RESEÑA / agosto-septiembre 2018 / No. 75

El boom, a la cubana


La polis literaria
Rafael Rojas
México, Taurus, 2018





Para Augusto Wong Campos


Concepto difuso e inaprensible donde los haya, el del boom de la novela latinoamericana. Si no es un movimiento literario, pues carece de manifiesto y estética comunes, tampoco es una generación de escritores: tres décadas abarcan los nacimientos de sus presuntos miembros. Decir que el boom representa la modernización de la narrativa de América Latina es un exceso o una laguna: en esa empresa habían puesto antes manos en obra Borges, Bombal, Onetti, Bioy Casares, Sábato, Yáñez, Rulfo, otros. Acaso el boom signifique un no superado auge de esta narrativa que derivó en una atención mundial para sus libros y autores. Y estos últimos, ¿quiénes son? Todos parecen estar de acuerdo en que Fuentes, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa. Según el gusto del comentarista, también Donoso, Roa Bastos, Edwards, Cabrera Infante y el narrador sesentero de Iberoamérica de tu preferencia.

En La polis literaria, Rafael Rojas ensaya una definición del boom: “Una generación de escritores, nacida, fundamentalmente, en los años 20 y 30, comenzó a publicar cuentos y novelas en los años previos al triunfo de la Revolución cubana, en enero de 1959” (p. 11). Esta descripción hace agua por dos flancos. Primero, deja fuera a dos miembros principales del grupo: Cortázar nació en 1914 y el primer libro de Vargas Llosa, el volumen de cuentos Los jefes (1959), salió después del ascenso de los barbudos. Segundo, traiciona su propia selección: Severo Sarduy, elegido por Rojas como parte del boom, publicó su primer libro de narrativa, la novela Cobra, en 1963. Es ésta la primera imprecisión en un libro no exento de confusiones.

Según los declarados propósitos del autor, su ensayo tiene como tema “la relación entre el boom y la Revolución en tiempos de Guerra Fría” (p. 19) y, como peculiaridad, “el intento de rearmar el concepto de revolución en algunos de los novelistas protagónicos del boom” (p. 19). De ahí la sorpresa al abrir el primer capítulo y descubrirlo dedicado ¡a Octavio Paz!

Pero el dedicado al Premio Nobel de Literatura mexicano no es el único capítulo del libro que parece no corresponderse con la guía de ruta trazada por el propio Rojas. Uno que atrajo mi atención es el séptimo, “Vía chilena”. Supuse que se hablaría del admirable José Donoso, sus tal vez tímidos o desganados posicionamientos políticos o la falta de ellos. Habría sido una exploración inédita. No recuerdo que la única biógrafa de Donoso de que tengo noticia, Esther Edwards, aborde el asunto. Tampoco Pilar Donoso en el punzante testimonio sobre su padre: Correr el tupido velo.

Mis expectativas, pues, eran grandes y no fueron satisfechas. La sección de “Vía chilena” dedicada a Donoso no se ocupa de su relación o distancia con la política. Más bien enlista sus primeros libros, presenta algunos de los juicios que merecieron, resume el argumento de El lugar sin límites y asocia la novela a una mirada a la marginalidad latinoamericana que haría conexión con la obra de Sarduy y Cabrera Infante. Rojas relata la “exclusión” de Donoso de las dos cartas dirigidas a Fidel Castro por un grupo de escritores en protesta por el encarcelamiento de Heberto Padilla y concluye, sin mayor hallazgo, que ello se debió a que el autor de El obsceno pájaro de la noche, como Sarduy, administraba con mayor discreción que otros de sus colegas sus intervenciones públicas como escritor.

Hay una sucesión de rodeos para no confesar que de Donoso en relación con la política no se tiene nada. Rojas no parece haber revisado los diarios ni las cartas del chileno resguardados en Iowa y Princeton, mientras que sí luce informado respecto a la correspondencia de Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez y otros de sus protagonistas. Se me podría objetar que, ante el perfil apolítico de Donoso, poco se puede dilucidar en ese ámbito. No sería descabellado que un investigador llegara a esa conclusión luego de estudiar los documentos pertinentes. Convenido así, ¿tiene sentido dedicar una sección completa a Donoso en un ensayo con las intenciones de La polis literaria?

