ESCRITORES DE AGUASCALIENTES (1985-1997) | CUENTO  / junio-julio 2019 / No. 80
 


Zafra


El colchón amarillento en el que dormiré pertenece a Guadalupe, un hombre que no he visto en mi vida, pero doña Sol, su madre, que conocí hace un momento, me contó que se dedica a la zafra, que tiene 30 años y se quejó de que ahora casi no la visita.

No quiero pasar la noche aquí, en la comunidad de Manzanares, ni en esta habitación, pero qué puedo hacer, no sabía que los camiones de regreso a Tezonapa dejan de pasar a las siete de la noche.

—Entonces, ¿usted cree que mañana sí encuentre a la maestra Frida? No entra mi llamada a su celular.

Pinche maestra, se supone que debía recibirme aquí en la comunidad, instalarme en el lugar en que dormiré por una semana y enseñarme dónde impartiré las clases. Por suerte, cuando llegué conocí a Sol.

—Vaya pachi, la Frida debe de andar por Laguna Azul, los fines de semana se va para allá a visitar a sus abuelos y ahí no entra la señal.

Esto me pasa por pendejo, por no contactarla días antes.

En los ojos cansados de Sol se marcan venitas, como las ramas que el otoño arranca de los árboles.
La puerta de la habitación ha quedado abierta, los últimos rayos de sol alumbran unas botas vaqueras de piel. Afuera, gallinas atraviesan el patio cubierto de yerba; al fondo, la casa de Sol parece una sombra y el viento mece el portón de madera que da a la calle enlodada.

—¿Y por qué Guadalupe no tiene su habitación dentro de su casa?

Las venas en los brazos de Sol se marcan al abrir el cajón de una cómoda, toma una sábana y al sacudirla esparce polvo. Al volverla a sacudir tira una de las flores de cempasúchil que adornan el altar frente al colchón amarillento.

—Mijo, es más fácil seguir un par de tetas que un par de cabrones. Una araña luminosa como la noche se ha metido por un hueco de la pared.

—¿Perdón?

En el altar, un foco en forma de veladora ilumina una botella de mezcal, cigarros, las flores de cempasúchil que cubren la mesa y adornan la fotografía de un hombre sin playera, los rayos de sol atraviesan su piel oscura; parece no afectarle porque sonríe con machete en mano. Apuesto que esa cicatriz en el pecho fue por una pelea; la nariz tosca, supongo, la heredó de su padre y los ojos color petróleo de Sol.

Ahora que me fijo bien, calza las mismas botas de piel que están en esta habitación.

—¿Guadalupe es el que está retratado en las fotografías del altar?

Se escucha un gruñido en la habitación, tal vez sólo sea el cansancio de nueve horas de viaje, porque a Sol no parece importarle. La mujer golpea el colchón y se eleva una nube.

—Ay, mijo, es que ese muchacho nació como toro, embarazó a su primera mujer a los 13 y se largó con ella a Laguna Azul.

Por una extraña razón no me gusta que me llame mijo.

—Después regresó a Manzanares todo jiribilludo, nomás a embarazar a otra chamaca, entonces él solito levantó esta habitación para rejuntarse con ella.

Tal vez no quiere contestar porque le duele hablar de su muerte, pero me intriga, ¿se molestará si vuelvo a preguntar?

—Tardó más en construirla de lo que aguantó a la muchacha. Mi hijo es un toro, quién sabe ahora dónde chingados se encuentre.

Si está muerto, ¿por qué se aferra a hablar de él en presente?

—De lo último que me enteré fue de que hace poco lo vieron por Laguna Azul.

Un Cristo horrible tejido con paja está en la cabecera de la cama.

El viento sacude el techo de lámina, se cuela por los huecos en las paredes de madera (por los que puedo ver el cañaveral). y aunque envuelve no quita este calor insoportable. El gruñido se hace más evidente, pero ¿qué es?

—¿No escucha algo?.

—No me asustes, mijo.

—Escuche.

Estoy seguro, aquí hay alguien más.

—Ah, es la señora.

—¿Cuál señora?

Sol señala debajo de la cómoda, donde reposa una gallina gordísima, blanca como una nube, que tiene ojos estúpidos. Al darse cuenta de que la observo emite con más fuerza ese espantoso ruido.

—No seas papayón, mijo, es sólo una gallinita, es la señora, así le puso mi Lupillo. La última vez que vino igual que tú se sorprendió, me dijo: ¿qué hace esta señora en mi cuarto? Pero le causó gracia y ahí la dejó. Además, la muy conchuda no se mueve porque está empollando.

No quiero compartir la habitación con ella.

—Oiga, ¿y si esta noche regresa Guadalupe? Supongo que no le gustaría encontrarme en su cama.

