El alcohol les dio el valor suficiente. Antes de iniciar el ascenso, Chava se apartó del pedestal y se bajó la bragueta. La orina turbia fermentada, olorosa, le salpicó el pantalón. Acalló una maldición apretando los dientes al sentir cómo el frío le entumía la verga. Miró el riachuelo formado entre la piedra pómez que delimitaba la escultura del último emperador azteca y se preguntó qué chingados hacía ahí, pero la sensación de extrañeza se le pasó en un suspiro.

Tomó aire para bajarse la peda. Primero lo primero, se dijo. Ojeó hacia Insurgentes, no se veía ni un carro a la distancia; luego hacia Reforma, ni una patrulla en esa madrugada. La ciudad dormía protegida por las farolas encendidas; podían hacer con ella lo que les diera la gana.

–¡Chava, nos vamos a romper la madre!, está muy alto. Además, ¡hic! –lo sacó de sus pensamientos el Bigos, quien prorrumpió con un sonoro eructo, próximo al vómito–, el comandante nos pidió que vigilaramos el edificio de la Lotería. Para ti es fácil treparte porque estás bien animalote, pero yo me voy a romper el hocico nada más ponga un pie allá arriba –levantó la cabeza e hizo un gesto de quien no se atreve.

–¡Ahora te chingas! –le contestó Chava visiblemente molesto ante la impertinencia de su pareja de guardia–. ¡Quién te manda andar picándole la cresta al coronel! Sólo íbamos por una birras antes de visitar a las muchachas en Nonoalco pero, como siempre, te encargaste de cagarla.

–¿Y yo cómo iba a sospechar que eran sardos?, ni uniforme traían –le retobó el Bigos, mostrando sus pronunciados dientes delanteros–. Además, no voy a dejar que ningún oaxaco me gane a las vencidas ni a la ruleta rusa.

–¡Pendejo! –le gritó el Grandote–, perdiste y aparte dejaste que nos quitaran la placa, y ni modo de llegar con el jefe diciendo que nos humillaron unos guachos del Campo Militar. ¡Cómo eres pendejo! –volvió a desgajarle el judicial mientras le soltaba un manotazo pero, dada su ebriaguez, apenas alcanzó a rozarle la chamarra.

–Allá en Tecate no hubieran durado ni cinco minutos –murmuró Chava–, con chiflarle a los batos les hubiéramos bajado los humos y sus restos se los hubiéramos dejado a los chuchos o al sol del desierto, pero aquí ni un triste animal nos ladra.

Chava miró hacia los edificios de Reforma, los hoteles nais, las luces de la gasolinera de la esquina. El viento cortante le hizo acordarse de la frontera, la tierra quemada con apenas matorrales, donde había pasado los primeros años con su jefecita. Se le habían venido esas imágenes de su niñez así nomás, quizá por el frío, o la soledad o ambas. El Bigos continuó con su perorata.

–Puta, tengo que darme un regaderazo –exclamó al olerse la ropa–. Apestamos a alcohol, Grandote. En la comandancia nos van a arrestar por lo menos quince días.

Hizo el intento de alcanzar a su compañero, pero trastabilló con la gravilla. 

Chava calculó la distancia. Eran más de treinta metros; por lo menos diez del basamento, luego un segundo zócalo de unos cinco o seis metros, que desembocaba en otra estructura del mismo tamaño, rematada con adornos de serpientes, más lo de la propia escultura y la extensión de su brazo. No tendría problema con los primeros cuerpos, donde se asentaban los nombres de los defensores del extinto imperio azteca.

Creyó que el mejor lugar para escalar sería por la cara que asienta el nombre de Cuitláhuac, por el que muchos equivocan la efigie de quien lo corona. ¿O quizá sería mejor por el escudo de armas en otro de sus costados, o por donde dice Cacama o Tetlenpan… ¿quetzal? –se le trabó la lengua– ¿o quién sabe qué madres? También ahí había suficiente apoyo para iniciar el ascenso sin contratiempos. El problema comenzaría, precisamente, a partir de la escultura del tlatoani.

Se dirigió hacia su Rambler. Abrió la cajuela. Se sacó la pistola y le puso el seguro. Levantó la protección y colocó el arma junto a la llanta de refacción. Luego extrajo una caja de herramientas, de donde tomó dos pares de pinzas, un martillo y una segueta. Se los fajó al cinto. Agarró la soga que traía en el asiento trasero. Tenía suficiente gasolina para llegar hasta Acapulco si hacía falta, pero le faltaba dinero, se lo habían quitado los soldados con los  que había discutido hacía unas horas en La Morena, luego de que el Bigos perdiera dos de tres tiros y, como mal perdedor, los había retado a hacer algo verdaderamente chingón para recuperar la charola y la raya.

Al coronel que comandaba a los sardos le hicieron gracia las bravuconadas de su compañero y lo dejó hablar. Cuando se le agotó la saliva lo retó a robarse el arco de la Diana Cazadora o, ya puestos, la lanza del Monumento a Cuauhtémoc si es que tenían güevos o nomás andaba ese día de hocicón. Chava no pudo sino salir en defensa de su compañero, porque además se trataba del orgullo de la corporación, y cómo le iban a explicar al Dios Padre de los judas de la capirucha que unos pelones se habían hecho con sus identificaciones como trofeos en una cantina de mala muerte. De pendejos no los iban a bajar sus colegas, y ya se los imaginaba riéndose a sus costillas. A lo mejor el pedo se hacía más grande y hasta los podían cesar sin darles siquiera aguinaldo; y mira que volver a su tierra con la cola entre las patas, pues como que no se le hacía, ¿no? Y todo por el pinche Bigos cabrón.

Además era sencillo: te trepas sin que te caigan los cuicos de Tránsito y sin darle explicaciones a la Julia, desatornillas o sierras la chingada lanza mientras te espera tu Rambler con el motor en marcha para recibir la carga y ¡runnn!, pisas el acelerador hasta perderte con el trofeo, esperas al coronel afuera del Campo Militar, intercambian rehenes, y de ahí pa'l Real, y si te ví ni me acuerdo. Fácil, ¿no?


II

Trepado hasta lo más alto que el monumento le permitía, Chava se dio cuenta de su pendejada.

