ATALANTE / octubre 2017-enero 2018 / No. 70-71
 

Coco. Familia y biculturalidad



El viaje del héroe empapelado de Día de Muertos. La iconografía de la otredad en el descubrimiento de la familia como nexo de dos culturas. El recuerdo y el olvido a manera del conflicto espiritual que toda genealogía enfrenta. El habla bicultural. La imagen híbrida que, por su naturaleza también bicultural, apela al diálogo con el otro, con el distinto, al integrarlo visualmente en una fórmula de entretenimiento fílmico plagada de personajes necesariamente planos y de peripecias de estereotipo en el sendero de un viaje a la otra vida que es, en realidad, el descubrimiento del árbol genealógico como un conjunto de presencias fotográficamente expandidas en la memoria de los vivos.

Luego de ensayar a escondidas el cancionero de su ídolo, el cantautor fallecido Ernesto de la Cruz (copete y porte digitales de Pedro Infante convertido en sátira), Miguel ignora el veto que su familia impuso a la música por el anhelo de participar en un concurso. En la víspera del día de muertos, un incidente con una foto devela un misterio: el popularísimo cantor podría ser el padre de su bisabuela Coco. Inspirado por su aparente estirpe musical, el niño desestima lecciones de su familia de zapateros hasta enfurecer a su abuela. La anciana destruye la guitarra de su nieto para alejarlo de una presunta maldición. El infante huye a la plaza durante la noche del certamen y llega hasta la tumba de su músico preferido para llevarse la guitarra original que decora el altar sin pensar que allí iniciará una expedición por un sendero de cempasúchil.

Producida originalmente en un inglés con un repertorio significativo de vocablos en español ("where are you, chamaco?"), Coco es una colección de estereotipos del mexicano (y acaso del chicano), de saturaciones del espacio visual en una puesta escena más desbordada que la redundancia pictórica de Frida Kahlo y de gags desprovistos de una coreografía consistente (véase mejor el baile con fondo minimalista durante el descenso de Víctor en El cadáver de la novia, de Tim Burton) que logra el azaroso mérito de la biculturalidad. Con un guión apropiado para divulgar con suficiencia el modo en que las familia mexicana honra a sus difuntos (con diálogos didácticos a la Discovery Kids), el propósito de este filme no parece ser la representación animada de la tradición otoñal, sino el establecimiento de un diálogo cultural como una visualidad paralela al sonido (habla y música).

En Coco, palabra, imagen y sonoridad son biculturales. Los parlamentos mezclan idiomas del mismo modo que la construcción visual parte de la fórmula de las películas de aventuras para sazonarla plásticamente con elementos iconográficos y fenómenos sonoros alusivos a la identidad mexicana en el contexto de su honra a los muertos. Hay alebrijes fluorescentes y grifos mitológicos (Pepita) disfrazados de alebrijes; hay canciones rancheras en inglés con coros en español; hay tamales cómicos, chorizos trágicos y tíos con habilidades de Kung Fu Panda (2008); hay pétalos de cempasúchil doblemente simbólicos porque encarnan la celebración fúnebre al tiempo que el portal al mundo extraordinario y su respectivo descenso a los infiernos. La apariencia del filme es una mezcla de motivos decorativos de un ritual representativo de alguna identidad mexicana (porque hay diversas identidades en ese gigante que es México) con los elementos recurrentes de una industria cultural del cine.

A la hibridación bicultural se suma el tema en común de las identidades puestas en interlocución: una saga genealógica que vive un conflicto de restitución familiar. Coco o Moana de Día de muertos; Coco o el culebrón a la mexicana con todo y madre-bisabuela abnegada que saca a los suyos adelante hasta que descubre el engaño de algún indigno (que, encima, ni es familia) ya en la otra vida; Coco o cualquier película de aventuras que, por ejemplo, como en La guerra de los mundos (Steven Spielberg), ensambla un camino lleno de obstáculos donde un protagonista ignominioso para su apellido marcha hasta una prueba suprema que, por encima de todo, lo redimirá ante la mirada de su familia.

