Todas las personas la tienen en el mismo lugar; cumple funciones lingüísticas, digestivas, sexuales o expresivas, algunas más desarrolladas que otras según los intereses, formación o salud mental y física del poseedor.

Pero, a pesar de esa aparente uniformidad, llega a tener características muy particulares en cada uno de los individuos; a simple vista, es un musculo semiplano, redondeado, de papilas marcadas, que en la escuela nos enseñan a representar de color rojo, pero podemos encontrarlas rojo claro, rojo intenso, blancuzcas, grisáceas, rosas o medio amarillas. Algunas tan porosas como esponjas, otras lisitas y parejas; a veces como luchador romano: mordisqueadas y maltrechas.

Una lengua puede llegar a ser tan única o decir cosas tan particulares de su poseedor, que hay médicos que simplemente con verla dan un diagnóstico del padecimiento. También, a través de la lengua, la medicina alternativa china puede establecer no sólo los malestares físicos sino los emocionales, según el color o la textura de esa protuberancia eternamente húmeda, que puede terminar en pico o ser roma. En cuanto a extensión, hay quienes alcanzan a juntar la punta de la lengua con la punta de la nariz (actividad inútil pero asombrosa), y otros que apenas pueden rebasar el labio superior.

En casa de mi abuela paterna, cuando alguien come o bebe algo que está muy caliente, en vez de hacer la advertencia para que nadie más sufra una quemadura, dice que está acedo, con la intención de que los demás también prueben y comprueben si es verdad lo que se dice y la curiosidad los queme, literalmente; para las visitas, ésta es sin duda una gran novatada.




El saber del sabor

Tengo la fortuna de que tanto mi familia paterna como materna sea de gran tradición en gustos culinarios; con la primera, proveniente de Jalisco, he tenido la dicha de saborear un exquisito pozole blanco, un guisado típico llamado cuachala —que consiste en pollo desmenuzado en una especie de mole a base de chiles rojos, tomate y masa de maíz, servido con cebolla desflemada sobre una tostada—, unos frijoles de la olla como en ningún otro lado los he disfrutado, así como ensaladas, lasañas y café bien cargado y bien “acedo”.

Y tomando en cuenta que parte de esta rama de mi árbol genealógico vive en la costa nayarita, cada visita por aquellos tropicales rumbos no omite la degustación de pescados y mariscos, de los que puedo resaltar el delicioso pescado zarandeado y el ceviche de pescado o camarón cocido en puro jugo de limón.  Por parte de la familia de mi madre no es menor la variedad de platillos con los que, sobre todo en fechas especiales, nos deleitamos: mole verde, pozole rojo, tostadas de pata, pastas, bacalao, ensalada de pavo ahumado, salpicón y un largo, exquisito y voraz etcétera.

Además, yo no tuve que ir tan lejos ni esperar una fecha determinada para consentir mi paladar con la gran sazón de mis padres. Nunca nadie ha podido superar las milanesas, las tortas de papa, los licuados, el pastel de zanahoria, el soufflé de atún, los sándwiches ni los caldos de mi madre. Y cómo no extrañar la carne asada marinada en cerveza, las pacholitas, la carne tártara o la cochinita pibil que prepara mi padre y esos lugares excéntricos a los que nos ha llevado y donde aprendimos a degustar tacos de cabeza, todo tipo de moluscos y crustáceos, caldo de gallina con huevos ahogados, machitos o salchichas Frankfurt.

Quizá ellos, sin darse cuenta, hicieron de mis hermanos y de mí las personas más heterogéneas en varios sentidos: en el rubro musical crecimos escuchando con el mismo gusto a Los Beatles, Queen, Led Zepellin, Los Doors, La Sonora Dinamita, El Pirulí, José Alfredo Jiménez, Mecano, Miguel Bosé o Tchaikovsky; en el culinario, aprendimos a comer de todo. Mi hermano era un poco remilgoso, pero mi hermana y yo queríamos escuchar las conversaciones de los adultos así como estar comiendo sus platillos, ella siempre con más exigencia y seguridad; yo, detrás, quería probar, curiosear, saber más, madurar a través de la lengua; pedíamos que no nos mandaran a dormir y que no nos llevaran la carta infantil. Desarrollamos un gran gusto por el gusto a fuerza de conocer a qué sabía el mundo.

