Después de la discusión, y a pesar de la insistencia de mi amiga Lucía, no respondí sus mensajes durante un año. Ella me había comentado que una amiga cercana pensaba que yo era muy “lencha”. Puedo justificar mi enojo con teoría feminista, hablar de la performatividad del género e incluso describir la violencia que conllevan los roles establecidos por el sistema hegemónico. Pero debo ser honesta: interrumpí una amistad de más de diez años porque ella me llamó lesbiana, y a pesar de no asumirme como tal, mi machismo interno ganó.

Eso ocurrió en 2016, fue una discusión, por mensajes, absurda y llena de omisiones sobre el verdadero problema. La pantalla se prendía, la revisaba de reojo, hacía una mueca y contestaba frases inteligentes sin un atisbo de honestidad. Comenzaba a resultarme agotador seguirla en diversos procesos emocionales, pero de eso nunca hablé porque preferí parecer ofendida en vez de hablar de las consecuencias del acompañamiento entre amigas, del autocuidado y de mis límites emocionales. En 2017 hablamos sólo para lo esencial: cumpleaños y el terremoto. No nos contamos nada íntimo ni nos pedimos disculpas. Sin embargo, ese año fue tortuoso. Transcribo de mi diario:

Viernes 4 de mayo

Hace dos días encontraron un cuerpo asfixiado en una cabina de teléfono dentro de CU. Era el cuerpo de una mujer. Las primeras notas periodísticas hablan del alcoholismo de Lesvy, de sus hábitos de descuido, de su novio. Se repite la frase “Ni siquiera era estudiante”. Mis compañeras están aterradas, quieren platicar pero no saben cómo. Hemos perdido la capacidad de reconocernos e intimar.


Ese día caminé del Metro Copilco a la Facultad de Filosofía y Letras. ¿Qué les diría a mis compañeras? Mientras caminaba, enredaba y desenredaba una liga, viejo hábito de ansiedad. Por los comentarios que leí en Facebook, la mayoría de mis conocidas estaba abrumada por la noticia. Era evidente que todo el día se hablaría del asunto, pero me angustiaba no saber cómo manejarlo. Asoleada, llegué a mi destino. Mis compañeras de clase miraban el piso. Mi mejor amiga me hablaba de sus emociones de forma entrecortada, como quien no entiende algo pero lo intenta explicar para aminorar el dolor, mientras miraba al techo para contener las lágrimas. A toda aquella que saludé la escuché decir frases como “deberíamos hablar, nos hace mucha falta”, “mi mamá no quiere que me quede a la última clase”, “mi familia no quiere que salga de casa”. Nos movíamos inquietas por los salones. A pesar de todo, logramos reunirnos.

La ausencia de Lesvy Berlín Rivera Osorio nos perseguía, la sombra de su muerte se extendió por todo el campus. No podíamos olvidarlo de un día para otro, la falta diaria de ella en la vida de aquellos que la amaron cuestionaba aquellas “seguridades” con las que asistíamos a clase. Mis compañeras, asombradas, percibían su cuerpo como una extensión de las otras. La vulnerabilidad viajaba a sus amigas, las habitaba por un momento y regresaba a ellas. “Cuando escuché la noticia tuve miedo de mí y de mis compañeras, ¿qué pasa si algún día ustedes no regresan a sus casas?” En el campus, muchas amistades se han forjado en el trayecto al metro, de regreso a casa. “¿Y si un día esperarlas para caminar juntas, algo que es tan normal para mí, ya no es posible? ¿Qué pasará si un día no están?”

Durante poco más de un mes nos reunimos dos veces por semana, pero la tranquilidad no volvía. Los espacios que pensábamos seguros dejaron de serlo. “Ahora siento que toda la confianza que tenía al llegar a la universidad fue una ilusión que me construí para no preocuparme por el mundo”, “es extraño, antes veía las noticias sobre feminicidios y desapariciones y, a pesar de que me afectaban, las sentía distantes. Ahora están aquí, me siento conectada con todas esas mujeres y me lleno de rabia”. De pronto, sin aviso previo, nos encontrábamos en el centro del peligro y del dolor.

En un comunicado, la Universidad ofreció reforzar la seguridad afuera de las instalaciones con patrullas que montarían guardia día y noche. Ese refuerzo físico no mejoró en nada el ambiente emocional, sólo lo empeoró. ¿Por qué habríamos de necesitar vigilancia las 24 horas? Porque corremos peligro todos los días. El refugio de los libros, las aulas y la paz de un atardecer en Las Islas había mutado en una amenaza. Aquel lugar que para muchas era el espacio libre de gritos familiares y de acoso callejero, el espacio que representaba para todas una vida mejor, ahora estaba calcinado. Parecía un terreno infértil donde nada podía nacer y en el que nadie quería sembrar. Ni la vigilancia extrema ni el redoble de precauciones llevarían a Lesvy de regreso a casa. De ese infierno comenzó a surgir una duda: ¿quiero defender esa vida que ahora está en riesgo?

Para descubrir mi deseo de permanencia, tuve que pasar por una crisis tiempo atrás. Cinco años antes, en 2012, de la mano de Lucía enfrenté el proceso de curación como sobreviviente de abuso sexual. Ella me canalizó con una terapeuta y me acompañó en todo el proceso. Parte de la terapia implicaba recuperar confianza en los otros y para eso mi psicóloga me dejó un ejercicio: debía permitirme caer de espaldas con los ojos cerrados en los brazos de alguien. En el cuarto de Lucy, escuchando sus frases de apoyo, comenzaba por dejar ir la espalda pero siempre terminaba poniendo un pie atrás para detenerme.