No le fue difícil sujetar la cuerda a uno de los extremos de la lanza, la que simula una punta de obsidiana. Afianzado el nudo, se impulsó sobre la túnica de bronce hasta alcanzar el brazo flexionado del guerrero.

Estaba a unos metros de su objetivo. El esfuerzo lo había dejado exhausto. Decidió tomar un respiro. Trenzó las piernas sobre la extremidad del coloso y recargó su cuerpo sobre el arma que en unos momentos robaría. Se amarró la cuerda a la cintura. Miró el rostro altivo de Cuauhtémoc, tocado con un penacho que más bien parecía un casco intergaláctico de donde salían rayos.

Con el dorso de la mano se limpió el sudor que ya le caía hasta los bigotes. Sintió entonces una punzada en el estómago: el primer asomo del vértigo, la venganza del whisky y los tequilas. Se llevó la mano a la boca queriendo contener aquella masa agria que salía de sus entrañas. Fue inútil, dos contracciones más lo sacudieron.

–¡Ya ni la chingas, cabrón!, ¡me estás guacareando, pendejo! –alcanzó a gritar el Bigos con una parte del pantalón machada–. ¡No vayas a tirar la herramienta!

Chava cerró los ojos y se aferró con mayor fuerza de aquel mecate que había robado de los tendederos de su vecindad, poniendo su fe en esos metros de yute.

Se acordó en ese trance, del Hombre Mosca, un irlandés que tan sólo con sus manos había logrado escalar la Catedral Metropolitana y el edificio de Correos allá por 1925. La historia se la contó su abuelo, quien lo había conocido personalmente. Se llamaba Babe White, un güero flaco como la chingada, de bigote incipiente y manotas de luchador; eso le había llamado la atención cuando le enseñó la historia en el Excélsior. Su abuelo acababa de llegar a la Ciudad de México y, como otros de su vecindad, acudió a presenciar dichas hazañas. De eso hacían por lo menos 30, ¿acaso 35?, años. Como sea, mucho tiempo, y ahora era él quien estaba a punto de emprender una aventura similar.

Se tomó su tiempo. Abrió los ojos cuando los espamos cesaron, dejando en su boca una sensación pastosa. Otra vez la voz del Bigos lo interrumpió:

–¡Apúrate, pinche Grandote! ¿Y ahora cómo me sostengo?

Bajó la mirada, el Bigos también había escalado y se abrazaba a la túnica del tlatoani, pero no podía avanzar ni sostenerse al no haber más cuerda. Vio cómo su compa abría el compás y, a tientas, afianzaba su pierna donde la escultura doblaba la suya. Buscó cómo acomodarse, pero prefirió ponerse a gatas y, para no marearse, se agarró del faldón esperando que su compañero no tardara en hacerse con el botín.

Ambos voltearon hacia las luces de un auto, salido de quién sabe dónde. Se acercaba directamente a ellos.

–¡Ya valió madres!– gritó el Bigos. Ambos se aferraron aún más de donde se detenían, agazapados como animales queriendo pasar inadvertidos para el cazador al que, sin lugar a dudas, se le haría sospechoso un auto estacionado en el camellón de Reforma en plena madrugada. ¡Ya nos cayó la chota!, repitió el Bigos queriéndose convencer de que no era sino otra de sus alucinaciones.

El coche pasó a toda velocidad, sin detenerse.

Chava respiró con alivio. Las luces del vehículo se perdieron hacia Chapultepec. Se incorporó para tratar de desprender la lanza de aquel brazo. Buscó con las manos un tornillo, una perforación, un mecanismo que la desprendiera, pero no encontró nada en su primer intento. La lanza parecía fundida con el resto del cuerpo. Así que debía cortarla y esa tarea podía llevarle toda la noche y eso quién sabe, porque la hoja de su segueta no sería suficiente. Tenía otras dos en la caja de herramientas, pero tendría que bajar hasta el coche y perder más tiempo, aunque...

–¡Bigos! –gritó– ¡Bájate de volada, voy a necesitar más herramienta!

–¿Cómo que bájate? –replicó su pareja–, con el putal que me costó subirme.

–¡Deja de estar retobando, cabrón! Órale, ahuécale mondao –le ordenó con ese acento de su pueblo que, con los años, había dejado atrás y le regresaba al encabronarse. Cuando hablaba así nadie de la corporación se le acercaba, porque les podía soltar un tiro.

–Ya, ya, ahí voy –le respondió el Bigos de mala manera–. ¡A ver si no me voy de panza, culero!

Chava, en tanto, tomó la segueta y buscó dónde comenzar a cortar. Su primera acometida sacó chispas e hizo tanto ruido que, por un momento, pensó que se escucharía hasta la Doctores, donde estaba la comandancia de la Pegejota. Fue entonces que percibió un leve movimiento de la lanza. Se le iluminó la cara: estaba embonada. Se sacó el martillo del cinturón y le pegó hacia arriba. Nada, no se movió ni un milímetro. Vino otro golpe y uno más. Sudoroso, comprendió su error. Le metió dos martillazos desde arriba. Ahora sí se movió, pero no lo suficiente, quién sabe cuánto tiempo tendría la pieza en esa posición y cuántos golpes más necesitaría. Le dio cinco, seis al hilo, y no se movía la chingadera.

Volvió a empujarla arriba y abajo, luego a los lados, con todas sus fuerzas. Se le resbalaba de las manos, empapadas en su propio jugo. Sintió, ahora sí, cómo la pieza se deslizaba hacia abajo atraída por la gravedad, pero por ahí no podría salir, porque lo impediría la punta. La tomó por el otro lado y empujó con fuerza. Se dio cuenta de que si no la ataba caería al vacío. Decidió hacerle un nudo en la punta; aún así, el mecate no le alcanzaría. ¡Ya está!, calculó, la dejaría caer primero sobre la propia escultura, y luego, poco a poco, la deslizaría sobre cada basamento, hasta que el Bigos la recibiera sin ningún problema.

