Aunque estaba atestado de gente, Lizardo abordó el camión para no seguir demorándose. Después de varios meses en el desempleo, de asistir a cuanta entrevista de trabajo podía conseguir, de esperar junto al teléfono, en vano, las llamadas que cambiarían su situación, de vivir a duras penas gracias a la buena voluntad de sus amigos, al fin lo habían contratado en un prestigioso despacho de abogados, conocido por ser una cuna de lobos, y ese día iniciaba el trabajo. Se vistió con la ropa más formal que tenía, se rasuró la barba profunda y se empapó con Tigre, la penetrante loción que le habían regalado y que hasta ahora nunca se había puesto.

Una vez que recibió el pasaje, el conductor arrancó con tal violencia que lanzó a Lizardo hacia el pasillo y lo hizo chocar contra el costado suave de un hombre obeso. Se incorporó y tomó el pasamano. Echó un vistazo a los asientos: no había ninguno libre y de pie se aglutinaban dos largas filas compuestas por ancianas que dormitaban paradas o comadreaban con su vecina, vendedores de dulces y chácharas, niños pequeños que hacían preguntas circulares a sus madres y adolescentes que platicaban a gritos o se enseñaban el mismo meme una y otra vez. Lizardo se internó en esa espesura esquivando espaldas anchas, codos puntiagudos y brazos colgantes; pero no pudo evitar recibir empujones y tropezar varias veces. Por un momento quedó apresado entre un par de nalgas, pero, en un frenón del vehículo, se distendieron y lo dejaron libre. Prosiguió penosamente su camino hacia el fondo del camión, donde —pensó— sería más sencillo descender cuando llegara a su destino. Ocupó, por fin, un pequeño lugar donde una corriente de aire le hizo sentirse menos enclaustrado. Examinó su camisa y alisó unos cuantos pliegues, nada de qué preocuparse. Vio la hora: estaba a tiempo. De repente, se produjeron unos saltos que hicieron chocar entre sí a los pasajeros. El camión iba moviéndose a gran velocidad por el tráfico pasando cerquísima de coches y ciclistas. Adentro, todos se movían de un lado para otro. Lizardo se aferró al pasamanos y se resignó: todo fuera por llegar puntual a su nuevo trabajo. En cambio, los demás pasajeros, molestos y atemorizados, alzaron la voz: “¡oiga, bájele, va muy acelerado!”, “¡ni que estuviera llevando a su pinche madre!”, “¡cabrón pendejo!”, gritaban. Lizardo quiso saber quiénes propinaban los insultos, pero el camión pasó por debajo de un puente y el interior quedó sumergido en la negrura. Ahora había mucho más ruido y confusión, y los zarandeos se acentuaban. “¡Está loco, estúpido!”, “¡no somos animales!”, chillaron unas voces anónimas.

El camión entró de nuevo a la luz y el destello repentino desorientó a Lizardo. Temía por su vida, tenía que bajarse cuanto antes. Unos perros que antes no había visto pasaron ladrando desesperados junto a él. Lizardo se dirigió hacia el botón de parada, pero cuando estaba por presionarlo, una serpiente se interpuso. Retrocedió unos pasos, asustado, y en ese instante el camión se bamboleó abruptamente y lo echó al suelo. Desde ahí alzó la mirada y vio una selva densa de patas, garras, pezuñas y tenazas. Se escabulló entre ellas y, evitando los picotazos de unas gallinas enormes, logró treparse al lomo de una cabra amarilla que galopaba por el pasillo tumbando a los animales que tenía enfrente. A la primera oportunidad, saltó de su montura y cayó sobre un colchón negro que resultó ser un oso que de un zarpazo lo mandó a volar entre unos gatos voraces. Había que detener el camión antes de que sucediera un accidente. Decidido, sorteó bestias y animalejos hasta alcanzar al conductor. Le sacudió el hombro y le dijo que parara. No obtuvo respuesta alguna. Le gritó y tironeó de la crin, pero el caballo frente al volante sólo resopló y bufó. Entonces escuchó el largo estruendo de una corneta. Lizardo miró con espanto por el panorámico: iban a colisionar contra un tráiler. Intentó tomar él mismo el volante. Se estiró y se estiró, pero sus extremidades verdes no conseguían agarrarlo. Apenas si pudo ver, antes de chocar, la imagen que le devolvía el espejo retrovisor: la de una lagartija sin esperanzas.






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Mario Salvatierra (Mérida, 1988). Escritor y traductor. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana y la maestría en Traducción en El Colegio de México. Obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Mérida” (2014) y ganó en múltiples ocasiones el Premio Nacional al Estudiante Universitario de la Universidad Veracruzana en el rubro de poesía y en el de cuento. Mereció una beca del FOECAY en el rubro de narrativa en el año 2008. Ha publicado el libro de poemas Roldán (Libros del Marqués, 2015).



 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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