A pesar de ser diferente para cada persona, en el proceso de curación siempre hay un momento de conciencia sobre lo que nos han arrebatado: seguridades, amor propio y libertad. La pérdida de eso que implica “sentirte viva” acerca mucho a las sobrevivientes a la sensación de la muerte. Yo pasaba horas mirando la ventana del departamento de mi amiga. No sentía una relación directa entre el movimiento del mundo y mi cuerpo. Seguía viva únicamente para pagar mis errores pasados. Yo vivía en deuda.

Un día, tirada en la cama de Lucía, lloraba como de costumbre mirando el mundo tan lejos de mí. Su perro asustado me lamía el brazo y la cara. Con la caricia de su nariz comencé a dejar de llorar. Miré la luz de la tarde y después noté sus patitas sobre mi cuerpo, escuché su respiración y luego la mía. Comencé a mover los pies y noté que tenían calor, un rayo de sol caía directo sobre mis dedos. Ella llegó un rato más tarde: “¿cómo te sientes hoy?” me preguntó; la miré, sonreí y dije: “bien, hoy descubrí que sí quiero vivir”. Esa tarde, al intentar el ejercicio de confianza, me dejé caer en sus brazos.

Terminado el proceso terapéutico, no pensé mucho en lo que implicaba vivir como sobreviviente de abuso y violencia. Hasta el feminicidio de Lesvy. Reunirme con mis compañeras develó esas heridas que durante años la mayoría de las mujeres esconden, ignoran y tratan de olvidar. Transcribo de mi diario: “¿estamos educadas para reconocernos y para acompañar a una sociedad de mujeres sobrevivientes?” Por supuesto que no. Tomó cinco meses (hasta octubre) a Araceli Osorio, madre de Lesvy, y a su abogada Sayuri Herrera lograr que el caso se reclasificara como feminicidio. Al parecer, nos enfrentamos a un mundo en el que las sobrevivientes debemos luchar para que se reconozca una clasificación digna y clara del delito antes de siquiera luchar por una sentencia. La justicia todavía queda muy lejos.

En un mundo que avanza tan lento, el reto de todos los días es lidiar con la impotencia y la frustración. ¿Qué nos queda por hacer, además de sobrevivir cada día hasta que eso que tanto tememos nos alcance? ¿Cómo queremos vivir ese tiempo ganado? Al terminar el largo 2017, comencé a pensar en Lucía y en eso que me une a otras mujeres. Compartimos tanto que es difícil ver la separación entre sus vidas y las mías. Esta sensación nos hizo sufrir mucho los siguientes meses al feminicidio de Lesvy, ya que cargábamos con el terror y la parálisis de muchas mujeres que amábamos. ¿Pero qué pasa con la felicidad y el disfrute? ¿También pueden construirse colectivamente?

Entendí que mi absurdo sistema para ocultar y evadir mis conflictos con otras mujeres me ha colocado en situaciones de riesgo donde me siento aislada y sola. Lesvy tenía 22 años, la misma edad que yo tenía cuando trabajé en terapia mi proceso de curación. ¿Qué suerte me permite seguir aquí? ¿Qué perversa ruleta designa con privilegios a unas y se los arrebata a otras? Pienso en la responsabilidad que tenemos las sobrevivientes con Lesvy y con aquellas mujeres a las que se les prohíbe el derecho a decidir sobre cada una de sus noches y cada uno de sus días. Repaso estas preguntas una y otra vez, llena de miedo, coraje y rencor.

La PGR entregó a la familia de Lesvy Berlín Rivera Osorio los registros de las cámaras de seguridad de Ciudad Universitaria del 2 de mayo por la tarde y de la madrugada del 3 de mayo. Ella camina por la Universidad en la tarde; en otra imagen, Jorge, su pareja, la golpea. Ella no regresa a casa. Su perro se zafa de la correa y gira en torno a la cabina telefónica donde yace el cuerpo. A pesar de los esfuerzos de algunos cuantos por ocultarla, la verdad es innegable: ocurrió un feminicidio en Ciudad Universitaria que arrebató a una joven su derecho a la vida y que golpeó la confianza y tranquilidad del resto de las estudiantes.

Diez meses pasaron, hemos replanteado aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de “volver a casa”. Ya que si asumimos que “casa” es el lugar o las personas a las que pertenecemos, hoy reconocemos sin temor que pertenecemos a nuestras amigas, que volver a ellas es ganar una batalla contra todo lo que operó para que la madrugada del 3 de mayo Lesvy no lograra regresar.

Hace unas semanas busqué a Lucía. Ella no tuvo objeción, tampoco me trató con rencor. Sólo nos comportamos como dos personas que se pertenecen y se extrañan. Con una fuerza infinita dentro de mí, una fuerza que se ha alimentado del acompañamiento que me brindaron muchas mujeres, regreso todos los días a donde pertenezco y me permito ser el hogar seguro a donde otras pueden volver.





 




 
Lidia Gatica (Ciudad de México, 1990). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y el diplomado de Creación Literaria en la SOGEM.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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