Fuego


La casa había prendido maravillosamente. A través de las ventanas, el moblaje se desgajaba, se quebraba sobre sí mismo, se desvencijaba entre chispas crepitantes. Los cuadros se llagaban en óvalos que iban creciendo hasta tocarse y hacerse uno. Quise esperar hasta que el techo ardiera, pero el sofoco me obligó a marchar: luego de resistir un momento, el poder del fuego se reveló ante mí en su verdadera naturaleza y me asusté en grado sumo. Eché a correr con el corazón oprimido, así debe ocurrir siempre a los hombres en presencia de un incendio, ese instinto atávico de los ancestros que adoraban al rayo sagrado.

Bajé la cuesta casi despeñándome por el adoquinado de la calle —habré caído hasta dos veces—. Nadie salía de sus casas aún, a pesar de la potente deflagración. Una vez que hube llegado a la calle principal, el sonido de sirenas arrancó finalmente al barrio de su estupor de villa burguesa. Los aterrados vecinos abandonaron sus casas en ambulancias, mientras sus sirvientes sacaban los automóviles. Desde aquí habrá un kilómetro hasta la casa en llamas. Empiezo a sentir alivio. ¡Por fin! Es alivio, claro. Los cables se revientan y lanzan plateados espumarajos y un humo muy blanco, o quizás es el efecto de las chispas. Se han oído gritos de mujeres: pocas se resistirían a la tentación que la oportunidad brinda. Pero quisiera retirar lo dicho. Ha sido una expresión misógina. Y ya no hace falta ese tipo de expresiones. Sé que he sido un vil misógino desde siempre, aunque en silencio. Pero eso ha terminado. Eso acabó este día. Ya no tengo razón alguna para maltratar a ninguna mujer. Hoy lo supe. Sólo tenía que destruir a una para poder perdonar a las demás. (¿Perdonar? ¿Perdonar de qué y a quiénes?)… Yo sólo debía acabar con una mujer y así lo he hecho. Estoy aliviado. Tengo que confesar que casi no pude, que casi me retiré aterrado de su rostro lívido, que iba perdiendo rubor y ganando una palidez pavorosa. Pero no era la palidez sino sus ojos. ¡Oh, por Dios! ¡Sus ojos! Eran terribles. Aun pude observar un poco de odio en ellos, en medio del terror. Ahora que me miro las manos descubro el rastro de las uñas que intentaron arrancar la tenaza sobre los labios. Pienso que habrá piel mía en sus uñas —esos pruritos forenses que nos instauran los programas policiacos, las novelas negras, para los más cultos—. Pero el fuego se habrá encargado de confundirlo todo en el caos, hasta que ya nada se separe de su último destino. Bendito sea el fuego. El fuego es Dios. Sí, estoy aliviado. Ahora podré conocer a una mujer de quien pueda enamorarme. Está vencida, fulminada. Y no me serví de instrumentos brutales como metales o plomos, alambiques ni agujas. Ni siquiera imprimí una violencia onerosa. Sólo cubrí los labios con mis manos. Sus uñas se enterraron en mi carne, ahora lo recuerdo. Aquellos ojos llenos de odio como ningunos no me dejaban atender a otros detalles. Ahora me sale una inquietud. Me perturbo de nuevo. ¡Si uno pudiera recordar esa mirada la primera vez que la vio! Yo nací una tarde, como a las 3:00 p. m. Esa tarde seguramente miré esos mismos ojos con amor. Ella me habría visto de la misma manera. ¿Me habría visto de la misma manera? No lo sé. Pero ya tal cosa carece de la menor importancia. Es posible, no obstante, que jamás ame yo a una mujer. Eso me llena de tristeza.



Hay que despertar temprano


Un niño pinta. Lo hace en las paredes, mientras resulte encantador, es decir, por poco tiempo. Luego, va a los papeles hasta que se vuelve, verdaderamente, fastidioso. En el pizarrón del patio estará mejor. Allí pintará más, con efímeras tizas, por un buen tiempo, y el tema del dibujo en casa se olvidará enseguida. Pero, un día, llega la madre y lo mira desde el hogar. Lo mira absorto en aquel ejercicio inútil que pronto habrá de borrar la humedad y la brisa. Se alerta la mujer y, quizá, merced a algún culebrón romántico que viera en tele… ¡No! ¡Imposible! No se recuerdan telenovelas que hablen sobre pintores. Entonces, seguro por cualquier otra cosa casual y probable, la madre decide consultar con su marido si llevar al chico a tomar clases de pintura. Pero el padre se horroriza con la idea de tener un hijo maricón. La ignorancia del padre se revela no por su falta de sensibilidad —la mayoría de críticos de arte la presentan en altísimos grados—, sino por el hecho de desconocer que casi no hay pintores maricones. Si tuviéremos que recordar a un pintor con esas aficiones sexuales, todos responderíamos a coro, Bacon, y luego de pensarlo mucho. Bacon, porque Warhol no se considera artista entre casi nadie de la gente, y Miguel Ángel o Da Vinci son mitos deshumanizados. Lo cierto es que el chico dejará el dibujo para siempre. Antes de eso, hará una tierna despedida —tierna para este lector, por lo menos— a su arte. Se encerrará en el armario y allí, en medio de las más absolutas tinieblas, pintará arañas. Unas arañas maravillosas, y verdes, púrpuras, rojas. Y luego, el tiempo se encargará de destruir el resto.




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Ilustraciones:

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Luis Antonio Bedoya (San José, Costa Rica, 1975). Se graduó de Filología Hispánica en la Universidad de Costa Rica. Ha obtenido el Premio Permanente de Cuento de la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia 2009, con la obra El amor de Yu. Con esta misma editorial ha publicado el libro Relatos paganos (EUNED, 2010), y con la Editorial de la Universidad de Costa Rica, los poemarios La posesión de este mundo (EUCR, 2012) y La otra memoria (EUCR, 2015). Actualmente, se desempeña como profesor de latín, literatura y gramática, y como director de teatro. Bedoya es también músico, dramaturgo y crítico de arte.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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