Pongo la mesa. Dos servicios uno frente al otro. Manteles individuales azul índigo de algodón grueso, platos extendidos de cerámica con vivos también azules, el juego de cubiertos especiales para carne que se guarda en un elegante estuche de piel, tenedores del lado izquierdo del plato y cuchillos del derecho con el filo hacia dentro. La comida es sencilla, una fuente con chuletas al centro y otra con verduras a medio cocer, es todo. Me siento en mi lugar, enmarco el plato con los antebrazos en la mesa y las palmas vueltas sobre la madera para sentir algo natural, orgánico, que me ayude a creer en mi existencia durante la tensión de la espera. Los perros cruzan desbocados el patio, chillan y se paran en dos patas en el zaguán, mi padre ha llegado. No me muevo. Escucho la bienvenida, la ternura en la voz de mi padre, sus pasos vacilantes por las torpes embestidas de los animales, gruñidos, la ternura en su voz. Cuando entra me pongo de pie, saluda con un movimiento de cabeza y sigue adelante con los perros jugueteando a su alrededor. Se entretiene con ellos en la sala por más de diez minutos, luego se cansa y se va a lavar. En la mesa se sirve y prueba la comida, sé que le desagrada que esté fría, pero no lo dice, no dice nada mientras comemos.

―¿Soy real?

―¿Real?

―Sí, una existencia, una cosa que ocupa espacio mediante un cuerpo.

―¿Ésa es tu pregunta?

―La pregunta es si puedes verme, si puedes oírme, sentirme. La pregunta es si tú puedes asegurarme que existo en esto que llamamos nuestra vida.

Mi padre deja los cubiertos sobre el borde del plato, se limpia la boca, dobla la servilleta con cuidado y, al mismo tiempo que recarga la barbilla en las manos entrelazadas, me mira por primera vez, y ese acto me alcanza donde quiera que floto, me da forma, me modela, me crea perfecto. Pero la verdad es que no pregunto nada, él me mira y ninguno de los dos se atreve a crear algo con palabras, así que al terminar de comer recojo la mesa y llevo los platos al fregadero. Abro la llave y dejo correr el agua, la dejo temblar en su caída hacia la oscuridad. Después de mucho tiempo lavo los trastes. Mi padre se sitúa en la ventana al lado del escritorio, una pregunta me aprieta la garganta, como un hilo de aire sale por fin de mi boca:

―¿Qué miras?

―Nada.

―¿Qué miras? ―insisto.

―…

―¿Papá?

Se aleja de la ventana y con las manos en los bolsillos del pantalón deja caer sus ojos sobre mí, esta vez sucede, nos quedamos mudos, la luz se va diluyendo en un azul fino que nos oscurece. Sus labios se separan y apenas dejan escapar un suspiro, saca las manos de las bolsas, me da la espalda y se va a su recámara. 

Llega a la estación antes del amanecer. Es insensible a lo que lo rodea, el frío de la madrugada, la oscuridad rayada por las luminarias ambarinas de los arbotantes, las sombras imposibles que crean los follajes, las señales de tránsito que de repente cambian de color, el sonido de los neumáticos sobre el asfalto mojado, las pocas, poquísimas personas con las que se cruza, huidizas como ratoncillos, bultos anónimos que desaparecen en la lobreguez de la ciudad. Cada día se pregunta cómo hace para salir de la cama, cómo es posible que se atreva a intentarlo otra vez. No sabe qué está haciendo, sólo acierta a tratar de ser invisible hasta la desaparición: nadie. Coloca la tarjeta en el lector, no tiene crédito ya. En la taquilla no hay gente haciendo fila ni hay quien la atienda. Espera. Se revuelve inquieto. Se asoma a la ventanilla, trata de ver al interior con la cara pegada al cristal. Vuelve a la entrada, no hay vigilantes. Al saltar los torniquetes sin pagar pasaje, al subir a trote uno tras otro los dos niveles que llevan al andén, recuerda a sus perros que esperan en casa, el proceder seguro, sencillo de los animales, sin sobresaltos, sin la volatilidad de un muchacho. Se dirige al fondo de la estación, advierte en la pared de acrílico su imagen que lo sigue sobreimpresa a la negrura del exterior, una transparencia, un fantasma a la espera del tren. El chico le viene a la cabeza, lo ve al lado de los animales con sus ojos hambrientos de algo que no sabe de dónde obtener para él.

Sé que mi padre odia el metro. Todos los días se toma unos pocos minutos al llegar del trabajo para estar con los perros. “Es parte de lo que necesitan para crecer sanos”, decía cuando yo era niño. En ese entonces, se sentaba en un taburete bajo, los perros iban a él, se metían entre sus piernas, descansaban la cabeza en sus muslos y él se entregaba a la tarea de acariciarlos, les sobaba las paletas, el lomo, y les jalaba las orejas mientras murmuraba palabras de afecto que he olvidado. Me llamaba para que yo los tocara, me enseñaba a hacerlo sin brusquedad, guiaba mi mano a través de su columna. Muchas veces terminábamos recostados, amontonados en el piso de la cocina, y mi padre se quedaba boca arriba con los ojos perdidos en algo que era invisible para mí. Una de esas tardes escuché un rumor suave, casi inaudible, una vibración que flotaba en el pelaje de los animales, aire que provenía del pecho de mi padre: “odio el metro”. Alcé mi cabeza para ver su cara, su perfil entre las sombras como una llanura distante, no había perturbación alguna, ningún indicio en el ambiente de que en realidad esas palabras hubieran cruzado la oscuridad. Trato de recordar, trato de recordar qué nos pasó.

