POESÍA/ Junio - Septiembre 2016 / No. 62-63

La motocicleta negra de mi padre

 


Jesús Montoya

 

Palabras sí pero poesía no. Miles de palabras pero poesía
no. Palabras duras, reales, salidas de los poros y pegadas
a ellos. Palabras sí pero no tierra inmóvil ni laberinto.
Palabras, miles de ellas, por todas partes respirando
como un salvaje que no arrastra su reflejo. Palabras sí,
pero no como carne empaquetada, sino como carne real.
Palabras con dentadura abierta luchando por un gajo de
futuro. Palabras sí, interminables y anchas y bailarinas,
pero poesía no. Poesía nunca más.

Ernesto Carrión, Manual de ruido



La vida va quedando atrás cuando mi padre y yo atravesamos como una bala el trópico
en su motocicleta negra,
         acuciantes rayos de sol se funden en la marcha y la brisa pasa fuerte
alrededor de este potro negro de metal,               parece que el tiempo se ha detenido
que intacto ha quedado a las tres de la tarde de un desolado primero de enero.
Mi padre y yo surcamos la carretera que une a San Josecito con San Cristóbal.
Los árboles se arremolinan como manchas temblando bajo el cielo.
Los árboles conocen el eje del perpetuo vuelo que he de amar todavía sin partir.
Los árboles rompen el murmullo asfixiante de la ciudad y la empuñan, una raíz que desdibuja el tronco al incendiarse.
Mi padre y yo vamos, vamos en el sonido del viento, lentamente y sin destino.
Uno a uno, nuestros recuerdos presionan el asfalto sin la piel
hundidos en silencio, y de pronto su voz alzándose, me cuenta del futuro.
Sus ojos verdes resplandecen en el cristal roto del retrovisor
como dos cicatrices que se abren ante mí. Y pienso que mi padre es un sobreviviente,
que la infancia ha de estar lejos ya, como otras tantas cosas. Y en ese instante imagino cada poema que escribiré
hechizado al regresar de esta eternidad sin nombre. Y en esa delicada imagen momentánea que sólo es capaz de tejer un viaje, donde el futuro es pasado y el pasado es pasado y el presente inocencia, la ciudad comienza a regresar para arrastrarse como un oscuro cuerpo sin nosotros: conozco cada recodo de su camino imposible
borde y filo que en la noche era capaz de imaginar
una delgada línea donde las cosas acaban por romperse,
                                        nada ha de retornar ahora a su cauce.
     Algunos me decían detente joven muchacho,
           y yo quedaba suspendido entre la tarde como un perro abriendo
con mis ojos el cielo tras las estepas o las calles o las aceras iluminadas.
Cuánto estruendo para decir que allí me esperaron mis amigos
           para dibujar el respiro cortado del nombre del día en que callado escribí
                     pero a quién habría de importarle
si no calqué la geografía de ese caserío inmemorial    si no canté más que un retrato helado
dormido en el tiempo            si me ahorqué semejante a una flor abandonada en ese patio frente a las alargadas caras de la familia,
si mis palabras brillaron en medio de hojas muertas que mi madre despedazó al encontrar.
         Arenas y ventiscas deslumbrantes monte adentro,
rincones de mierda de fríos puñales y cadáveres boquiabiertos esquina tras esquina,
                     fueron parte de esa voz que en su ceguera volcó la melódica estridencia
    del barrio que atravesé como un fantasma.
Nada tenía nombre, ni habría de tenerlo para mí.
          Aunque en el nombre se escondiera enloquecido
                   aunque en el nombre de la azotea del Rosalina ascendía en su escalera al cielo cuando Juan Diego murió       y escuché con plenitud
        una página en blanco es una puerta cerrada,
nombre de la cruz que lapida el viento bajo la Loma
nombre de las canciones de la Santísima trinidad de borrachos del barrio
                     escuché con plenitud,
caminante de San Cristóbal      a alguien debo algo y no recuerdo qué ni cómo pagárselo,
¿tengo algo qué decir?                     La muerte, como la poesía, es inconfesable.
¿En verdad, tengo algo qué decir?      La motocicleta de mi padre deja escapar el humo como un sueño,                    el humo es fruto de la ceniza, el sueño, de alguna voz.
La voz de mi padre desconoce el pasado, ese es otro de los reinos que se incendia.
Ahora, juntos vemos cómo se extiende la planicie de San Josecito y su podredumbre, su olor putrefacto. Mi padre interrumpe el futuro para cerrar una ventana y abrir otra: hijo, detrás de esa montaña está el basurero más grande de San Cristóbal. Cheo, mi padre. Escribiré. Sus ojos enternecidos. Adónde nos lleva la vida cuando. Escribiré. El viento es una sombra entre nosotros. Escribiré. Una delgada sombra por la que cruzamos en una motocicleta negra.
Y yo imaginaba que deambulaba a través de una puerta
que llegaría a inventarme despojado de mí.
Y acelerada la huella vía entrada vino la lluvia y arrancamos espléndidamente otra vez.
Y creía en este poema pero otra música era arrojada en la tormenta.
Y silencioso, crucé la Negra tierra que nombraba
y Negras eran sus casas de techos rotos por la senda
         Negro el lucero que ilusionó la carretera hasta Santa Ana
Negro el balbuceo inmóvil del ventanal hacia mí,
un viejo tendedero creciendo con la niebla en su imagen diluida
          Negro el coro de plegarias que me alzan.
   Algunos me decían canta joven muchacho,
                                 y yo elevaba en mi voz como un pájaro sangrante
esta tierra sin historia de montañas estrelladas al cielo,
esta tierra de palabras como las mías adheridas a la mudez de nuestros muertos
           esta tierra que encierra el desamparo de los caminos deshabitados
                                          esta tierra que se inclina en el verdor y la podredumbre
que no es pueblo ni ciudad ni hambre junta toda acumulada en la mirada
                                         de quien la sueña hasta quemarla
esta tierra de sórdidas emociones como granos de arena que el viento arrastra sin llevarnos
                     esta tierra donde el presente no es eterno ni mancha ni alegría ardiente
esta sonámbula tierra en que escribo con la lengua cortada desde el pasado,
                     pronunciando la misma traicionera oración de los años
esta tierra donde mi recuerdo vivo aún es joven para inventar algún perfume invernal
                                                esta tierra hedionda de campanas como palomas sueltas         grande como una casa cerrada
esta silenciosa tierra que mi padre y yo cruzamos a toda velocidad en su motocicleta negra.
*Este poema es inédito y pertenece a un libro en construcción.


 


 
* Este poema es inédito y pertenece a un libro en construcción.

­Jesús Montoya (Tovar, Mérida, Venezuela, 1993). Estudiante de Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana de la Universidad de Los Andes. En 2013 obtuvo el XXIII Concurso de cuento, poesía y ensayo, convocado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles (DAES) de la Universidad de Los Andes, en la categoría de poesía por la obra Primer viaje. En el mismo rubro, en 2014, su libro Las noches de mis años mereció el XII premio del Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana. También en 2014, fue merecedor del primer lugar del XVII Concurso Nacional de Poesía Joven Lydda Franco Farías convocado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello por la obra Fueron las olas.

 

 

 

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