Soltó la soga de su cintura y con sumo cuidado, desprovisto ya de cualquier apoyo, hizo un nudo de tres. Ató el otro extremo al cuello del guerrero para anclar la pieza. ¡Perfecto! Por lo menos para eso le habían servido los cursos de la Procuraduría, muchos de ellos sin pies ni cabeza, como aquel que impartió uno de los comandantes, de los que ya se iban a jubilar, en el que les enseñó cómo parar un coche con un lazo: "Lo atoran a un árbol y del otro lado ustedes hacen palanca, y así, cuando llegue la unidad, se estampa", les dijo. Luego luego se escucharon risitas y un "está bien pendejo el viejito", y como siempre, fue el Grandote quien le preguntó al carcamal de dónde sacaban una cuerda mientras perseguían un coche sospechoso. El viejo se encabronó: "¡Pues consiguen una cadena! A mí me funcionó una vez en Nogales", gritó con el rostro enrojecido, hinchado como una  naranja.

De ese mismo viejo aprendió a hacer los nudos marineros, porque antes de ser judicial había sido hombre de mar. "No nací viejo, y las olas me enseñaron a ser hombre", pregonaba mostrándoles el pecho, dejándoles ver una sirena tatuada. En eso pensó mientras anudaba la cuerda, y se sorprendió de tantos recuerdos que se le venían en las alturas.

III

El aire le refrescó la cabeza. No quería que los primeros rayos del sol lo sorprendieran ahí, trepado como chango sin mecate. La peda se le había medio bajado y el esfuerzo le había dado sed. Recordó que en la guantera llevaba una anforita, pero no se acordaba si era de medio o un cuartito de ron. “Siempre vale estar prevenido”, era su lema. Por eso siempre guardaba abajo del asiento su reserva, sólo que ya se la había chingado el Bigos en una de sus emergencias.

Distinguió el nuevecito Ángel de la Independencia, que habían vuelto a colocar luego de que se cayera con el sismo del 57, y el Castillo de Chapultepec. Le parecieron al alcance de la mano los edificios de al lado, donde venden los autos de lujo, los hoteles popof y las cantinas. “Qué chiquito es el mundo –pensó–, desde aquí se ve el cabaret donde debíamos estar con las muchachas”. Al otro lado divisó las luces aéreas de la torre Latinoamericana y, un poco más allá, la cúpula del monumento a la Revolución; a unos pasos, el edificio de la Lotería Nacional, que debían estar resguardando, previo al sorteo mayor, pero no, estaba ahí intentando saldar una cuenta.

Bajó la vista: el Bigos se había metido en la Rambler y se había quedado dormido. Sus ronquidos podían oirse hasta allá arriba. Se había hecho bolita y el cansancio hizo el resto. Habían sido días de mucha chinga. No estaba hecho para esos trotes.

–¡Bigos, Bigos, despierta, cabrón! –gritó. Su mano dio un tirón violento al extremo de la lanza y ésta por fin se desprendió de la estatua. No pudo controlar la fuerza del impulso y fue a golpear la cornisa del segundo cuerpo. Reculó con tanta fuerza que tiró del mecate hasta romperlo. Chava vio cómo la lanza se estrellaba contra el pavimento y rebotaba un par de veces. Su sonido metálico resonó como una campana. Se quedó de una pieza al oir el chingadazo.

Las luces de los edificios cercanos comenzaron a encenderse. El Bigos se despertó con el impacto y, sobesaltado, vio la lanza en medio de la avenida. Abrió la puerta y miró hacia Insurgentes. Vio a una mujer asomada en una de las ventanas del hotel Continental. En la gasolinera de Reforma también comenzaron a asomarse para ver entre los árboles. Volvió a meterse en el vehículo e intentó arrancarlo, pero el temblor de sus manos provocó que la llave produjera un ronroneo al pasarse de la ignición. Vio muy a lo lejos las luces intermitentes de una sirena.

Chava no lo pensó dos veces. Tenía que bajarse de putazo. Tomó lo que quedó del mecate y balanceó su cuerpo hasta la primera saliente. Luego se aferró a los adornos de serpientes hasta sentir el firme del segundo cuerpo.

También vio la sirena desde arriba. Sentía el ulular cada vez  más cerca. Alcanzaba ya la armadura del guerrero águila cuando le entró la angustia. Estiró las piernas hasta encontrar otro apoyo. Le faltaba librar por lo menos tres metros a librar. Debía saltar ya. Se dejó caer encogiendo las rodillas. Al tocar el suelo sintió cómo un calorcillo le subía desde los dedos de los pies hasta llegarle a la cadera. Se dobló del dolor. Se desmayó por unos segundos.

En medio de la noche, sobre la gravilla del monumento, Chava yacía encogido en posición fetal. Recobró el conocimiento justo cuando el Bigos arrancaba la nave para huír hacia Insurgentes sur. Atontado, se incorporó con dificultad; no podía dejarlo así. Se acercó a la avenida y tomó la lanza. Debía medir por lo menos dos metros y medio. Le gritó a su compañero:

–¡Párate, pinche Bigos, no seas culero!

El Bigos lo miró por el retrovisor. Frenó de golpe y se echó de reversa. Casi atropella a Chava. Temblando de frío y miedo, bajó de la Rambler, abrió la portezuela trasera y corrió a ayudarlo a introducir la lanza. No cabía.

–¡Pesa un madral! ¿Pues de qué está hecha? –preguntó.

–No cabe esta chingadera por aquí. ¡Rápido, por los asientos de atrás, baja los cristales! –ordenó Chava sin prestarle atención.

Pusieron la parte roma en el asiento y el extremo de la punta asomó fuera de la ventanilla derecha.

–¡Pícale, Bigos!– lo urgió Chava. Cada vez veían más cerca no una, sino cinco sirenas desde Chapultepec por Reforma. Alcanzó a distinguir, de entre todas, una patrulla de su corporación.

Su compa arrancó. Chava se arrodilló sobre el asiento del copiloto para agarrar la lanza. A oscuras tomaron Insurgentes sur.

–¿A dónde vamos, Grandote? –preguntó el Bigos.

–¡Vamos a la vecindad! –respondió–. ¡Síguete derecho; cuidado con las patrullas!

La Rambler avanzó hasta la altura de la Cibeles. Ahí se toparon con una patrulla que venía de dar vuelta en Álvaro Obregón. Los vieron, aunque a la distancia, y de inmediato supusieron que algo se traían. Comenzó la persecución.

–¡Ya nos vieron, ahí vienen! –aulló el Bigos.

–¡Dobla a la izquierda y apaga las luces! ¡Frénate! –le ordenó el Grandote.

