontes de piel blanda les faltaba algo en la cara.



Uno de ellos tropezó y no pudo levantarse. La lagartija, sacudida por el viento, desesperada por el frío, se posó junto a él. Un aura invisible la rodeaba, la abrazaba. El reptil tocó la superficie de aquel gigante y buscó el lugar perfecto para descansar por primera vez en largo tiempo. Entró en una cueva en donde las nubes se formaban y descansó los ojos. Esta guarida se empezó a cerrar y la lagartija quedó atrapada dentro.

A la mañana siguiente, gélida, el primer hombre abrió los ojos. Lo que había sido una lagartija ahora era parte de otro ser. El reptil, encerrado en la bóveda, tenía la cabeza en el centro del lugar y el cuerpo rodeándola para evitar el frío.

Las primeras gotas de lluvia se precipitaron; una cayó en la bóveda, pigmentando el cuerpo de la desaparecida lagartija. Lentamente cambió de color: gotas cargadas de la descomposición de la luz empezaron a bombardear el paisaje, cada una con una nueva textura, una nueva gama de color. El mundo se iluminó y hubo alguien que lo pudo admirar.



 

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Ilustraciones:
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lcs9, www.freeimages.com
 

Fernando Álvarez (Ciudad de México, 1999). Actualmente estudia la preparatoria en la Escuela Moderna Americana.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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