POESÍA / abril-mayo 2019 / No. 79

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I
Rompí el espejo en pedazos
y no pude armar el rompecabezas.

II
El mar es siempre otro mar.

En su abismo,
el futuro es una prenda de vestir.

Su mano penetra la costa
y cuando rompe la arena
cubre la miseria que el sol
ha dejado tras su paso.

III
Una puerta que carece de ranura.

IV
Acostado en la arena, nada pienso,
confío en que la luz se torne abismo.
Con el ruido del mar y su descenso,
mis ojos se abren: ya no son los mismos.

Se ha acercado la muerte y el suspenso:
la estatua ya no teme al animismo.
La neblina protege, yo indefenso,
la noche, delicado misticismo.

¿Habrá dioses que rijan la tragedia?
¿Que condenen injurio a lo que engaña
a la muerte? Caldero que se incendia,
el espíritu ansía la guadaña.

Acostado en la arena, soy comedia:
bicho que morirá en su telaraña.

V
Mañana a esta misma hora
será viernes —estoy seguro—
y andaré con mi ropa de viernes
en espera del sábado.

VI
La noche me heredó todas sus formas,
nubes cargadas de incertidumbre.

Nací temeroso de la infancia.
Quien es tiempo teme la ausencia
de puertas y paredes.

¿Cómo agotar la invención del reloj?
Fallecer es un verbo copulativo.

Mi espacio lo ocupa el temor: mis pies,
como dos alfileres, se clavan al suelo.

VII
Sombra que devora
la luz que la produce,
evoco el mar en mis manos
y se rebela.

VIII
Buscaba en el paisaje
con la esperanza de encontrar la costa.

Había utilizado un puñado de mapas
que empaparon las horas de tedio.

Hundido en la palidez,
percibía las miradas que acababan en mí.

Era necesario buscar de nuevo:
urgente es una palabra sin verdad.

No quería pintar de gris mis intenciones
de ahogarme en el azul más próximo.

IX
El mar no sabe nada del azar.            

X
Mejor ser recordado, dicen los necios,
y visten el mismo sombrero
que nunca es el mismo.