El filme dirigido biculturalmente por Lee Unkrich y Adrián Molina, y con producción de John Lasseter (Toy Story), muestra aquello que el mexicano (lo representado por el filme), más allá de su ritual exótico de noviembre, tiene en común con el norteamericano (el productor de la representación). La respuesta a ese escudriñamiento de la otredad mortuoria con paleta de naranja-cempasúchil, demasiadas secuencias de slapstick comedy y soundtrack con probadita oaxaqueña  (“La Sandunga” y “La Llorona”), es la familia como institución. La familia trascendida como motivo casi inherente a las representaciones sociales de los melodramas audiovisuales producidos por ambas mentalidades. La familia como núcleo de la anécdota y como punto de encuentro de las dos culturas que Coco representa para justificar la hibridación verbal-iconográfica-musical que atraviesa toda la película independientemente de que su plástica no logre cohesionar tantos elementos. La familia como conjuntos  de planos donde miembros vivos o muertos se agrupan aunque uno se ha extraviado mientras transita la noche de los muertos al lado de un tal Héctor.

Y aunque el filme incluye un inserto muy afortunado que caricaturiza el vacío en la poética de Frida Kahlo a la manera de seudoartista contemporánea, sus motivos visuales no parecer sostener la afirmación de que se trata de un homenaje al Día de muertos y a la vasta cultura que México produjo con sus creaciones en torno de esa celebración que hace tiempo fue declarada por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (aunque también existe en algunos rincones de Europa como Italia). En Coco, los grabados de Posadas están ausentes del mismo modo que alebrijes y nahuales son presentados como uno mismo. Los elementos decorativos de noviembre brindan una apariencia original al modelo de entretenimiento de Disney-Pixar. El resultado es una puesta en escena tan saturada que los personajes se pierden ocasionalmente en medio de tantas líneas, colores y capas como sucede con Dante, el perrito callejero, cuando torna en una criatura fluorescente capaz de volar por encima de los tres niveles (prehispánico-colonial-moderno) de la ciudad de los muertos.

La intención de los realizadores no era divulgar ni explicar el Día de Muertos en profundidad. No era necesario. Se trata de una animación de aventuras. Su labor consisitó en interpretar el ritual a través de una adaptación a una fórmula narrativa para aprovechar la plástica manierista, versátil y colorida de un repertorio iconográfico popular. Coco no intentó una expresión fílmica de la fiesta de los difuntos como fue, por ejemplo, el ejercicio de Sergei Einsestein a partir de los patrones de un rebozo en Que viva México (1930-1932). Los productores tomaron la tradición para crear las atmósferas de un mundo de ficción que, por ejemplo, aprovechó el ambiente y la vitalidad de un pueblo de zapateros y mariachis, y desaprovechó el motivo del papel picado al utilizarlo solamente como un sobrencuadre ilustrativo que no se proyecta en el espacio visual.

La estética híbrida de Coco es una didáctica de sucesos predecibles sobre la importancia de la familia, pero sobre todo funciona como una invocación de la disputa espiritual entre el recuerdo y el olvido. Si hay un motivo significativo en el arte de este filme más allá de las variadas manifestaciones del pétalo de cempasúchil (corona, sendero, portal, bendición, espíritu, luz, alimento), es el retrato de los familiares como presencia después de la muerte. El altar de Día de muertos de la familia Rivera está repleto de fotos: una foto mutilada es simultáneamente predestinación y misterio; una foto extraviada representa la búsqueda y la finalidad de Miguel; un fragmento de foto restituye el cosmos familiar; la foto de la propia Coco, la bisabuela que parece condenada a perder las memorias, provee de color al blanco y negro de toda una genealogía; o bien, arroja nueva luz sobre los suyos para no dejarlos en el olvido. “Recuérdame”, se intitulaba la canción principal de la película para aludir al mismo tópico.

En Coco, la foto del ser querido que se nos adelanta es una presencia perpetua y trascendida; la foto es el literal puente anaranjado entre el orbe de los vivos y de los muertos; es la ontología fotográfica por excelencia (André Bazin) en tanto que un retrato es huella de luz realmente percibida y proyectada por la fisonomía de una persona; es, de alguna manera, una parte de la persona o la persona momificada. El retrato cataliza la memoria de los vivos como la vida más allá de la muerte de quienes nombramos como nuestros difuntos.

 


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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es maestro en comunicación y doctor en ciencias políticas y sociales por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho e Icónica. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx). Actualmente prepara un libro colectivo sobre la noción de autor fílmico en la era del cine digital.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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