ESCRITORES DE AGUASCALIENTES (1985-1997) | CUENTO  / junio-julio 2019 / No. 80
 


Esqueletos




Sentía que todo había terminado, había vuelto a casa.



Hay una enorme grieta debajo de lo que solía ser el cuarto de mi padre. Es delgada, redonda y demasiado larga para ignorarla. El negro del vacío y la oscuridad que la habita rompe con la claridad del techo. Ahí algún día existió una escalera, después ese techo que comienza a resquebrajarse. En la cocina la cacerola de los huevos tiene óxido, la cafetera hongos, la estufa cochambre y la alacena un terciopelo formado por grasa y pelusa. La llave de la regadera gotea, bajo ella hay sarro y moho que guía el camino de un río que crece gota a gota hacia la coladera. Demasiadas cosas apiladas bajo la escalera. Cajas, trozos de madera, balones desinflados, fotografías de boda, de niños, diplomas enmarcados, trofeos. El segundo piso es un largo pasillo de silencio. En el tercero mi cuarto aún con llave. Dentro todo está cubierto de polvo. Parece que el techo se derrumbara partícula a partícula. Me tiro en la cama, miro los ladrillos desnudos de la bóveda, dos grandes manchas se han formado por la humedad. En el centro de ellas el cemento ha desaparecido, hay grandes rendijas y de cada una cae una gota de agua turbia. Algún día este lugar estuvo lleno de vida, algún día vivió una familia en él.



El cambio de clima siempre se nota. Pasar del smog al aire limpio, un cielo gris a uno azul, de la indiferencia a la mirada atenta de la gente, de los ríos de autos a los estancamientos viales sin sentido, de la temperatura estable a los cambios extremos, de un sol eternamente opacado a otro tan intenso que te hace sentir cómo tu piel se deshidrata cuando caminas bajo éste. Al menos esta vez es época de lluvia, al menos éste será el último cambio. Encerrado en mi habitación puedo ver cómo la lluvia cae desde los cuatro puntos cardinales. Puedo saber en qué dirección sopla el viento por el tamaño y la forma de las gotas que estallan sobre los cristales de la ventana. Gotas grandes, pequeñas, alargadas, redondas, cristales que apenas se mojan y otros donde el agua corre viscosa como aceite. Un paraguas espera siempre en la esquina de la habitación por si decido salir bajo este clima, cada vez más frecuente en la ciudad, pero la mejor opción siempre es quedarse, sacudir el polvo sobre la cama y tirarse a ver las gotas caer. El agua se filtra por algunos de los cristales —normalmente los inferiores de la ventana contraria al viento—, forma pequeños charcos en el marco que luego se derraman para formar pequeños charcos en los ladrillos que son absorbidos por éstos o se evaporan. Jamás he investigado lo que sucede con esa agua. En ocasiones la tengo que secar de inmediato cuando cae sobre el parquet, pero en otras solamente la dejo ahí a que desaparezca. Imagino que es absorbida por los ladrillos; que por dentro están húmedos, frágiles, porosos; que el sol de mediodía los seca con tal calor que podrían considerarse horneados de nuevo; pero en el fondo sé que aquello no pasa, que dentro hay huecos, hay cavernas, hay vacío que no se llena por ningún tejido conectivo como sucede en el cuerpo, que sólo espera el momento de derrumbarse y dejarse caer la ventana.



A veces volver es la peor solución. A veces es necesario. Otras es la única opción. Tras meses de vivir con cajas sin desempacar, más de cuatro lugares en dos años, es bueno tener un lugar al cual volver, en especial cuando no se tiene ya cómo pagar la renta o dónde vivir. En el camino entre el patio de lavado y mi cuarto hay un par de tinajas llenas de agua por la fuga del tinaco. En una de ellas flota un serrucho con un mango de madera roto. La otra se encuentra alfombrada de musgo. Junto a ellas crecen plantas silvestres, tres fresas que los pájaros han picoteado y algunas flores rosas que han logrado sobrevivir solas. Regresar a una casa vacía, regresar a la casa de la infancia, es regresar a una casa encantada, una casa llena de fantasmas y esqueletos en el armario.