Obedeció. La violenta maniobra hizo que Chava se pegara con el tablero. Apretó los dientes para no gritar por el madrazo. Cruzaron los dedos. La patrulla pasó a unos metros. Apenas se perdieron las luces entre la oscuridad, el Bigos abrió la puerta y echó a correr hacia la avenida. Chava le gritó:

–¡Párate, cabrón!, ¿a dónde chingados vas?

No se detuvo a responder y se perdió a lo lejos. Chava alcanzó apenas a abrir la puerta y asomarse cuando su compañero ya se había esfumado.


IV

Apagó el motor. Comenzaba a amanecer. Debía darse prisa antes de que las señoras de la vecindad fueran por la leche o los niños salieran a la escuela. Miró por el retrovisor una y otra vez, hasta cerciorarse de que ningún cuico lo hubiera seguido. 

Abrió con suavidad la vieja puerta del edificio. No había nadie en el pasillo ni en el patio principal. La ropa tendida sobre los barandales impedía la vista. Era el momento.

Volvió sobre sus pasos. Sacó la lanza del auto. Ahora se le hacía más pesada. Intentó echársela al hombro pero no soportó la carga. Debió tomarla con las dos manos de frente para avanzar. Sintió, ahora sí, el peso del desvelo, el frío, el retorcijón de la cruda y mucho sueño, pero no podía dejar la lanza ahí, ni tampoco ir a buscar al coronel a los cuarteles, porque en la primera esquina seguro lo cachaban. A esa hora, la policía ya debía estar buscándolos por toda la ciudad. Había que esconder la pieza y luego encontrar la manera de llevársela a los sardos.

Alcanzó el rellano del primer piso. Por instinto, se agachó al escuchar que se abría una puerta en uno de los corredores. Era la vecina del 126 que iba a vaciar su bacinica. Esperó a que la mujer cumpliera con su rito mañanero y volvió a la carga, sólo que esta vez el peso ya se le hacía insoportable. Le dolían los brazos. Se miró las manos: estaban rojas. Así no podría alcanzar la azotea ni esconder su trofeo entre los trebejos de la covacha.

Agazapado entre los barandales, descubrió que uno de sus vecinos había sacado, en el extremo del pasillo, una vieja lavadora. Sobre el cuerpo arrumbado de la máquina podían verse restos de ropa a medio secar. Sobresalía una colcha azul que llegaba hasta el suelo.

Se le prendió el foco. Subió a la azotea y descolgó un par de calcetas de colegiala, que posteriormente colocó en uno de los extremos de la lanza. Así la arrastró hasta el desvencijado aparato sin hacer ruido. No se esforzó demasiado al colocar la pieza atrás de la lavadora. La parte que quedaba expuesta la cubrió con la sábana húmeda que se había atorado entre las aspas en pleno chacachaca, hasta quemar el motor. Sacó más ropa y la aventó sobre la punta, como si su dueño esperara secarla cuando saliera el sol.

Tambaleante, llegó a la escalera central. Avanzó dos peldaños y se fue de bruces. Se quedó dormido.


V

Lo despertó uno de los chicos del tercer piso.

–¡Don Chava, don Chava, dejó abierto su coche! Mire nomás qué peda se puso.

Se alejó corriendo mientras el judicial abría los ojos. Todo le daba vueltas. Su cabeza parecía a punto de estallar. Se sujetó del barandal y casi a tientas avanzó hacia su vivienda. Debió intentar cinco veces, por lo menos, meter la llave para abrir la puerta. Cuando lo logró, se fue derechito al refrigerador. Abrió una cerveza y, de un trago, se la bebió casi toda. Coronó su hazaña con un eructo. Encendió la radio y se dispuso a hacerse unos huevos rancheros, cuando la voz del locutor de la W lo dejó helado:

–Cortamos esta transmisión para informarle acerca de un delito de lesa humanidad, que vulnera nuestros más altos valores de patriotismo: un grupo de delincuentes, a los que más bien definiría como terroristas, robaron esta madrugada la lanza del emblemático monumento a Cuauhtémoc, el cual se encuentra en la intersección de Paseo de la Reforma y avenida de los Insurgentes. Aprovechando que la población capitalina disfruta de la quietud de estas fiestas, estos barbajanes se subieron hasta lo más alto de la escultura, que debe medir unos cuarenta metros, para cometer su fechoría. El regente capitalino, Ernesto P. Uruchurtu, ha dado instrucciones al jefe de la Policía para que a la brevedad dé con los responsables de este inmoral acto, que llena a todos los ciudadanos de indignación, a fin de que estos delincuentes reciban el justo castigo por sus crímenes…

Cambió de estación. La voz de César Costa lo devolvió a la normalidad. Sacó otra cerveza y volvió a bebérsela de un jalón. Luego, fue por la botella que dejaba en su cajonera y se la empinó como si quisiera espantar el recuerdo de aquella mala noche. La XEB interrumpió su programación; el grave acento del locutor añadió al boletín de prensa:

–Los delincuentes no han exigido aún un rescate para devolver, sana y salva, esta reliquia que constituye un patrimonio universal de la humanidad. Desde esta palestra hago un llamado al señor presidente de la República para que, de una vez por todas, ponga fin a esta serie de tropelías cometida por malos mexicanos, que se convierten en agentes de gobiernos extranjeros, ansiosos de sumir al país en el caos. Lo mantendremos informado sobre el desarrollo de este, si me lo permiten, secuestro de la mexicanidad y afrenta a todos los pueblos indígenas de México. Regresamos tras un corte con los éxitos del 61…

El Grandote se dejó caer sobre una silla. Llevaba ya tres cuartos de botella cuando pegó un salto al escuchar el timbre el teléfono.

–Agente Vizcaíno, le habla el comandante González.

–Síííí, señor –atinó a responder el subalterno.

–¿Dónde anda, cabrón? Ya me imagino que bien pedote, ¿verdad? Preséntese de inmediato en la comandancia, porque tengo un asunto importante que encomendarle. ¡Ah!, y dígale al bueno para nada de Ocampo que venga con usted; ya sé que ayer andaban de guardia.

–Sí, señor, cómo no, lo que usted diga, señor –dijo el Grandote.

–Por cierto, Vizcaíno. Ya me enteré de lo de los sardos. Ya lo sé todo, ¿eh?, pendejos. Los tengo en la mira. ¡Ya ni la chingan!

Por el otro lado del auricular se escuchó el golpe del comandante al cortar la llamada.

