—Aquélla es la casa de la que le hablé —dijo el Intendente con un ademán ambiguo que abarcaba casi todo el pueblo y que a Rocamora le resultó gracioso, no tanto porque venía de ese hombre retacón que era el Intendente, sino porque su traje no estaba hecho para esos movimientos.

Ese primer día de otoño vieron a Rocamora llegar a pie al caserío. Lisandro Rocamora, nombre y apellido, era un viajante que, según dicen, había recorrido de sur a norte las costas del río Uruguay. Bajaba desde la selva brasileña; ahí conoció la pobreza y la fresca imaginación de los negros, que le advirtieron que la empresa que tenía en manos era cosa de otra época.

Caminaba con los hombros erguidos, cargando un baúl oscuro, como aceptando las curiosidades. Preguntó cómo llegar al municipio y le dijeron que del otro lado de la plaza preguntara por Ortecoechea el Intendente. Algunos —los más viejos— recordaron que el último individuo que había pisado estas tierras era un viejo mensú, tiempo atrás, que llegó para morir, lacerado y curtido como estaba, abrazado a Aristóbulo, el herrero.

Para el momento en que el sol estaba allá arriba y Ortecoechea —a la sombra de los ombúes— secundaba a Rocamora hacia su hospedaje, quizás no todos pero la mayoría veía en Rocamora todo lo que se dice extraño: hombre largo, se movía con pausas, con ojos negros metidos en las cuencas como un búho. Miraban su cara, después el cofre que cargaba sobre su lomo, después su gamulán y por último de nuevo su cara. Pronto, esa noche, hubo un chisme que ya era comentario a boca abierta antes de que el Intendente pudiera decir media palabra.

—Es un instrumento que pasa varios grabados tan rápido que parece real, salvo que no es real y tampoco son grabados.

Ortecoechea, desde el zahuán de su casa, transpiraba por las manos y las movía delante de él como si quisiera que no le prestaran atención a lo que decía.

Son como grabados encadenados. Mañana a la noche el señor Rocamora hará gratis una presentación y me pidió que los invitase —terminó el retacón.

De lo del Intendente, los que estaban ahí partieron hacia lo de Higaldo: una casa de platería que también era comicio. Unos pocos hombres tomaron la palabra. Escupieron su rechazo a ese Rocamora sin siquiera saber por qué; lo acusaron de vago y hasta de tahúr. Sospecharon de Ortecoechea. Se preguntaron si ese instrumento era similar al que describía el Cuaternario, que llegaba cada dos meses al municipio; lo creyeron así y alguien juró que mañana mismo se le pediría al bisoño que se fuera del lugar.

A la mañana siguiente, cuando el sol no había definido todavía la sombra del mástil, Rocamora, sin disimular, buscaba los espacios más anchos de la plaza. Los metros a cubrir los medía con zancadas. Se quitó su chaleco de pintor, lo colgó de una rama y se puso en cuclillas, de espaldas al sol, mirando en derredor. Murmuró algo entre dientes; se fue y reapareció a la media hora con cuatro negros mandados a traer de la ribera sur, cargando tuberías y alfombrados.

Estaban Higaldo, su mujer, Aristóbulo y sus hijos, haciendo corro al otro lado de la plaza, frunciendo los ojos cuando Rocamora levantaba la vista. Se le arrimaron en grupo con el discurso armado, y —cuando el porfiado los vio llegar— sonrió exagerado con los labios pegados, pasó entre ellos como esquivándolos y dejó atrás a los negros trabajando. Y ahí vieron todo. Como si fueran ciegos antes. Una tela rugosa y azul eléctrico oficiaba de techo y pared, sostenida por cuatro postes gruesos y plateados que formaban un techo que iba en punta, con unas varillas que salían desde los cuatro postes y se reunían en lo alto de la alfombra.

Cuando bajaron la vista, vimos que la máquina de la que había hablado Ortecoechea estaba ahí delante, instalada sobre un cajón. Era rígida y de un color como la noche, y sobre el lomo tenía dos bobinas no más grandes que una llanta, que despedían un olor que recordaba a esos líquidos que se usan para clarear el agua.

