Sanma no aji / Autumn Afternoon / El sabor del sake
Dirección: Yasujiro Ozu
(Japón, 1962)


 

Muecas de silencio. Espaldas encorvadas. La tristeza oculta de los colores vivos. Trípticos de hogares de papel arroz. Trípticos de viejos tristes que meditan en un rincón distante o que beben sake, rodeados de colegas, para saborear la soledad de una decisión. La quietud de una calle plagada de cosas vivientes cual pulcra mudez de hombres que llevan el tiempo en el alma. Las estancias de luz y simetría. Las estancias oscuras y sus signos corporales. Las derruidas estancias de los sabios desconsolados. La inmovilidad de los espacios íntimos donde todo es movimiento porque todo tiene el sabor de la añoranza.

Durante una cena ordinaria entre viejos colegas, Horie y Kawai advierten a Shuhei Hirayama que es momento de entregar en matrimonio a su hija de 24 años. El viudo administra una oficina rodeado de escenarios que parecen brotar de su situación: una incansable empleada prepara su boda; un profesor humorista que presume experiencias conyugales con una joven a quien dobla en edad; un primer hijo que lidia con los dilemas de un hogar marital. Y aunque el padre indeciso aún vive con su hijo menor, el posible casamiento de Mishiko sólo augura soledad. La incertidumbre emocional arrojará pérdidas significativas hasta que el veterano de la armada participa en una serie de andazas al lado de su querido maestro Sakuma, un borracho tragón y jubilado que aún goza de los cuidados de una hija soltera y madura que tiene piel de llanto.

El sabor del sake o un presente suspendido. En la última película de Yasujiro Ozu (1903-1963), los planos exteriores sugieren un horizonte de posibilidades. El conflicto del Shuhei evoca un pasado irrecuperable cuya imagen tiene la forma de las estancias y los comedores. El presente del filme no es una existencia completa, sino una sombra inconsistente como las figuras reveladas por las tradicionales puertas japonesas de papel arroz. En la entrada de la película, los cilindros de una fábrica son augurios de un futuro sugerido por las presencias familiares de calles y anuncios, y de casas y establecimientos que parecen pertenecer a una misma genealogía. La urbe es una promesa mientas que el hogar del protagonista absorbe la vida de una joven dedicada.

100%En la película cincuenta y tres del director esencial de los estudios Sochiku, el mundo exterior es una ciudad de objetos vivientes. A esta fisonomía alegre se une un desfile de mujeres que cruzan la profundidad de los planos. Luminarias, anuncios luminosos, farolillos mecanizados y rítmicas columnas industriales conviven con el ir y venir de muchachas que platican, sonríen, coquetean o caminan como visiones fugaces. La ciudad es el principio de un estado de ánimo. En el paso a paso de los planos inmóviles (que Ozu siempre filma a la altura de quien mira desde un tatami), el vacío de una aparente elipsis es un mundo de objetos y deseos palpitantes. Cada visión es voluntad de vida; cada mujer encarna un anhelo como si todas las muchachas fueran una sola: Michiko.

En una de las peripecias en que los viejos amigos emborrachan al profesor, el sabio Sakuma afirma que los hombres siempre se quedan solos. Esta sencilla afirmación encarna un mundo interior que Ozu presenta como una sucesión de trípticos imperfectos. Salas, habitaciones, oficinas, comedores y pasillos son asimetrías llenas de serenidad. Imágenes inacabadas que expresan la imposibilidad de la trascendencia al tiempo que acusan el equilibrio emocional de los hombres que comprenden que ha llegado el momento del retiro. El sabor del sake conjuga los espíritus viejos que vinieron de la guerra y las juveniles pulsiones que desean alejarse de ella. Historia de dos añoranzas, el punto final de la obra del director de Cuentos de Tokio (1953) plasma la reconstrucción emocional de una sociedad donde la quietud de una generación envejecida atestigua los impulsos afectivos de sus herederos desde el silencio y la soledad.

Como variación de Primavera tardía (Ozu, 1949), el desconsuelo visual de El sabor del sake tiene un contrapunto en sus dimensiones sonoras. El espacio siempre es triste, pero el sonido tiene esperanza. Como si se tratase de un filme silente, Ozu consigue la máxima expresividad de los gestos. Crea una melancolía honesta y profunda al mostrar posturas corporales que comulgan con el espacio en silencio. Sin acudir al sistema expresionista occidental, el interior de los personajes está exteriorizado y la textura de las cosas está interiorizada. A pesar del tono desconsolado de esta pantomima expandida, el  japonés renuncia a unificar el sentimiento. La oralidad es una colección de amenidades. La música es entusiasta y rítmica. La palabra también testimonia la fe como el momento en que el profesor Sakuma, conocido como El Calabaza por sus pupilos, advierte que no hay que perder el tiempo pensando en la eternidad porque es mejor disfrutar el sabor del sake.

Hay un consenso de los críticos sobre esta película: se trata de la suma poética de Yasujiro Ozu. La cámara fija. El tatami. La fotografía de Yuharu Atsuta. Chishu Ryu en el papel principal.  Los encuadres profundos que chocan con las múltiples máscaras del papel arroz. Las sombras y los cuerpos. Los fractales que sugieren el ser o la ausencia del mismo. El color apaciguado por la quietud de los personajes. La quietud misma como tormenta espiritual. La impresión de familiaridad por la sinonimia de las formas. Instantes de pensamiento zen. El acto de filmar concebido como una caligrafía que ofrece toda clase de figuras sin ninguna esperanza de que permanezcan. La negación de la perpetuidad en una película donde el sake es la caligrafía.

Cada vez que la bebida está en las manos de los más viejos, miramos la materia de un tiempo que se ha ido, pero también la certeza de que es necesario renunciar para dejar lugar a quienes siguen detrás. No fue este filme intemporal una sociología de la posguerra en el Japón. No fue una traducción del mundo zen. Tampoco es un ejercicio de mera contemplación. Es un estado de ánimo (y sus variaciones) que recuerda la voluntad de una generación para añorar su propio pasado al mismo tiempo que añora la búsqueda de un equilibrio emocional para un futuro que quedó en manos de sus herederos. Es el sabor de la plenitud; es la fugacidad de todo aquello que valió la pena vivir para dejar vivir.




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Rodrigo Martínez. Es maestro en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, La revista, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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