Me niego a salir de mi habitación, a dejar de ver las manchas de humedad en el techo, a no estar presente cuando se desplomen. Sin embargo, podría recorrer la casa mentalmente. Vería el cuarto de mi padre, su escritorio demasiado grande, demasiado alto, la laptop reposando sobre él y sobre ella sus lentes, sus medicamentos en la lapicera. Podría ir al cuarto de mi madre y ver las fotografías sobre la pared, algunas decoloradas por los años al sol, otras con los tonos irreales que ofrecían los rollos de película. Vería nuestros diplomas de aprovechamiento escolar, las medallas, las manualidades de cada 10 de mayo. Tendría en su escritorio los libros que le regalamos, todos a medio leer, algunos papeles escritos a pluma, muestras de cariño de sus alumnos e hijos. Junto a él, bolsas de plástico, ropa tirada, collares, cosméticos, todo para lo que no encontró jamás lugar en su vida. Los cuartos de mis hermanos serían cuartos mutantes, ya sería difícil saber a quién perteneció cada uno. En uno habría libros de filosofía, herramientas de alpinismo, afiches de dos equipos diferentes de fútbol americano, zonas de orden combinadas con zonas de desorden, una repisa llena de vasos de cafeterías y el suelo tapizado de botellas vacías de cerveza. En la pared negra estarían las manchas que ha dejado el sarro por los días de lluvia en que olvidaron cerrar la ventana. El otro cuarto tendría el closet lleno de vestidos de mujer, una de las camas con la ropa que mi hermano ha dejado, una pared rosa a medio cubrir por pintura gris, el resto aún en tonos pasteles, el escritorio con partituras de piano, restos de circuitos eléctricos, un balón de basquetbol junto a los pompones de porrista. Cuadros de bailarinas junto al póster de un videojuego de guerra. Habría recuerdos, rastros por todos los cuartos, huellas de quien un día se fue, pero nada de valor. Al final, cuando las personas se van, sólo queda lo que ya no importa.



Mi clóset no estaría exento de recuerdos. Pequeños trofeos de cada uno de mis fracasos. El casco, la guitarra, el estetoscopio. Cuántas cosas quise ser un día y ahora sólo puedo mirar la mancha que no para de crecer y de la que cada vez caen más gotas. He puesto una taza con mi nombre y número de jersey en relieve, un vaso publicitario de una botella de vodka, la taza de peltre que me compró mi padre cuando me visitó en la capital y una botella vacía de Victoria familiar para cubrir las goteras que hasta ahora han aparecido, pero sé que pronto aparecerán más, que me quedaré sin más recipientes que usar, que toda lucha será inútil porque lo que debí hacer fue impermeabilizar antes de la temporada de lluvias o aun antes, cuando se construyó el cuarto, pero omití hacerlo porque creí que podría vivir así, que pronto me iría a vivir a otro lugar, porque lo que no creí fue regresar a vivir con los objetos olvidados.



Bajo las escaleras, en las cosas empacadas debe de estar nuestro primer instrumento familiar, algún violín ya con el brazo roto y el puente gastado. Deben de estar también los libros de la primaria, los cuadernos, los engargolados, las impresiones de la primera computadora, los recuerdos de campeonato y trofeos. Podrían ser el lugar en el que terminaron el nacimiento, el árbol de navidad y los adornos que nos gustaba poner cada año en una especie de ritual familiar, las pocas veces en que solíamos convivir todos, escuchando villancicos y comiendo galletas horneadas o pan con canela y ponche, como creíamos que debía celebrarse. No había época más feliz y triste para todos. Si no fuera un falso árbol de plástico me pregunto si habría sobrevivido en el abandono como las fresas y las flores. Quizá iría perdiendo una rama con cada habitante que dejaba la casa y una más por cada año que pasó solo. Aun así quedaría ahora la mitad del árbol, con suficientes ramas para adornar una esfera a la vez y tener una actividad que hacer cada día. Apuesto a que bajo las escaleras también hay una caja con las despensas que nos regalaba la abuela. Quizá aún quede pasta, atún con sabor a arena o alguna otra comida enlatada que pueda usar ahora, si salgo del cuarto, si me animo a comprobar que el paraguas en la esquina aún funciona, si hago ese recorrido inicial en sentido opuesto y voy llenando mi mente de aromas y recuerdos escondidos bajo el polvo y telarañas. Seguramente recordaré más cosas que se han perdido en los años, el juego de química de mi hermana, el horno mágico de otra, la laptop de Barbie, la pistola Nerf, el tablero miniatura, el peluche en forma de perro, la patineta de mis hermanos. A mi madre la recordaría con esa estereotipada imagen de las agujas estambreras y a mi padre con las recetas médicas que a su vez me llevaría a los días del consultorio en casa, repisas de cristal enmarcadas en latón dorado, el sillón de examinación que guardaba los misterios de agujas, guantes de látex, jeringas que mi hermano y yo usábamos como pistolas de agua, el escritorio que ahora se pudre en mi cuarto y la mesita de servicio con una licorera y cenicero en cristal cortado a juego. Cada una de esas cosas aún debe de rondar en la casa, terminando de descomponerse por olvido, mal acomodo o exposición a un clima que parece estar hecho con el propósito de desgastarlo todo.