¿Qué más saber que el sabor? ¿Qué más memoria, añoranza, que la que se queda impregnada en nuestra lengua? ¿Cuánta historia, cuánto de nosotros puede contener un músculo de tan pequeñas proporciones? Dicen que el cerebro piensa y el corazón siente. La lengua, punto intermedio entre ambos, debe ser el encuentro de esos dos, donde se ponen de acuerdo, dialogan, se deleitan o desencantan juntos y donde, irremediablemente, el cerebro termina cediendo un poco más a la hora de probar, pero no a la hora de registrar el recuerdo de eso que acaba de entrar por nuestras papilas gustativas.



Se nos soltó la lengua

Sin meternos con la función lingüística que cumple el órgano que nos ocupa, que ciertamente es una manera determinante de expresión y evolución del ser humano pero justo por eso se antoja más para una honda reflexión a parte; la lengua tiene cargas simbólicas y comunicativas por sí misma. Es también expresión de la cultura.

Es una de esas partes privadas (optamos por tenerla dentro, fuera de la vista de los otros), pues nos han enseñado que al mostrarla enviamos señales ofensivas, damos la impresión de inmadurez o rebeldía, al exhibir la lengua se pierde la compostura, la mesura y la madurez. Uno prefiere no acordarse de los momentos de infancia cuando usó su lengua como defensa o venganza ante la amenaza de un cretino, aunque eso nos haya brindado por lo menos desahogo. Y, por otro lado, nos apresurábamos para hacer saber al adulto de más confianza que alguien nos había “sacado la lengua”, para recibir la respuesta: “no, todavía la tienes ahí adentro”. Obviamente, lo que queríamos denunciar es que habían osado recurrir a ese gesto perverso de enseñar la lengua. Aunque ahora parece que los métodos de intimidación han cambiado, de la lengua no se acuerdan ni los autores de libros sobre bullying.

Lo que no se puede negar es lo hilarante que puede ser un personaje de la vida pública mostrando la lengua. Es mítico el retrato que Arthur Sasse le hiciera a Albert Einstein en 1951, en el que el científico muestra su lengua pequeña y puntiaguda. El retrato muestra al genio y celebridad con tal desparpajo que lo acerca al común de la sociedad, lo humaniza, lo hace conversar con la gente normal. Aunque en ese momento Albert Einstein estaba cansado de los fotógrafos y esa expresión fue una manera de mostrar su molestia, tiempo después, cuando conoció la imagen, le pidió algunas copias a Sasse y tras una de esas copias escribió a modo de dedicatoria para un periodista: “Este gesto te gustará, porque va dirigido a toda la humanidad. Un civil puede permitirse hacer lo que ningún diplomático se atrevería″.

Otra famosa representación de la lengua es el emblema de la banda británica The Rolling Stones. Expresa rebeldía, pasión y sensualidad debido a la plasta de rojo intenso que le da color. Según se cuenta, el diseñador de este logo se basó en la boca grande y tosca del líder de la banda, Mick Jagger, y en la representación de Kali, deidad hindú de la energía, brutal diosa destructora de demonios pero a la cual también le temen los humanos y que justamente es figurada enseñando la lengua.

Y qué decir de la utilización de la palabra lengua en la cultura popular: “De lengua me como un taco”, dicen de aquellos que suelen prometer cosas que de sobra saben que no van a cumplir; “lengualarga” les llaman, también “lenguaraz” o “deslenguado”. “Lengua de víbora” se refiere a la de aquellos cizañosos o envidiosos. Y le dicen a alguien que “se mordió la lengua” cuando critica o juzga un defecto del otro que él mismo padece. Sabes que fuiste inoportuno o hablaste de más cuando alguien te dice “se te soltó la lengua”. En fin, presumimos lo bien que nos sale un trabalenguas y nos cuidamos de no decir blasfemias para que no nos salgan “pelos en la lengua”.

Este órgano va, pues, más allá de sus límites físicos. Es memoria, sensualidad, irreverencia, nostalgia, dogma, experiencia, disfrute o desagrado; siempre reacción. Rompe paradigmas, pues es el músculo más fuerte y el más sabio.






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Ilustraciones:
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Sara Regalado (Ciudad de México, 1985). Periodista y fotógrafa. Se desempeñó como reportera, editora y articulista en el ámbito cultural y educativo del estado de Chiapas, donde publicó reportajes, entrevistas, crónicas, notas y artículos de opinión en el periódico Cuarto Poder y la revista Universa. En ese mismo estado se especializó en Apreciación Artística en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Se desempeñó como coordinadora de Difusión Cultural en la Facultad de Estudios Superiores (FES) Cuautitlán y publicó diversos textos en la gaceta de esa facultad. En 2015 concluyó el diplomado Comunicación y Filosofía: Multiculturalismo, Conocimiento, Ética y Estética, en la FES Acatlán.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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