—En última instancia no tenemos ni idea de qué se trata ese bicho. Yo lo dejaría hacer —dijo Horacio.

Algunos miraban el suelo por callar; otros creían que Horacio actuaba de buena fe, aunque su fe no sirviera de nada cuando se trataba de un timado como aquél en el pueblo. Se hizo un silencio. Simulando compostura, Aristóbulo los quiso movilizar:

—¡No necesito que ningún gitano venga a mostrarme sus inventos! Antes de que se presente, ¡yo mismo! se la canto y váyanse todos a la puta que los parió. Y el que me quiera apoyar lo quiero ver.

Y con esa arenga, que me pareció más un argumento, se separaron.

A Rocamora lo despertó el bullicio esa noche. Estiró el dolor de las piernas, fue hacia la ventana y descorrió las cortinas. Vio que alrededor de su carpa estaban todos agolpados. Algunos levantaban la voz.

Salió a la calle.

Mientras cruzaba la plaza frunció los ojos para distinguir a Ortecoechea entre la gente, que con un pañuelito se sacaba la transpiración. Rocamora se arrimó murmurando algo ininteligible. Cuando estaba a unos pasos se hizo un silencio mentiroso. Rodeó al grupo, como si dibujara una ruta con sus zancadas, parecidas a las del día anterior. Desató los nudos de la carpa y entró.

Hubo un instante de duda, estábamos intimidados. Reaccionar brutalmente tirando hombre y carpa a la mierda era posible y, sin embargo, un pecado. Aristóbulo sintió —claro que sintió— las miradas aunarse en él. Sacando el pecho se mandó a la carpa, sin darse cuenta de que Rocamora nos había estado llamando. Tuvo que aguantar a que los ojos se le habituasen a lo más oscuro para poder hablar.

—Perdonen —dijo Rocamora, hablando también para los de afuera. Se bajó del empotrado para encender, con algo de esfuerzo y manos torpes, la lámpara de gas.

—¿De qué se trata todo esto? —preguntó Aristóbulo, con voz falsa y levantando el mentón.

No se sabe si Rocamora no escuchó o si ignoró a Aristóbulo. Lo cierto es que con una alegría formal alentaba a la gente, que estiraba el cuello por arriba de Aristóbulo, para que ocupasen los asientos de adelante hacia atrás, y que por favor se quitasen los sombreros.

El Intendente pasó entre algunos, tomó la primera silla del ala izquierda y la acomodó un poco sobre el pasillo, ganando visión frente a la tela blanca que había adelante. A medio camino entre la tela y el Intendente, se alzaba el férreo aparato, apenas más alto que un gurí, con un pañuelo grasiento tapando la cabeza. Se quedaron quietitos de pie en el pasillo, como insistiendo con la pregunta.

Con la misma energía, Rocamora ahuecó la voz y habló:

—Puede que mi nombre sea...

Algunos ahogaron un comentario. Tosieron. Rocamora retomó, pero se le notaba que quería falsear el acento abrasilerado.

—Puede que mi nombre sea Lisandro Rocamora y que mi presencia les resulte a ustedes de lo más ajena. Pero debo aclarar que el acontecimiento notable que les traigo, y que justifica esta mi empresa, proviene desde el mismo país que lo maravilloso. Que se tranquilicen los que abriguen algún temor. Llegué a su hermoso pueblo de San Fernando, y me ofreció hospedaje y respeto. Es momento de que ofrezca algo a cambio. Traje una invención, un espectáculo ocular: el cinematógrafo.

Algunos arrugaron la cara porque de lo que dijo no entendieron nada, y sin embargo Rocamora, en un golpe de teatro, tiró del pañuelo y descubrió el cuerpo de la cámara. Les pasó como cuando se ven cosas en la noche: no se ven detalles, pero las formas y las curvas juegan con la imaginación hasta lo increíble. Con un gesto que pareció automático y algo endiablado, Rocamora puso a rodar la cinta y su traqueteo. Muchos todavía no se habían sentado.

Las peripecias eran cortísimas, pero no importó. Una mujer perdiendo un pañuelo, un hombre juntándolo confundido y que al final se lo devolvía, con gestos ridículos y retorcidos.

