ATALANTE / diciembre 2018-enero 2019 / No. 77
 

Pájaros de verano, de Cristina Gallegos y Ciro Guerra




Pájaros de verano
Cristina Gallegos y Ciro Guerra
Colombia/Dinamarca/México, 2018, 118 min




Luego de conocer la costosa dote pretendida por Úrsula (Carmiña Martínez) —matriarca del clan Pushaina— para consentir un eventual matrimonio de Zaida (Natalia Reyes) con un pretendiente de clase baja, Rapayet (José Acosta) decide negociar con su familia lejana del clan Uliana: su objetivo es comprar ”marimba” y convertirse en intermediario de los gringos que llegaron a la Guajira para capitalizar la droga. Las alianzas del joven de “estirpe guerrera” con los alijuna (gente ajena a la etnia wayúu) suscitarán recelos entre los clanes de la región y tornarán en conflictos en la intimidad de la familia encabezada por Úrsula. El gradual irrespeto a rituales y símbolos debilitará el equilibrio entre los clanes en incidentes de avaricia, sangre y venganza donde cada vez será más difícil mantener a la familia unida.

Después de El abrazo de la serpiente (2015), la segunda colaboración de Cristina Gallegos y Ciro Guerra reconstruye elementos del episodio conocido como la Bonanza Marimbera para visibilizar la mirada de la mujer wayúu en ese proceso. El primer aporte de Pájaros de verano es representar cuál fue el papel de la Guajira étnica en los orígenes del tráfico de drogas desde un enfoque femenino; se trata de una película donde las mujeres gobiernan las acciones de hombres que son ejecutores de las decisiones de un clan. Ellas razonan y deciden en los espacios íntimos de la comunidad; son las protectoras de los talismanes y de los rituales al tiempo que las diseñadoras del destino de sus comunidades. Ellos van a los exteriores para hacer los trabajos y preservar las costumbres; son los ejecutores.

Estructurada en cinco cantos realizados por un palabrero ciego (una especie de juglar cronista) que miramos desde la segunda secuencia, la película inaugural de la Quincena de Realizadores en Cannes articula una forma intercultural: sobre una línea narrativa propia del cine de gánsteres, hallamos secuencias oníricas que correlacionan un narrador fílmico occidental con una exploración del canto wayúu que hace la tarea de otra instancia narrativa y simbólica. El montaje intercala la violencia in crescendo perpetrada por los hombres de los clanes con el conflicto espiritual que Úrsula vive a través de los sueños y de la mitología animal que los rodea. La mezcla de actos y rituales, que es la combinación de narración fílmica y memoria cultural, corresponde con la dualidad interior-exterior de la puesta en escena. Dentro de las casas y los clanes, las mujeres deciden; afuera, los hombres hacen y, sobre todo, cometen errores.

Desde el punto de vista de la narración, los quiebres terrenales son el descontrol de Moisés (Jhon Narváez), el socio afrocolombiano de Rapayet, y la fragilidad masculina de Aníbal (Greider Meza), el sobrino del clan que, incapaz de contener su deseo, rompe las costumbres aceptadas para dirigirse a una mujer de otro clan. Para la mirada espiritual, en cambio, la ruptura reside en la avaricia de Úrsula que, dispuesta a “hacer todo” por su familia y su clan, no actuó a tiempo a pesar de los augurios de las aves y de los escenarios de sus sueños con la abuela. La convergencia de estos dos ejes de conflicto deviene un choque cultural que aparece encarnado por la imagen aparentemente insignificante de una langosta gigante en el desierto: el heraldo de una plaga de color rojo, al igual que un pájaro de plumaje escarlata o que la sangre de alijuna como seña de fatalidad en una camiseta durante el nacimiento de un wayúu. 

Más allá de que el tema del desencuentro cultural recupera uno de los intereses temáticos de Gallego y Guerra en su colaboración anterior, Pájaros de verano es una película más próxima al cine de géneros que a un ejercicio etnográfico o lírico. Sin perder de vista los aportes de su contenido cultural, la narración encaja con la forma mitológica para mostrar la condición épica y trágica de la mujer wayúu. El filme no es subversivo. Ensambla sus elementos con iluminaciones interiores de género noir, secuencias de acción propias de gánsteres y planos abiertos de exteriores donde los personajes cruzan el espacio del paisaje lejos de nosotros —como en la época clásica del género del oeste— hasta recordarnos, incluso, la idea visual del desarraigo de alguno de ellos (The Searchers, John Ford, 1956) cada vez que vemos lo sueños con la abuela desde el interior de alguna casa.

