Mi abuelo y yo teníamos un secretito. No se lo contábamos a nadie porque, como él mismo decía, la historia resultaba poco más que inverosímil. Todos los días, a eso de las tres de la tarde, cuando llegaba a la casona La Divina Intercesión, el grupo de oración que mi abuela presidía, mi abuelo y yo teníamos una cita. Nos encontrábamos en el jardín y luego de un gesto de complicidad, partíamos hacia la recámara de visitas. Si nos encontrábamos a la abuela en el camino y ella preguntaba por nuestras actividades, decíamos simplemente que íbamos a tomar la siesta.

Si alguna de mis íntimas hubiera sabido de mis sentires, seguro me habría tachado de recelosa. En mi defensa habría podido decir que mis sospechas estaban casi fundamentadas. Desde que mi nieta Inés se había plantado en la casa, recién estrenada su orfandad —mi hijo y mi nuera habían muerto en un terrible accidente pocos meses atrás— la armonía que ahí reinaba se vio alterada. Algo, súbita y silenciosamente, se fracturó.

Por la señal de la Santa Cruz. Mi abuelo cerraba la puerta. En el nombre del Padre, del Hijo y del. Yo me descalzaba. Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Inesita, acércate, me decía. Ven. Venga a nosotros tu reino. Dame un besito, mi niña, susurraba. Perdona nuestras ofensas como nosotros. Cogía del buró un aguamanil que contenía agua bendita, introducía en él su dedo corazón y cuando lo sacaba, me santiguaba. No nos dejes caer, no, en la tentación y líbranos del mal.

Amén de la criada, todos en casa se comportaban de manera distinta. Parecían otros. A mi marido, por ejemplo, se le ocurrió, de buenas a primeras, adoptar el hábito de la siesta vespertina, una actividad que toda la vida había condenado porque le parecía vil perdedera de tiempo. Bajo el argumento de que esos descansos por las tardes eran benéficos para la salud, convenció a Inés de acompañarlo a tomarlos.

Algunas veces, a la mitad de los rezos, me disculpé con La Divina Intercesión y fui hasta donde sabía que esos dos dormían la siesta. Me quedé parada del otro lado de la puerta, atenta, esperando que dijeran algo importante, que me mencionaran. Pero nada. Todo lo hacían en silencio.

Dios te salve, Inés, llenísima eres de gracia. Me sobaba los hombros. Bendita tú, Inés, entre todas, todas las mujeres. Sus manos regordetas me apretaban los senos como queriendo arrullarlos. Santa María, ¡ay, Madre de Dios! El miembro de mi abuelo se hinchaba por debajo de su pantalón al rozar una de mis piernas desnudas. ¡Gloria! Gloria al Padre, al Hijo y al. Sentía un burbujear en mis partes.

Después de algunas semanas de siestas y silencios, aconteció algo que  terminó por hacerme estallar de nervios. Inés dejó de gotear, por misterio divino, su bendita sangre de mujer. Se puso chillona y rejega. Y nos recitó a mí y a la doméstica, una y otra vez, la letanía de las comidas que la asqueaban. Que no quería pollo cocido porque la carne no crujía, que no más caldito de pescado porque el olorcillo le provocaba nauseas. Los síntomas no podían ser mera coincidencia. La chiquilla estaba preñada.

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y. Se desabrochaba la cremallera del pantalón. Se sacaba el miembro y, sosteniéndolo con una de sus manos, me sobaba suavecito el sexo. Dios te salve. Metía su miembro entre mis piernas. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva, a ti. Suspirábamos, mi abuelo y yo, gimiendo y llorando en un valle de esperma y delirio.

Si no le pregunté a Inesita a bocajarro de quién era el fruto de su vientre fue porque no supe cómo. Pensé que en determinado momento ella se acercaría a mí para confesarme cuándo, dónde y con quién. ¡Tan ilusa! Y aunque desde un inicio pensé que mi marido podía estar involucrado en el asunto, quiero decir que contemplé que él pudiera estar atesorándole a la niña la información que yo desconocía, no consideré ni tantito que él mismo fuera el mil veces infeliz que le sembrara a mi nieta la dolorosa semilla. 