El otro apartado del capítulo chileno se centra en Jorge Edwards y liga con mayor éxito la relación entre el autor y la Revolución: glosa, sobre todo, su libro testimonial Persona non grata, en el que Edwards cuenta su paso como diplomático de Allende por la Cuba castrista, su amistad con algunos escritores cubanos proscritos y su posterior expulsión de la isla.

En una entrevista con Carlos Alfieri de 1996, Guillermo Cabrera Infante se refiere al boom en estos términos: “En rigor el boom, en cuanto a los autores y no a sus obras, era una especie de mesa redonda de caballeros literarios que se dedicaban con gran beneplácito a elogiarse unos a otros” (Cuadernos Hispanoamericanos 560, p. 97). Si pese a esta displicencia se quiere asumir al cubano como parte de la promoción literaria o punto álgido en cuestión o lo que sea, no es difícil convenir en que se trata de unos de los más aptos protagonistas de La polis literaria: perseguido político de Batista, fue funcionario de cultura, subdirector de un diario oficial y director de su suplemento literario en la Cuba castrista y luego censurado y acosado por la Revolución, lo que derivó en un exilio de por vida. Se convirtió en un acérrimo enemigo de Castro y Cuba fue siempre su obsesión, su nostalgia, su herida. Es por todo ello desconcertante que el capítulo que se le dedica en este ensayo aborde su trayectoria política apenas de paso y se centre en su práctica literaria del retrato y la viñeta: asunto no carente de interés, pero poco pertinente en el contexto.

Capítulos nodales del libro son los dedicados a Fuentes (antes aparecido en el volumen colectivo Carlos Fuentes y el Reino Unido, de 2017), Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. La consigna de reconstruir las posiciones políticas de los estudiados, sobre todo a propósito de la Revolución cubana, se cumple en ellos de manera razonable, sin animadversión ni excesiva reverencia. Vemos a Fuentes, el llamado promotor más activo del boom, siendo primero un defensor entusiasta del régimen socialista cubano, al que veía como un posible catalizador para el “descongelamiento” de la Revolución mexicana, y luego, a partir de 1966, atacado por el castrismo por sus posiciones cada vez más independientes: la defensa del derecho al disenso y la libertad artística, y la crítica de la asimilación cubana del modelo soviético, por ejemplo.

Seguimos la simpatía inicial de Vargas Llosa por la Cuba revolucionaria e incluso somos testigos de su intento de mediación en los conflictos entre Fuentes y Retamar, y Mundo Nuevo y Casa de las Américas. Rojas remonta los desencuentros entre Vargas Llosa y el castrismo a 1967, cuando el autor de La casa verde (1966) ganó por esta novela el Premio Rómulo Gallegos. Siguiendo a Rojas (p. 91), la presidencia de Casa de las Américas le habría pedido al peruano donar el monto económico que acompañaba el premio a la guerrilla del Che Guevara y aquél se habría negado, sin dejar por ello de expresar su solidaridad con Cuba en la entrega del premio. Rojas no menciona la versión del episodio que Vargas Llosa expuso en una entrevista con su hijo Álvaro de 1986 y que Carlos Aguirre recupera en su libro La ciudad y los perros. Biografía de una novela (2015). Habría sido Carpentier el encargado de transmitirle a Vargas Llosa la propuesta de Haydée Santamaría, directora de la citada revista; le solicitaba donar públicamente los 25 mil dólares del premio a la guerrillas del Che con la promesa de que el gobierno cubano le devolvería la suma de forma discreta. La petición habría ofendido mucho a Vargas Llosa (pp. 68-69; ésta y la siguiente cita son de la segunda edición del libro de Aguirre, publicada por Renacimiento).