VI

Chava estaba seguro que para esa hora, los del sector 31 habían ya filtrado su media filiación a la prensa como sospechosos del robo de la lanza. Sabía también que antes de presentarlos a los periódicos les pondrían una putiza de perro bailarín para que se fueran bien confesos. Esos agentes nunca los habían querido por pura envidia y no faltaría quien los delatara por un buen billete.

Había que moverse rápido. Primero se asomó a la ventana a ver si no había mucha gente en los pasillos del piso de abajo. Cuando lo consideró oportuno se dio una vuelta por la lavadora descompuesta con el pretexto de fumarse un cigarro y sí, ahí seguía la ropa, y la lanza, secándose al sol.

Pasaban de las cuatro cuando llegó hasta su coche. Tenía las ventanillas abajo y las llaves puestas, tal y como lo había dejado tras la huida. Todos en la vecindad sabían que no debían meterse con la nave de don Chava. Complacido, sonrió al comprobar su fama. La sonrisa se le desdibujó al voltear hacia el tenderete de los periódicos de la tarde, donde alcanzó a leer en el Esto: ¡Se robaron la lanza de Cuauhtémoc!, y en el Ovaciones: ¡Atentado contra la identidad nacional! Sospechan de grupo guerrillero en el atentado contra el Monumento a Cuauhtémoc, en lo que constituye “el golpe del siglo a la identidad nacional”.

Algo le quedaba claro: lo iban a buscar hasta por debajo de las piedras.

VII

Lo hicieron esperar más de dos horas. Cuando llegó su turno, el comandante en jefe de la Policía Judicial capitalina lo tuvo sentado escuchando el parte de las indagatorias para dar con el paradero de los responsables del hurto.

A Chava se le cayeron los calzones. Su jefe lo sabía todo. Era obvio, pero quería dejarle en claro que no iba a ser fácil arreglar su chingadera. El asunto había llegado hasta la Presidencia y querían un escarmiento ejemplar.

–Mira, Chava –dijo el comandante González golpeando su mesa de caoba– el tema del atentado a Cuauhtémoc se ha vuelto un asunto de seguridad nacional. Ya oíste al presidente: quiere sus cabezas –el Grandote se puso blanco–. Como eres de mis mejores agentes te voy a comisionar para que seas tú quien atrape a esos vendepatrias.

–¿Perdón, señor? –respondió; tragó saliva.

–¡Pos claro, cabrón! ¿A quién quieres que mande? ¿A Escobar, a Sánchez Brito o al Parejita Diéguez? Ellos no son de mi confianza. ¿Por qué vamos a darles a esos pendejos el caso? ¿Para que se cubran de gloria con nuestro trabajo? –replicó el funcionario–. ¡Tú vas a encontrar a esos terroristas!– Le apuntó con el dedo, acentuando la instrucción–. Te mandaría con Antonio Ocampo, pero supe que se regresó pa’ su tierra.

–¿El Bigos se regresó a Alpuyeca? –alcanzó a preguntar el Grandote con la voz entrecortada. Le faltaba aire.

–Pasó a decir que se le había enfermado la jefa y hasta dejó botada a su vieja, con dos meses de encargo. En  fin, que te acompañe Camilo, el nuevo.

–Si me permite –contestó Chava, haciendo un esfuerzo para recuperar el aplomo–, creo que puedo solo con el paquete.

–Así me gusta, agente Vizcaíno. Por cierto, me dijo el gerente de La Morena que vaya a verlo, que tiene algo para usted. Ya me contó lo de los sardos, ¿eh? –le guiñó el ojo y le dio unas palmaditas en la espalda invitándolo a retirarse. A Chava se le fue otra vez el alma hasta las patas.

Antes de cruzar el umbral, el comandante lo retuvo:

–Le van a pasar el expediente en unas horas. Quiero a esos cabrones de la Liga Comunista antes de una semana, ¿eh, Chava? Antes de una semana y váyase a bañar, porque apesta a wiskhy.

Con un movimiento cerró la puerta.

VIII

La barra de la cantina mostraba aún los orificios de bala de hacía unos días, cuando sardos y judas mostraban su precisión de tiro, con funesto resultado para estos últimos. Todavía era temprano y los meseros traían cubetas y trapeadores para dejar reluciente el lugar. En la rocola sonaba la voz de Sonia López.

A nadie le extrañó ver a Chava en La Morena, donde acostumbraba echarse sus tragos con los cuates de la corporación.

El Grandote enfiló apresurado hacia la gerencia. El ruido del acomodo de mesas y sillas lo reconfortó. Esa era su casa; ahí pasaba más tiempo que en la propia comandancia o su departamento. Los cristales se cimbraron con las trompetas de La Santanera: "Después… de haber rodado tanto, vagando sin rumbo por negros caminos, al fin…  regresas a implorarme fingiendo un cariño que nunca has sentido."

–¡Chava, Grandísimo, ven aquí! –Escuchó al final de la barra. El grito procedía de la caja registradora. Ahí distinguió al gerente con un mandil anaranjado, quien lo llamaba con un ademán exagerado. Tampoco le resultó extraño, el lugar proporcionaba todo tipo de servicios a los parroquianos, sólo que nunca había puesto demasiada atención al administrador del lugar ni a los placeres de quienes precisaban su piquete de ano.

–¿Qué te sirvo, animalote, el whisky de siempre o prefieres una cerveza para empezar? –inquirió acentuando lo aflautado de su voz. Chava advirtió, ahora sí, las delicadas manos del cuarentón.

De uno de los cajones por debajo de la caja, el gerente sacó una bolsa de papel y la puso sobre la barra.

–¿Buscabas esto? –le preguntó guiñándole el ojo. Chava vio asomar por entre el papel estraza el resplandor de su placa. Abajo estaba la del Bigos. Extendió la mano para tomarlas, pero el sujeto las apartó de un manotazo.

–Todavía no, Grandote. Aún no negociamos los términos de la rendición –le reviró–. Sé que tienes por ahí una deuda con la justicia y, además, te ahorro un pedo con el coronel –Su boca trazó la sonrisa de quien juega con ventaja. La música no dejaba escuchar bien.

"Te amé… quizá como a ninguna jamás en la vida había querido y tú… nomás por un puñado de oro cambiaste tu signo y el mío."