A pesar de su adecuación a los modelos narrativos de los géneros, la originalidad de la película escrita por María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal está tanto en el punto de vista del palabrero que cuenta un relato de mujeres protagónicas como en la exploración lírica de aspectos de la espiritualidad étnica de la Guajira. El resultado de esta mezcla intercultural es que las sombras alargadas ofrecen contornos de garzas irruptoras como encarnaciones de los muertos, la acción está emparentada con las paletas étinicas del rojo y los indicios de la plaga, y el viaje western es un ascenso físico a la selva que implica un desapego con el lazo familiar de gente wayúu que, como lo muestra el filme, suele andar sobre la planicie desértica. Estas variantes visuales, enmarcadas en una banda sonora étnica y occidental insuficientemente integrada, alejan a la película de las recreaciones totalmente líricas de conflictos étnicos como Los corceles de fuego (Sergei Parajanov, 1965) o Los gitanos van al cielo (Emil Loteanu, 1975), pero aportan una continuidad narrativa con insertos bucólicos que recuperan el sentido occidental de la tragedia y que, por momentos, sí evocan la sensación de alguna secuencia de conflicto entre clanes de Parajanov. No obstante, el palabrero que canta el amor de Zaida y Rapayet es en realidad el coro trágico de un proceso histórico y cultural donde la región norte de Colombia vio a los clanes enemistarse y a las familias separarse por la irrupción de un mercado muy rentable y muy violento llevado allí por los alijuna.


En su reciente documental intitulado Buscando a Ingmar Bergman (2018), Margarete Von Trotta recuperó una idea de Ruben Östlund acerca de la necesidad de hacer converger el cine rentable con el cine destinado a circuitos artísticos. Para el director sueco, este esquema es deseable en el momento actual. De alguna manera, Pájaros de fuego se aproxima a esa manera de producir. La máxima expresión de este esfuerzo son los episodios étnicos, como el baile de Zaida que abre sus brazos como pájaro rojo con el atuendo propio del cortejo mientras escuchamos el timbre particular de los alientos locales, y los insertos oníricos de la abuela que camina el desierto, registrado en atardeceres por la fotografía de David Gallego, sobre la profundidad del plano, siempre conectada con las mujeres vivas a través del viento. En cambio, el trabajo con actores profesionales y no profesionales está muy subordinado al canon narrativo por lo que hay perfiles inacabados como los de Aníbal adolescente, el propio Rapayet o la gradualmente desdibujada Zaida, cuya mano es el motivo visual y cultural que abre el relato y su conflicto de ambición. 

Aunque las escenas de interiores en la casona de lujo en medio del desierto podrían recordar fotogramas emblemáticos del cine de gánsteres, Pájaros de fuego habla sobre las matriarcas de la Guajira. Allí encontramos el valor defiitivo del trabajo de Carmiña Martínez; su personaje no oculta la alusión a los seres mágicos de Gabriel García Márquez al presentarse en el papel de la matriarca del clan (y de los sueños) que dice los parlamentos con naturalidad y elabora gestos próximos a la tierra de la Guajira. Con Úrsula como eje de referencia, y siempre conectadas por el viento, las figuras centrales de esta película son su leitmotiv. El trío instaurado por la madre, la hija y la abuela constituye una unidad: pasado, presente y futuro de una espiritualidad de raigambre femenina cuya memoria, como dijo el palabrero, debía ser relatada oralmente para que fuera asimilada por el canto de los pájaros antes de que el viento la borrara. Del mismo modo, para Cristina Gallego y Ciro Guerra, esa polifonía debía ser recreada en una película que evocara la voz femenina para entender otro punto de vista de los sucesos que desembocaron en un verano teñido de violencia y que también es pasado, presente y futuro de una región donde la mujer gobierna.

 


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Rodrigo Martínez. Es maestro en Comunicación y doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en Comunicación, por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Icónica y F.I.L.M.E. Es profesor visitante de la DCCD de la UAM Cuajimalpa y de asignaturas de periodismo y cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM). También imparte clases de análisis para realizadores de cine en Arte7.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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