El tren se aproxima, silba al entrar a la estación y disminuye la velocidad. El primer vagón pasa vacío, el segundo, todos. Cuando el último entra al andén, él se acerca a la línea amarilla, pero el tren sigue adelante, abandona la estación. Lo ve desaparecer tras una curva. Una vez que se ha ido, aprecia el frío que sube desde las vías, el silencio, a lo largo de la plataforma no hay nadie, puntos de luz que cambian de color o se apagan.

Me gusta dibujar a los perros. De niño calcaba las ilustraciones de las distintas razas que venían en la vieja enciclopedia de mi padre. Ahora es un pasatiempo, me gusta observarlos hacer toda clase de cosas, dormir, comer, asearse, pero lo que más disfruto es verlos andar. Primero me hago una idea general, todo el cuerpo en movimiento; después me enfoco en un segmento, un detalle, una articulación, un tendón tensionado, la forma mínima expresada en el espacio. Si entiendo un fragmento de la cosa, entiendo la totalidad. Tengo cientos de bocetos que constantemente dejo a la vista por toda la casa para que mi padre los encuentre. Creo que una vez lo descubrí viendo uno. Salí de la cocina después de lavar los trastes, él estaba frente a la ventana, pero estoy seguro que lo que hacía era ver mi dibujo sobre el escritorio.  

Al volver del trabajo percibe algo cercano a un sentimiento, algo que describiría como un soplo que se desliza en su pecho hacia el vientre. El tren se detiene y abre las puertas, todos los pasajeros se concentran en las salidas, la sensación es algo tan sutil, tan nimia en la vastedad de su interior vacío, que empieza a diluirse tan pronto como la ha notado. Se pega a la pared de acrílico transparente para no ser arrollado por la multitud, cierra los ojos y se aferra a esa sensación inaudita que le recuerda lo humano, tensa el cuerpo en el intento de no dejarla escapar y llevarla a casa para que ese chico que lo espera sepa que es capaz de sentir. Quiere creer que al volver del trabajo el mundo será otro, que al llegar a casa llevará algo consigo. El piso bajo sus pies vibra y, al mismo tiempo, el silbido eléctrico y el viento helado entran a la estación precediendo un nuevo tren. Igual que en el anterior, no hay espacio para un pasajero más. Se aproxima a la línea y, al momento de abrir las puertas, es repelido de nuevo por la muchedumbre. Se queda adherido a la pared, observa el tren que se va sin él de nuevo. En realidad, al volver del trabajo el mundo es el mismo sitio vacío. 

Recuerdo cómo descolgaba las correas de la pared, ellos se ponían a retozar a su alrededor con el hocico entreabierto como una sonrisa, se las ponía a cada uno con paciencia, tomándose el tiempo para palmotearles el cuerpo. Yo aguardaba en el patio cerca de ellos con la esperanza de que mi padre me notara y me llevara con él, pero para entonces las cosas ya habían cambiado. Se alejaba hasta el zaguán sin siquiera mirarme y salía con los perros que iban caminando a saltitos delante de él. Cerraba la puerta tras de sí y a mí me quedaba retumbando en la cabeza el golpe metálico. En lugar de volverme a casa, me quedaba en el patio dando vueltas por ahí, inventando nombres a las nubes: susurro, tristeza, almendra... También pensaba en la noche polar de la que había leído en un tomo de la enciclopedia de mi padre: “Es aquella que se prolonga por más de veinticuatro horas y sucede en los círculos polares”. Tenía fotos de una oscuridad rojiza que se concentraba en un pueblo desconocido, y yo me tumbaba en el piso, cerraba los ojos y me imaginaba aquello. Me quedaba quieto y dejaba que los mosquitos flotaran a mi alrededor y me picaran una y otra vez como un recordatorio del patio, los perros, mi padre, para no perderme en esa oscuridad que podía durar toda una vida. A veces, al abrir los ojos me encontraba con que ya había anochecido, entonces me llevaba un buen susto, no me movía nada, apretaba todo el cuerpo y ahí me encontraban cuando volvían todavía excitados y con la apariencia de ser distintos de los que se habían ido, como si sólo ellos hubieran continuado el ritmo de la vida y su cuerpo rezumara la aventura, y el patio y yo representáramos existencias fantasmales fijas a un ambiente, un sentimiento, la oscuridad. Mi padre colgaba las correas, por fin dejaba a los perros agotados en el patio. Entonces sucedía, justo un momento antes de entrar a la casa me miraba sonriendo, quizá se trataba de una extensión de su propia felicidad compartida con los animales, quizá esa misma felicidad lo hacía notarme.