–¿Qué quieres exactamente, cómo te las rateastes? –preguntó Chava a bocajarro. Comenzaba a impacientarlo el jueguito.

–Uuuy, mi comandante. Usted tan listo y yo tan cabrón, ¿no se lo imagina? –le dijo mientras cruzaba los brazos sobre el mostrador, acercando su rostro al judas.

El Grandote sacó su pistola de un movimiento. Con la quijada trabada del coraje lo encañonó.

–¿Sabes lo que les ocurre a los que se quieren pasar de vivos? ¡Dame esas charolas! –cortó cartucho. Con los últimos acordes de la canción se escuchó el sonido del arma por todo el local. Los meseros se acercaron a donde tenía lugar la discusión.

–¡Cálmese, mi jefe! –protestó el gerente, moviendo las manos–. Los sardos me las dejaron encargadas. Esto nomás es un negocio y mis muchachos de aquí comen. Además, estaban tan briagos que ni se acordaron que las dejaron como anticipo.

Si nomás te quiero un ratito, galán; si quieres aquí atrás. Con lo que me encantan los culitos norteños –dijo aprentando los labios.

–Pues si no me das las charolas te voy a meter el cañón por donde te gusta –amenazó el judas.

–Ay, pues no estaría mal, yo estoy abierto a las experiencias nuevas, pero ahorita no porque ando rosadito –respondió con sarcasmo–. Pero creo que no te conviene, porque mis muchachos y yo sabemos lo que apostaron tu compañero y tú, y creo que tiene que ver con lo que apareció hoy en los periódicos, ¿o no?

–¡Vete a la chingada, pinche puto!

Soltó un tiro. El proyectil fue a impactarse en la vitrina donde exponía las botellas, dejando correr su líquido ambarino. Tomó al gerente del mandil y le metió el cañón en la boca.

–¡Las charolas, cabrón! ¡Ya! –ordenó Chava. El gerente se las extendió con un ademán teatral.

–¡Todos atrás! –gritó con el arma en alto. Se abrió paso entre los meseros hasta alcanzar la puerta.

–¡Pinche Grandote, si hasta te iba a gustar, pendejo! –Alcanzó a escuchar el judicial–. ¡Ahora te van a dar hasta dejarte guango!


IX

Los golpearon hasta dejarlos inconscientes. La saña fue mayor con quienes pedían clemencia. Los puños de los agentes se estrellaban, una y otra vez, en el rostro, en la boca del estómago, en los testículos, abriéndoles los labios y las cejas, hinchándoles los pómulos.

–¿Quién se robó la pinche lanza, culero?, ¿quién se los ordenó? ¡Contesta! –les preguntaban a los de la Liga Comunista.

–¿Se sentían muy gallitos con su atentado, verdad, jotitos? Pero ahorita los vamos a hacer cantar –Y volvían a golpearlos hasta que se desmayaban.

Chava presenció los interrogatorios en los separos de la Procu sin que le remordiera especialmente la consciencia, hasta que uno de los muchachos, uno de los pesados, de los que integraban el Comité Central de la Liga, con contactos en Moscú, según le dijo uno de los agentes que apenas había ingresado a la corporación, comenzó a soltar la sopa.

–¡Fueron dos de sus agentes! ¡No fue la Secreta! ¡Todo fue montado por dos de sus agentes! ¡Ya párenle! –suplicó el muchacho–. ¡Me dijeron los rusos que fue un altote en una carcacha, un Valiant o una Rambler, y el otro era un bigotón de Morelos! ¡Ellos lo saben, pregúntenles, no les miento! ¡Pero ya párenle! –volvió a gritar. Los torturadores tomaron nota de la pista.

Se le heló la sangre. Era cuestión de horas para que sus compañeros ataran cabos y se dieran cuenta que él y el Bigos eran los culpables. Además, si hablaba el gerente de La Morena, denunciando no sólo el robo de la lanza, sino la agresión en su establecimiento, serían ellos los que estarían colgados recibiendo tamaña madriza y quizá hasta los desaparecerían luego de ser sodomizados por todos los agentes de la corporación, sobre todo por los del sector 31, que les traían ganas.

Se alejó del lugar pretextando ir a orinar, a fumarse un cigarro. Arrastraba los pies. Le pesaba hasta el plomo de la pistola. ¡Qué pendejo! –murmuró entre dientes–. Con razón se peló el Bigos. A esta hora ya debe estar escondido en su madriguera, y yo aquí, exponiendo el pellejo.

Apretó el paso. Un sudor frío le bañó la frente. Sintió cómo la humedad le impregnaba la camisa. Al subir por la escalera se topó con tres hombres de franco. Ya los había visto antes, pero no recordaba dónde. Eran de la Federal. Bajó la mirada queriendo evitarlos, pero se le acercaron unos metros más adelante.

–Oye, ¿tú no eres de Tecate? –le preguntó el más joven.

Se le quedó viendo sin contestarle, seguro de que en lugar de su voz le saldría un chillido.

–¿Se siente bien? –preguntó uno de los agentes al advertir cómo el rostro de Chava se ponía blanco–. ¿Quiere que lo llevemos a la enfermería?

Se acordó que había conocido al Federal hacía unos meses allá por Polanco, luego de que lo relevaran por haberse indisciplinado. Así le llamaron a ese arranque de orgullo que tuvo con la actriz que custodiaba… Elsa Aguirre o... no se acordaba bien del nombre; le daba igual. La mujer le pidió de mala manera que le comprara cigarros y Chava, indignado por tamaña afrenta, le aventó los billetes en la cara. La artista le armó un escándalo por todo lo alto. Fue precisamente ese jovencito el elegido para sustituirlo.

–Estoy bien, estoy bien, sólo que estoy crudo, disculpen. Necesito aire –Los alejó con el brazo.

Se le hizo eterna la distancia hacia las puertas de cristal que daban a la avenida. Antes debía cruzar los torniquetes de entrada y salida para alcanzar la calle. Vio entonces al gerente de La Morena dirigirse hacia el mismo acceso. Iba distraido, jugando a equilibrar un ramo de flores y una botella que llevaba en las manos.

Chava se dio vuelta de inmediato, gesto que no pasó desapercibido para el policía que resguardaba el acceso, quien estuvo a punto de tocar el silbato de alarma. Por instinto, el Grandote se llevó una mano al estómago y otra para cubrirse la boca. Encorvado se volvió hacia el guardia haciéndole una seña con el dedo de que se dirigía a los baños y luego regresaba.