Cuando mi abuela se enteró de la escandalosa ausencia del Señor Rojas —así es como ella se refería a mi reglame insinuó que me crecería un bulto en la panza. Me insinuó las estrías, las várices, los achaques y las tristezas.  Entendí perfectamente. No era para mí ya tan enigmática la creación. Agregó algo sobre irnos, ella y yo, de la casa por un tiempo. Tomar unas vacaciones, esperar a que el crío que llevaba en las entrañas naciera en otra parte, en alguna otra donde no supieran de mí. Dijo que eso sería lo mejor para los tres. Algo me decía que mi abuelo no estaba contenido en ese número.


Disimulando mi rabia y mi consternación, le propuse a Inesita alejarnos un tiempo del pueblo. Si bien es cierto que me motivaba el qué dirán, lo que yo más deseaba era arrebatarle a mi marido a su Virgen de las Vírgenes, a su Consoladora de los Afligidos; despojarlo sempiternamente de su Casa de Oro. Pero Inés no cedió. Se opuso a mi proposición con una obstinación escalofriante.

Tuve miedo de que el día menos esperado mi abuela empacara nuestras cosas y me llevara lejos contra mi voluntad. Esperando que él pudiera hacer algo por evitarlo, le conté a mi abuelo los planes de su mujer. Para pronto diseñó un proyecto de salvación. Curiosamente en éste, al igual que en el de la abuela, había también una especie de huida. Una mañana sacó de su billetera dos boletos de viaje con destino a un poblado que, según él, no aparecía en los mapas de México. Me ordenó que mantuviera discreción durante los días siguientes. Nos iríamos el viernes próximo, por la puerta de servicio y con mucho cuidado, en el preciso instante en que La Divina Intercesión orara La crucifixión y muerte de Nuestro Señor, el último misterio.

Un fin de semana, cuando una de las mujeres que venían a la casa a hacer las oraciones estaba por concluir el Santo Rosario, escuché que la sirvienta  les preguntaba con asombro a mi marido y a mi nieta que a dónde iban a esas horas. Mi marido dudó un poco en su respuesta y eso me hizo dudar más a mí. Sin el menor respeto, solté el rosario que sostenía en las manos y me asomé a la cocina para averiguar lo que estaba pasando. Cuando mi marido me vio entrar en ese espacio, quiso esconder de mi vista una pequeña talega que se asomaba del bolsillo izquierdo de su saco de casimir. Me lancé sobre él cual fiera colérica, le arrebaté la talega y la abrí temblorosa. Encontré unos boletos de viaje con destino a un poblado del que no tenía conocimiento. Supe inmediatamente de qué se trataba todo aquello. Lo dejé en la cocina intentando maquinar una explicación creíble. Corrí a nuestra habitación, abrí el armario y desenfundé la escopeta. No sabía lo qué estaba haciendo. Volví a la cocina y, sin miramientos, le reventé los huevos y los sesos a mi marido, seguidos unos de otros. He olvidado lo que sucedió justo después de su muerte.

Asustada de lo que había hecho, escuché llegar, un rato después, a los vecinos y a los uniformados. Preguntaron por el paradero de Inés y por las razones del sangrerío. Me miraron con más lástima que espanto y dijeron “parricidio” como alargando las erres. Parricidio, la palabra favorita del diablo.




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Ilustraciones:
César Díaz www.freeimages.com
Laurent Cottier 
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Luzdary Acosta (Guadalajara, Jalisco, 1996). Estudiante de Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Ganadora del primer lugar del certamen Creadores Literarios FIL Joven en las categorías de Microrrelato y Cuento corto, en las emisiones 2014 y 2015, respectivamente; así como de los concursos de Ensayo ¿Qué significa ser mexicano? (con motivo del centenario del natalicio de José Revueltas), organizado por el Sistema de Educación Medio Superior de la Universidad de Guadalajara; y de ensayo histórico El libertador Simón Bolívar, organizado por la Embajada de Venezuela en México. Participó en el Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea, emisión 2015. Algunos de sus textos han sido publicados en antologías nacionales e internacionales como Se oyen voces en el pasillo (Resortera, 2014), Un siglo de pura sombra (Programa Editorial del Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua, 2016) y Ensayos sobre el libertador (Programa Editorial de la Embajada de Venezuela).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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