Tampoco cuestiona Rojas la versión de Santamaría según la cual, en enero de 1971, en la última reunión del comité de colaboración de Casa de las Américas a la que asistió Vargas Llosa, se habría decidido disolver dicho comité porque “era inaceptable la diversidad de criterios” de los miembros, algunos de los cuales adoptaban posiciones “de compromiso con el imperialismo” (p. 119). Esto pondría la renuncia de Vargas Llosa a ese comité a raíz del caso Padilla, en una carta del 5 de mayo de 1971, al nivel de una farsa. Pero la misma Santamaría, en su respuesta a la carta de Vargas Llosa, en la que le reprocha a éste su renuncia a un comité ya inexistente, dice que respecto al comité se había acordado “ampliarlo en lo que significa sustituirlo por una amplia lista de colaboradores”. Siguiendo al profesor Aguirre, “Vargas Llosa renunció a un comité que no se había 'disuelto' sino que iba a ser ampliado (y en el que, teóricamente, podría haber estado incluido)” (p. 76).

Un aspecto del acercamiento de Rojas a Vargas Llosa como figura política con el que no puedo estar de acuerdo es su premisa según la cual la ruptura entre el novelista y el régimen cubano “tenía su origen en la discordancia política pero también en el desencuentro estético” (p. 92-93). A favor de esta idea, Rojas ha usado como argumento el presunto compromiso político de La ciudad y los perros (que, por cierto, apareció en 1963 y no en 1962, como informa Rojas): la novela habría perpetrado una denuncia alegórica de las dictaduras militares de América Latina que se habría valorado en La Habana (p. 76), mientras que su siguiente novela, La casa verde, sería “menos militante, más apolítica” que la anterior, y, para colmo, “esteticista y erótica” (p. 82). Con ella, su autor habría dejado en claro que “no encasillaría su literatura en un mismo proyecto político y estético” (p. 82).

La lectura alegórica de La ciudad y los perros planteada por Rojas me parece muy forzada. Dice Rojas que el propio Vargas Llosa favoreció esta interpretación, pero no da fuentes que den sustento a su dicho. No veo en La ciudad y los perros compromiso con una opción política determinada, sino más bien una denuncia de las taras sociales propias de Perú y de Latinoamérica que está tan presente en ella como en La casa verde. No aprecio en ésta un viraje estético respecto a su predecesora, sino, en todo caso y en relación con aquélla, la incorporación de nuevos recursos técnicos y una mayor osadía. En cuanto al contenido sexual, es muy probable que lo tenga en mayor medida La ciudad y los perros con sus descripciones de actos zoolíficos, masturbaciones colectivas y un intento de violación. Respecto de la ruptura entre Vargas Llosa y el régimen cubano, Rojas no ofrece ningún dato concluyente que dé fuerza a la hipótesis de que se trató de una querella literaria además de política.

Después del cisma del caso Padilla, entre los autores del boom sólo Cortázar y García Márquez refrendaron su amistad con el gobierno cubano. Así como aún hoy circula entre algunos desinformados la caricatura según la cual Vargas Llosa y otros autores que se opusieron a la estalinización de Cuba habrían traicionado al régimen por intereses crematísticos y una presunta alienación imperialista, tampoco escasea el retrato del autor de Rayuela y el de Cien años de soledad como simples lacayos de Castro. Hay en la correspondencia de Cortázar cartas a funcionarios cubanos en las que da la impresión de pedir permiso para aceptar un premio, dar un curso, viajar a un país “enemigo”, de modo que su relación con Cuba no quede afectada. Qué decir de su ditirámbico relato dedicado al Che (Reunión), su poema urgido de perdón Policrítica a la hora de los chacales o su renuncia a la revista Libre en 1972 para abonar a su redención. No menos cierto es que García Márquez, con la idea de no dar armas al enemigo, prefirió guardar silencio público sobre la censura a intelectuales cubanos como Padilla y siguió siendo cercano a Castro por décadas.