A medio camino vio una columna; ahí se guareció. Vio pasar al gerente dirigiéndose hacia la oficina del comandante en jefe, ocupado en sus malabares. Esperó cinco, diez minutos y volvió hacia la salida. El guardia lo reconoció:

–¿Todo bien, jefe? –le preguntó.

–Todavía ando pedo, güey –reviró el Grandote e hizo un remedo de volver el estómago. El uniformado pegó un brinco para que no lo salpicara. Con las manos le dijo que se apurara. Chava le dio vuelta al torniquete, cruzó los cristales y alcanzó la acera.

El sonido de los autos, de la gente cruzando por la avenida; el olor a garnachas y a gasolina quemada le hicieron pensar en la dicha de la libertad, pero no tenía mucho tiempo. Encendió su Rambler. Se pasó no supo cuántos altos hasta llegar a la vecindad.

Sin apagar el motor se bajó del vehículo. Subió hasta su vivienda. En una bolsa echó unas camisas, ropa interior, dos pantalones, sus botas y una chamarra para el frío. ¡Chínguen a su madre los muebles, el resto de sus cosas, el pinche aguinaldo! ¡Hay que pelarse! No paró hasta la central camionera. Ahí abandonó su nave.

Intentó calmarse antes de llegar al mostrador. Pidió un boleto para Tijuana. Pensó que así despistaría a quien intentara seguirlo. Luego tomaría otro camión hasta Tecate o se pasaría al otro lado. El chiste era llegar a sus terrenos, donde tenía contactos y familiares, quienes seguro lo ayudarían. En eso pensaba mientras abordaba el Pullman.

Respiró profundo al reclinarse en su asiento. El camión arrancó hasta perderse en la madrugada.


X

Chava no regresó a México sino veinticinco años después. Fue preciso que uno de sus sobrinos, periodista de El Día, le pidiera ayuda para identificar a un pariente fallecido en el sismo del 85.

No fue fácil convencerlo. El viejo judicial le dijo que para qué, si no tenía intención de que lo enjaularan a esa edad. Para esas fechas ya había aplanado casi todo el noroeste del país. Traía fama por Sinaloa, Sonora y las Californias, que conocía al dedillo, cómo no. Pero las faldas y las farras lo arrastraron por un tiempo hasta San Luis Potosí y Jalisco. En realidad no sabía hacer otra cosa más que andar madreando gente, y además le pagaban por darse gusto. Lo más cerca que llegó de la capital fue Morelos, donde el Bigos le consiguió trabajo, al que tuvo que renunciar cuando su jefe le pidió llevar unos papeles al Defe.

Fue el mismo Bigos quien lo buscó después del robo, llevándole noticias de la capital, que siempre eran nefastas:

–Te andan buscando, carnal. Yo mero vi unos expedientes de la Secreta con tu foto, pero no te los puedo pasar porque me juego el pellejo –le decía unas veces.

–No manches, güey, dice el procurador que no nos va a aumentar el salario hasta que demos con quien se robó la pinche lanza y ya hay dos agentes del sector 31 que nos siguen la pista. Mejor me pelo contigo, porque dicen que como sepan quién hizo esa pendejada le van a cortar los güevos. –Y se desaparecía por meses, dejando al Grandote en la zozobra, y entonces se echaba otra vez pa'l norte, y de nuevo el Bigos volvía a llamarlo para contarle que la seguía debiendo. Así se fueron los años.

Por fin dio su brazo a torcer. No había pa’ donde hacerse con el tío Eleuterio, uno de los primeros que sacaron del edificio Nuevo León en Tlatelolco. Había pasado apenas un semana desde que la tierra se vengara de los chilangos y la ciudad era un desastre: los hoteles y cabarés donde Chava había pasado su juventud, los edificios y vecindades que recordaba de su niñez, ya no existían; había sólo cascajo. Una cortina de humo se extendía por la ciudad.

Nadie lo reconoció. Su sobrino lo llevó hasta el estadio del Seguro. Ahí lo esperaba el cuerpo desecho de su pariente sobre un bloque de hielo; la mitad de la cara estaba irreconocible, pero era él, lo delataba el lunar en la barbilla. Debieron usar cubrebocas para soportar el olor a muerto, a sudor y caca. Los anotaron en las listas, pero el cuerpo debían quemarlo luego luego. Tuvieron suerte: mucha gente se iba con las manos vacías, con la desesperación en el rostro, con esa sensación de que la pinche ciudad caería de un momento a otro. Antes de irse, le pidió a su sobrino que lo llevara por Reforma. Quería sacarse la espinita.

El viejo Ford no pudo avanzar mucho por las principales zonas afectadas; las ambulancias y patrullas impedían la circulación por tramos. Por la glorieta de Colón, un camión del ejército les cerró el paso. Les mostraron sus charolas. A regañadientes los dejaron continuar. Se estacionaron en el camellón del monumento a Cuauhtémoc. Se oían sirenas, golpes de herramientas, órdenes a gritos. Roberto sacó su cámara y se puso a trabajar. El cine Roble ya no existía. Del otro lado de Reforma, el hotel Continental también había colapsado.

Chava no se atrevió a salir del auto. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Alzó la vista y sí, ahí seguía la estatua del ultimo emperador azteca. Se estiró aún más, hasta que sus ojos se toparon con la lanza de reluciente bronce, como si siempre hubiera estado ahí.

Estalló.

–¡Pinche Bigos, seguro supo que ya habían encontrado la lanza y no me dijo nada, cabrón! –gritó.

–¿De qué hablas, tío? Esa lanza siempre ha estado ahí –le respondió su sobrino azotando la puerta, sin prestarle demasiada atención. Del asiento trasero sacó una maletita, de donde extrajo dos rollos de película.

–¿Cómo la encontraron? ¿Llegaron a la vecindad o qué? ¡Tantos años de andar a salto de mata! –prosiguió.

–Mira nada más cómo va esa gente. –Su sobrino le señaló un grupo de jóvenes que llevaba a un herido en la camilla. Salió a hacerles la foto.

–¡Jálate para la Roma, vamos a la vecindad! –le ordenó Chava desde la nave–. ¡Seguro que aquí hay gato encerrado!