Los que no pudieron completar mentalmente aquello que veían se echaron a llorar. Nadie alcanzó a maravillarse, al menos no tan rápido. Otros sintieron que la imaginación se les cortó y que, en cuanto pudieran pensar con atención, sobre esa minúscula fantasía ya iba a estar todo dicho.

Aristóbulo no mosqueó.

—¡Se abrazaron! —gritó alguno.

—Sí, al final.

—¿Cómo es que se movían tan fuerte?

—¿Tan fuerte? Por momentos iban más lentos.

Algo que excitaba el amor a la fábula se les había despertado. Rocamora cubrió el aparato con el pañuelo y apoyado contra él dejó un cartel que decía, escrito con tiza: “Mañana increíble presentación del cinematógrafo”.

Al cartelito no lo vieron hasta más tarde, cuando ya no se veía a Rocamora por ningún lado.

Como el sol sabe despejar el miedo, entre las gentes no quedó sino maravilla. Aquel día siguiente fue fugaz para los que estuvieron en la proyección de El pañuelo, como la bautizaron. Se habló del rostro de la mujer. De la rectitud del hombre que, aún al no ser visto por los demás ni por Dios mismo, devolvió el pañuelo, porque es su entereza la que está en juego. Algunos veían detrás de esta acción juegos de varón; ¿pues qué hay de malo?, dijeron otros. Al cabo le había devuelto el pañuelo que podría haber tomado cualquier otra persona y chau, no lo recuperaba más, pero él se lo devolvió. Ella es la que debería corresponder a las pretensiones, que a esa altura les parecían obvias a todos.

Pensaron en pedirle a Rocamora para verla de nuevo, pero no los atendió nadie en su casa a la tarde, a pesar de que vieron a un negro entrar y salir después.

La noche anterior, al irse de la carpa, Rocamora se había dirigido hacia la casa del Intendente. Su mujer lo hizo pasar; esperó a Ortecoechea en el sillón que dominaba la pieza principal. Tenía un té fortísimo en la mano cuando el Intendente regresó a su casa, cerca de la medianoche.

—Le dije que puedo ser convincente —dijo Rocamora.

—No sé cuánto de convencimiento y cuánto de despotrado hay en usted.

—Lo suficiente como para que mañana a la noche yo y usted hagamos un gran negociado.

Ortecoechea inhaló y exhaló. Estaba pensando en nada, por no decir que estaba pensando en dar un paso que podía beneficiarlo tanto como arruinarlo, con la misma facilidad.

—No se aflija. No es tan difícil hacerle creer a un público de espectadores que está entendiendo algo que en realidad no.

—Pero necesito que me asegure algo.

—¿Qué? —preguntó Rocamora, sabiéndose irónico.

—¿Qué va a pasar después de mañana?

Rocamora lo midió con la mirada. Se le escapó la misma sonrisa de labios pegados que la mañana anterior en la plaza, con Higaldo, su mujer, yo, Aristóbulo y sus hijos. Era una sonrisa ensayadísima y el esfuerzo de la cara remarcaba la anchura de la boca. Ortecoechea no la interpretó. Rocamora se puso de pie y en supina, minimizando al Intendente, le repreguntó:

—¿Va a venir a la función de mañana a la noche?

—Pregunta retórica —contestó el Intendente, haciendo un gesto de levantarse.

Rocamora le tendió la mano y completó su esfuerzo. Se veía un poco orgulloso de lo ocurrido horas atrás. Cuando se fue de lo del Intendente, el tahúr recorrió las calles que dibujaban los márgenes de San Rafael. Algunos perros salieron a saludarlo.

Durante la tarde siguiente a su presentación improvisada, el extraño se abocó a examinar con detalle un mapa de la provincia y dibujaba líneas rojas entreuniendo nombres y ríos que no conocía. No le abrió la puerta a nadie, excepto a uno de los negros que lo ayudaron el día anterior con la carpa. Le trajo un paquete de yerba colorada que no usó, una porción de torta y dos prendedores de bronce, que tenían garabateado el escudo de la ciudad. Seguramente habían sido trabajados por Hidalgo. El negro se fue enseguida.