Tarda en entender que se ha anunciado el arribo a su parada. Está sentado, cabizbajo, atento a la oscilación que sube por sus plantas y sacude su carne, atento a los zapatos en el cuadro de su visión, atento a una cuenta interna, personal, que lo relaciona con algo ubicuo más allá de sus tristes imágenes de presentación. Se pone de pie y se acerca a la puerta sujeto de los tubos de aluminio. Un sonido neumático como una exhalación, las hojas se separan. Sale, avanza unos pocos pasos y se detiene, se recoge del fluir murmurante de bocas teléfonos pasos audífonos pensamientos hastíos agua mucha agua que corre sin fin, el escalofrío de las vísceras. Si pudiera explicarle a su hijo de qué manera está tan seco, tan lejos de los hombres de esta era, de este mundo.             

Los perros se levantan muy contentos moviendo las colas cuando me ven tomar sus correas. Sé cómo hacerlo, he visto a mi padre miles de veces. Los llevo a los dos con la mano derecha y los hago caminar ligeramente frente a mí. Los guio por calles y calles dando círculos, pasando muchas veces por los mismos lugares. Las personas con quienes nos cruzamos nos miran con ternura y cuando pasamos cerca hay quien intenta tocarlos.

―No, por favor ―digo jalando de las correas―, a mi padre no le gusta que se mezclen con extraños ―y me quedo un instante, sólo el suficiente antes de seguir, para apreciar el desconcierto en la cara de la gente.

Entramos a la ciénaga por un tramo roto del enrejado. Después de una explanada a cielo abierto, el camino se estrecha en una vereda lodosa, flanqueada a ambos lados por una fila apretada de árboles macizos que se estiran disparejos eclipsando el cielo con su espesura. Del otro lado de la arboleda, el canal corre en paralelo con un olor a huevo podrido. A lo largo del trayecto, los perritos se detienen por ahí de vez en vez, olisquean, orinan y comen pasto, y nada de eso me molesta, los dejo hacer sin presiones. Al calcular dos kilómetros de camino, busco un tronco delgado donde sujetar la correa de la hembra. Al principio ella se sienta dócil a esperar, pero de pronto se da cuenta. Frente a ella, con el otro perro a mi lado, observo su agitación, y como permanezco ahí sin hacer nada salvo mirarla a los ojos, se empieza a desquiciar, ladra y da vueltas alrededor del árbol, acortando la correa hasta quedar tan justa que no puede moverse. Conforme me alejo el ladrido es más como una tos seca, tengo que obligar al macho a seguir. En casa, paso con el perro hasta el baño, lo encadeno a la base del lavabo, regreso a la cocina por lo necesario. Como tengo sed, sirvo un poco de agua en un plato hondo, lo dejo sobre la mesa y tomo asiento frente a él. Recuerdo la enciclopedia de mi padre: “la noche polar es aquella que se prolonga…”, pero esta vez toda esa oscuridad sin fin me hace llorar. Pongo los antebrazos sobre la mesa, me inclino y bebo del plato a lengüetazos. Me encierro con el animal en el baño, abro el estuche en el piso, el brillo metálico de todo ese instrumental para asados contrasta con el interior de terciopelo negro. Me mira con sus ojos de perro, distantes de los míos, al fondo de su mirada no encuentro equivalencia, no estamos hechos de la misma materia estelar.

Llega a las seis. Los perros no salen a recibirlo. Cierra la puerta del zaguán y espera. Al fondo, la casa está a oscuras y en silencio. Cruza el patio, tampoco el chico sale a su encuentro. Se detiene en el umbral, la puerta está entreabierta, la empuja, cede con la inercia de su peso, la luz áspera del anochecer se cuela, se dispersa en una franja que aclara la habitación. Entra. No lo ve, lo percibe con el cuerpo, de un modo visceral sabe que algo se mueve desde la opacidad condensada, surge, se aproxima lento, gatea hacia él por debajo de la mesa, entre los muebles, con movimientos estudiados resultado de la observación sistemática, del ensayo riguroso. Él pone una rodilla en el piso y aquello se acerca, recarga la cabeza y lo empuja con suavidad, una humedad tibia se esparce en la tela del pantalón. Pasa una mano por el pelaje y al tacto se le contrae el abdomen, se ahoga con un golpe de aire. El cuerpo se sacude, la cola se balancea flácida, sin vida, la cabeza con las orejas caídas se resbala de su lugar, cae la noche por completo, una distorsión, una anomalía grotesca de la alegría canina se frota a sus piernas. La oscuridad es absoluta.





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Jorge Córdova Monares (Ciudad de México, 1971). Licenciado en Creación Literaria por la UACM. Es autor de Krummville 50 (Universidad Veracruzana, 2010).  Ha publicado en Confabulario y en Nagari Magazine. Imparte clases y talleres de literatura en espacios culturales y en la UACM.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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