Uno no se da cuenta de cuándo se comienzan a derrumbar las casas. Pasas por una abandonada, miras por la ventana los muros interiores incompletos, la hierba que crece por todos lados, la basura, los animales que han hecho de aquel lugar su nido, su madriguera, pero jamás imaginas cómo inició eso, crees que siempre estuvo así. Cada casa derrumbada fue algún día una casa amada, cada detalle en ella fue pensado, alguien se tomó el tiempo para planearlo, para realizarlo, por más banal y descuidado que éste sea.

Quizá todo inicia con una fuga, con el sarro de un lavabo que no se limpia en una semana, dos, un mes, años. Comienza con un cuarto al que se olvida barrer, en el que ya no se molestan por recoger las cosas del suelo, un plato que se deja en la tarja por días, el sapo descompuesto en un sanitario, la bomba del tinaco, una cerradura con la que se batalla en los días de lluvia, de frío, las cosas que se van acumulando bajo las escaleras, el cuadro que ya no se sacude, la ropa que no se levanta, no se lava. Todo se va convirtiendo en un cementerio de recuerdos, sueños que no se realizaron, metas que no se llevaron a cabo, personas que quedan en el olvido.

Otra posibilidad es que la destrucción sea interna, como el agua de lluvia que atraviesa la ventana y crees que dejas secar sobre los ladrillos, pero que en realidad se está filtrando. La pequeña grieta bajo el cuarto de mi padre que dice que ya no soporta más el peso de aquella cama, aquel escritorio inmenso, aquella persona. Una grieta que bien podría ser un iceberg por dentro, que dice que aquel lugar debe ser desalojado.

El suelo de mi cuarto está cubierto de pequeños trozos de ladrillo y cemento, pequeñas piedras que forman el camino de dolor que la Biblia dice debemos seguir. Quizá una casa no se destruye por dentro ni por fuera, sino que comienza por lo alto.



Uno no se da cuenta de cuándo comienza el fracaso de una persona. Una mala decisión, algo que no se debió decir, una oportunidad desaprovechada, la oportunidad incorrecta tomada, una persona que te deja, un mal trabajo, un despido, una mudanza forzada, un sueño no realizado, la disminución de serotonina, la falta de amigos, de dinero, de tiempo, de café, de alcohol, el exceso de serotonina, demasiados sueños, demasiadas frustraciones, demasiadas plantas que cuidar, demasiadas personas en quien pensar, demasiados deseos que cumplir, demasiada energía, amor, atención, tiempo, gastados en alguien que desaparece sin decir nada y que cuando vuelve ya no se baña en el mismo río, ni es el mismo río en que se bañó, no es, ni eres, nada.



A veces tomas la oportunidad correcta y te quedas solo, le inviertes todo tu tiempo, energía, esfuerzo, inteligencia, serotonina, y no funciona, te das cuenta de que no sirves para lo que tienes talento, para lo que quieres hacer de tu vida. Entonces no queda más que acostarte sobre el polvo, sobre las piedras que caen del techo a mirar la gotera crecer y esperar que algún día todo se derrumbe.


Este cuento fue escrito con el apoyo del programa Jóvenes Creadores del FONCA



Juan Daniel Mosqueda Esparza (Aguascalientes, Aguascalientes, 1985). Fue seleccionado para el Diplomado de Artes Visuales del Centro de las Artes de San Agustín y el Seminario de Fotografía Contemporánea del Centro de la Imagen. Participó en el Taller de Ficción con Martín Solares en el ciclo "Zacatecas, tierra de lectores". Fue becario del FONCA (2016) y formó parte del Consultorio de Dramaturgia en el CaSa (2019). En 2019 fundó De humani corporis fabrica.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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