En el trayecto se quedó pensando cómo le habrían hecho para recuperar la lanza y quién les habría dado el pitazo, seguro el piche Bigos, cabrón. Hacía calor, tanto que se le antojó una cerveza, pero una Pacífico, como las que sirven con camarones en Sinaloa.

Dejaron el coche sobre la avenida, porque en Medellín un edificio amenazaba con caerse. Los guachos les hicieron indicaciones para que rodearan. No había modo. Decidieron irse caminando.

Llegaron a la vecindad. Desde el antiguo portón podía distinguirse el ala izquierda, dejando ver una boca chimuela en lo que fueran el segundo y tercer pisos, con paredes en tonos chillantes, viejas lunas estrelladas y colchones con alambres oxidados. Los guachos acordonaban el lugar, alejando de mala manera a los antiguos moradores. Al rato, los soldados se arremolinaron para tomar su rancho. Los vecinos salieron para recuperar lo que podían.

Ya se iba cuando escuchó que lo llamaban. No lo reconoció de inmediato, aquel hombre debía tener unos 35 o 40 años. Hizo un esfuerzo para ubicarlo pero fue inútil. Era Alfredo, del 301. Iba a rescatar las joyas de su mamá. En un momento de la charla, mientras aguardaba a que otros mostraran lo que habían sacado de los escombros, Chava le preguntó si en la azotea habían encontraron un palo grandote terminado en punta.

El hombre recordó que sí: el dueño encontró ese palo –sin albur– junto a su lavadora y le pidió a varios vecinos que lo subieran a la azotea. “¡Pesaba un chingo, don Chava!”, le dijo. Por muchos años lo usaron para mantener en alto los tendederos. Un día les dijeron que iban a desocupar la azotea para no sé qué madre y quitaron todos los trebejos. Entonces la cortaron y vendieron al kilo, pero no lesdieron mucho por ella, quesque porque no era original.

–¡Háganse para atrás! –les gritó un soldado con el rostro terroso. Ambos obedecieron. En los ojos rojos del uniformado adivinaron que tenía días sin dormir–: ¡Vamos a seguir removiendo escombro! Necesito diez voluntarios –pidió.

Alfredo alzó la mano y se fue con los sardos. Entre el gentío ni se despidió.

Chava se fue pensativo hasta la avenida. Antes de subirse al coche le pidió a su sobrino que lo esperara a las siete en la terminal de autobuses de Taxqueña. Le faltaba arreglar un asuntito.

Mientras el Ford se perdía, Chava se fue caminando sobre Insurgentes. Parecía como si le hubieran cambiado la ciudad que conocía por otra, cacariza, con edificios que le dejaban ver sus entrañas sin alma, con cristales rotos, escritorios y sillones que en algún momento fueron ejecutivos.

No supo cuánto tiempo avanzó hasta entrar en La Morena. El tugurio seguía en pie. Pero con menos parroquianos. Buscó una mesa junto a la barra. Ahí seguían los agujeros de bala, como cicatrices del propio rostro. Llamó a uno de los meseros.

–¡Tráeme una Pacífico, pero bien helada! –pidió.

Antes de que se fuera, lo tomó de la manga.

–Oiga, joven, ¿sigue Juventino, el gerente?, ¿si lo conoce, verdad?, porque no lo he visto –preguntó en voz baja.

–¡Cómo no, señor! Se nota que hace tiempo no viene. A don Juve lo metieron a la cárcel hace como seis años –el mesero se acercó para susurrarle–, quesque porque quiso extorsionar a un político picudo… ya ve que andaba con sus joterías –remató.

–Entonces tráeme unos camarones enchilados –se le dibujó una sonrisa en la cara.

La birra no le duró mucho tiempo, luego pidió un whisky. Le llevaron la botella. El calorcillo le subió por el estómago. Le echó una moneda a la vieja rocola. Los gustos habían cambiado: Juan Gabriel y Rocío Durcal, las Pandora, Joan Sebastian. Eligió a este último. Tampoco había muchachas para bailar.

No le cabía en la cabeza que en todos esos años sus compañeros no hubieran hilado los hechos para concluir que el Bigos y él habían sido los ladrones de la lanza, y luego ese cabrón dorándole la píldora… No se contuvo el coraje...

–¡Pinches pendejos! –dijo en voz alta. Lo voltearon a ver dos parroquianos; pensaron que les dirigía el insulto.

–¿Qué, cabrones?. ¿Les quedó el saco? –Se sacó la pistola con la derecha al advertir su mirada. Había usado ese movimiento mil veces.

–¡Vengan acá si tienen güevos! –les gritó tambaleándose, con los ojos extraviados. Los hombres alzaron las manos en señal de rendición y buscaron protegerse debajo de la mesa. Soltó dos balazos al aire.

–¡Saquen a ese pinche loco! –alcanzó a escuchar– ¡Llamen a la policía –gritó alguien más.

Tiró dos plomazos más. Su tiro seguía perfecto. Estaba pedo pero no pendejo, si bien que le atinaba.

–¡Yo me robe la pinche lanza de Cuauhtémoc, ojetes! ¡Fui yo, culeros, que sí tengo pantalones!, –estalló en una carcajada incontenible nada más terminar su reto. Varios clientes aprovecharon para salir despavoridos. Uno de los meseros llamó a la patrulla.

Tomó la botella y se empinó dos copas más al hilo. Pasó entonces a invitar a quienes no habían podido salir:

–Yo les invito esta ronda, aquí mi dinero sí vale. –Iba a decir más, pero el alcohol le atoró las palabras. Escuchó una sirena acercándose.

Se sirvió otra más. Esta vez paladeó el licor con todo el tiempo del mundo.

–¡Chingue a su madre!, si nunca voy a aparecer con Cuauhtémoc en los libros de historia, por lo menos me robé su lanza –dijo antes de apurar su copa. Los agentes ya traspasaban la puerta del local.

 

 


 

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Ilustraciones:
Jilie Elliott-Abshire, www.freeimages.com
Alberto Trejo
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e_anka, www.freeimages.com


Antonio Trejo Galicia  (Ciudad de México, 1971). Es el jefe de información y editor de la Gaceta de la Facultad de Química de la UNAM, además de articulista del sitio web de periodistas ciudadanos elhorizontal.com. Asiste al Taller de Creación Literaria de la Editorial de Otro Tipo, a cargo de Walter Jay Nava.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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