Rocamora esperó hasta la noche.

Se vistió un moño a medio color y el gamulán negro sin chaqueta que usó el primer día que llegó al pueblo; se saludó en el espejo y salió.

Hizo cruz hacia la plaza central, donde estaba la carpa levantada. En una esquina de la plaza se escuchaba a un cantor guitarreando perezosamente una viola; Rocamora distinguió las suficientes palabras como para entender que era una copla a su invención. En la puerta de la carpa había dos arlequines haciendo malabares. El tahúr se les quedó mirando un segundo, erguido y macizo. Los arlequines ensayaron unas muecas exageradas de piedad y de alegría, una tras otra, y empezaron a circular alrededor de la carpa, huyendo, pero sin alejarse.

Rocamora se detuvo un segundo al ver los nudos de la carpa.

Estaban desatados.

Todas las sillas estaban ocupadas. Incluso los negros habían agregado algunas más, recortando el pasillo central.

—¡Queremos ver esa belleza! ¡A ver si esta vez viene con ganas!

No supo quién gritó eso porque el griterío lo confundió, alguien rió, unas carcajadas ocuparon la carpa, otros miraban hacia atrás con sonrisa cómplice queriendo sentirse parte de la humorada. Rocamora miró para reconocer rostros y ahí se percató de que la lámpara de gas ya estaba encendida y que por eso podía ver las caras. En primera fila estaba el Intendente; más atrás, Hidalgo, su mujer y algunos chicos que parecían ser sus hijos. En el fondo estaba la juventud, entre la cual reconoció a los hijos de Aristóbulo. Estaban sucios y recién salidos de la selva.

Rocamora se subió a la pequeña tarima y tomó aire.

—Esta noche…

—¡Pero ya sabemos de tu invento, buen hombre! ¡Ahora queremos ver a la pareja!

Rocamora clavó la mirada en el hombre que le había levantado la voz, pero no le pudo borrar el entusiasmo. Miró a Ortecoechea que con un gesto circular del dedo le insistió a que prosiguiese.

—Esta cinta se ha dado por llamar La dama en el lago y es una de las primeras piezas que conseguí. Un trabajo fenomenal ha realizado el autor de esta obra, sobre todo en…

—¡Pero qué lo parió, hombre! ¡Ya está!

Parado ahí arriba de la tarima, entumecido de la bronca, Rocamora se limitó a juntar las manos y pedir sin decirlo que guardaran silencio. Cuando se escuchaban apenas los grillos escondidos entre las sillas, bajó de la tarima, abrió el baúl que estaba a un costado, escondido entre las sombras de la carpa, y cargó una película en el lomo del proyector.

No pudieron tolerar aquello.

La señorita dulce y encantadora de repente era una pobre mujer sin ninguna explicación, y ahora el recto varón era una especie de aristócrata sancochado que escondía las manos en los bolsillos. Ella pedía caridad en unas escaleras y él, a resguardo con su sombrero, se desentendía hasta de la lluvia que empapaba la cara de la mujer.

—Esto no nos lo hizo él, amigos. Nos lo hicimos nosotros cuando lo dejamos llegar como si nada.

Aristóbulo todavía se esforzaba por sentirse algo culpable, a pesar de que era ya tarde en la noche y el viento soplaba frío. La plaza, ahora, apenas un rato después de la proyección, era un cuadrado de tierra baya y flaca y bruta, y si hubiera que hacerse un poco hombre y decirlo, hay que decir que todos se sentían como humillados por fuera. Lo sabían muy bien y capaz por eso ni lo decían.

De los que habían quedado dando vueltas alrededor del hecho, amontonando las sillas, ninguno sabía dónde había terminado Rocamora. Los hijos de Hidalgo dijeron que lo persiguieron por el monte hasta dejar que se perdiera. Contra la zanja de una de las calles del costado, los perros se enroscaban para poder dormir, abrigados, sobre la alfombra azul.

 


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Francisco Piccini (Entre Ríos, Argentina, 1993). Estudiante de intercambio en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM por parte de la Universidad de Buenos Aires. Con este cuento obtuvo mención en el concurso 49 de Punto de partida.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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