No es ésa, sin embargo, toda la historia. Los capítulos de Rojas dedicados a este par se encargan de recordar los necesarios matices. Matices como que Cortázar sí firmó y hasta ayudó a redactar —aunque acaso se arrepintió después— la primera carta de intelectuales a Fidel Castro, publicada en Le Monde el 9 de abril de 1971, en la que se expresaba inquietud por el arresto de Padilla y los métodos represivos del régimen. (Rojas dice que García Márquez no firmó ni la primera ni la segunda carta; en realidad su firma aparece en la primera, pero no por decisión suya sino de su íntimo amigo Plinio Apuleyo Mendoza, quien asumió que no se negaría. Se puede revisar el episodio en “El caso perdido”, capítulo del libro de Mendoza La llama y el hielo que se ha reeditado bajo nombres como Aquellos tiempos con Gabo y Gabo. Cartas y recuerdos). Matices como algunos versos del aludido poema citados por Rojas en los que expresa reparos a la Revolución: “…si me oyen en La Habana, en cualquier parte,/hay cosas que no trago,/hay cosas que no puedo tragar en una marcha hacia la luz…” Matices como su negativa a aceptar que la literatura tuviera compromisos con una causa política específica, su defensa de la libertad creativa del escritor y su idea de que novela revolucionaria no es sólo la que tiene contenido revolucionario sino la que procura revolucionar la forma de la novela (véase su artículo en respuesta a Óscar Collazos: “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”).

De García Márquez aduce Rojas que incluso en un texto tan encomiástico como “Cuba de cabo a rabo”, de 1975, se vislumbran críticas: el control de los medios de comunicación por el partido único le parece al colombiano una limitación, lo mismo que la censura a las obras artísticas; si éstas son capaces de desquiciar un sistema social, reflexiona, significa que dicho sistema sufre erosiones propias. En una entrevista de 1976 con Danubio Torres, García Márquez resulta aún más claridoso: planeaba escribir un libro crítico sobre Cuba en el que no evitaría temas que sugiere el entrevistador, como la persecución de intelectuales, la “calamidad” del concurso literario anual de Casa de las Américas y el envío de tropas a Angola: “Mi libro será crítico. No se reducirá al elogio y al asombro y a la maravilla”, y agrega un comentario que, con justicia, a Rojas le parece raro: “Creo que, a estas alturas de los acontecimientos, Cuba ya hizo todo el mal que podía hacer a América Latina”, aunque suaviza: “y que ahora comienza la etapa en la que realmente mostrará […] lo positivo de sus logros” (“Gabriel García Márquez. La primavera del patriarca”, en Contrapuntos. 1/2 siglo de literatura hispanoamericana, de Danubio Torres Fierro).

Vayan estos apuntes no como un intento de análisis exhaustivo de La polis literaria, ensayo generoso en aspectos debatibles y comentables, sino como una aproximación general a su contenido, aciertos y distracciones. Respecto a estas últimas, no son tan escasas como uno desearía, y por si el libro merece reediciones, dejo tres más que requieren ser atendidas: Vargas Llosa escribió y montó su pieza teatral La huida del inca en 1952, pero no la publicó (p. 73); Vargas Llosa no pidió la exclusión de Cabrera Infante de la revista Libre, o al menos no en la carta a Carlos Fuentes que Rojas da como referencia (p. 218): firmada el 20 de enero de 1969, en ella sólo se lee a propósito del cubano que Vargas Llosa sintió escalofríos ante “las indecentes frivolidades contra la revolución de nuestro amigo Guillermo”; Cortázar no rechazó la invitación de Fernández Retamar a Cuba por “puntos de discordancia” con el régimen cubano, como sugiere Rojas (p. 110), sino, como se lee en la carta del 3 o 4 de agosto de 1966 a Eduardo Jonquiéres que ofrece como fuente, por asuntos estrictamente domésticos: “[…] se me destruía todo el esquema de este verano, tanto el de trabajo como el de las vacaciones; Aurora se quedaba en una situación incómoda, pues no querría vivir sola aquí ni yo la dejaría, y la casa de París estaba en plena pintura” (Cartas 3. 1965-1968, p. 320).





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Javier Munguía (Sonora, 1983) es autor de reseñas, artículos y libros de cuentos, y quiere serlo, ante todo, de novelas.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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