Imagino que mentaría madres, y por la facha que tiene en las fotografías creo que es de los que se arregla a golpes.

—El cabrón ya tiene semanas que no me visita.

¿Pues cuánto tiempo llevará ahí esa gallina?

—¿Te molestan los zancudos?

Zumban en el oído y no paro de matarlos.

Sol ha terminado de tender la cama, se sienta en el borde del colchón; por un instante la imagino al límite del abismo.

—¿Duermes con almohada?

—No.

Ya quiero quitarme la ropa que el sudor adhiere a mi cuerpo.

—Qué coincidencia, mi Lupillo tampoco.

La habitación pintada de color azul pastel derruido por el tiempo me provoca repulsión. No sé qué hago aquí.

—¿Entonces Guadalupe anduvo con varias?

La araña luminosa se acerca al Cristo de paja.

—Mi hijo es un toro.

—¿Y qué pasó con la mujer que vivió en este cuarto?

Sol mira el altar y se acomoda su cabello blanco.

—¿Cuál de todas? La primera, esa chamaca fue sólo una grulla.

¿Por qué habla frente al altar como si yo no estuviera?

—Lo abandonó por un hombre que venía de Xalapa, por eso Lupillo acabó todo despechado y para curarse la pena anduvo con varias de otras comunidades; esa mujer fue la culpable de que se hiciera más cabrón.

Afuera, a lo lejos, se escuchan gritos de una pelea y hasta ahora me doy cuenta de que las ventanas no tienen vidrios.

—¿Y aquí es seguro?

—Se están peleando en la calle, ¿verdad?

—Achis, me parece que sí. Esa voz me parece que es la de mi sobrino, déjame oír.

Los gritos aguardentosos de dos hombres hacen eco, se escuchan más cerca.

—Vas y chingas a tu reputa madre, pendejo, bien que sabías que la Leidy me gustaba harto.

—Ya te dije que pus nomás se dio, tranquilízate, ya no hagas iris.

—Y los caché besándose atrás de las gradas, ni porque soy tu primo respetas. ¿Por qué me hiciste esto, cabrón? Contéstame o te rompo la madre.

Los gritos chillones de unas mujeres intentan detener la pelea.

—Pa'su mecha, si es mi sobrino Luis Javier. Siempre es lo mismo con ese cabrón, no tiene vergüenza.

Lo mejor será regresar a Tezonapa, pero ¿cómo?

—Pero quita esa cara, mijo, no pasa nada, es que hoy es domingo, después de la misa los hombres van al partido de béisbol, le entran duro a las quiguas y acaban cuetes.

He sido demasiado confianzudo; además, aunque la pinche gallina ya se durmió, no creo poder descansar en esta habitación.

—La verdad, no quiero causarle molestias, ¿no hay otra manera de regresar a Tezonapa? Ahí seguramente encontraré hotel.

—Mijo, estás en Manzanares, ya te había dicho que desde las siete de la tarde dejan de pasar los camiones.

La araña se ha metido en el Cristo de paja.

—Mijo, ¿me escuchas? No le veo caso que te vayas, además ya tendí el colchón, pero si quieres irte le puedo decir al mudito de enfrente que te lleve en su moto.

—¿El mudito?

—De repente se va de lado y me ha pegado uno que otro susto, pero sigo aquí.

—Creo que será lo mejor, ya mañana regresaré a buscar a la maestra Frida.

Sol, al apoyarse en el colchón, parece que se hundirá, pero se impulsa, se levanta y así quedamos frente a frente.

—Pero ándate con cuidado en Tezonapa porque hace un mes apuñalaron a un muchacho.

Ya con la mochila en el hombro, no sé qué hacer.

—¿Está muy peligroso?

—Si sabe que una calle es la frontera entre Veracruz y Oaxaca.

—¿A qué se refiere?

Entonces me cuenta.

—Una calle es la que divide a Tezonapa de Cosolapa. Cuando estaba chamaca, antes se peleaban mafias o familias, armaban su despapaye de un lado y luego cruzaban al otro; entonces la policía ya no podía hacerles nada porque se encontraban en otro estado. Eso se acabó cuando se permitió corretear libremente a las ratas.

—¿Y por qué apuñalaron al muchacho?

—Sólo Dios sabe.

¿Habrá un nido de arañas dentro del Cristo?

—Bueno, vamos con el mudo, porque luego se acuesta temprano.

¿Y si me matan en Tezonapa o esta vez el mudito no tiene suerte? El viaje hasta aquí ha sido largo, estoy cansado, tal vez sólo exagero. Además, no sé por qué, pero ahora que me dice mijo me inspira confianza.

—Creo que prefiero quedarme.

—No estés jugando conmigo, eh.

El viento ha cerrado la puerta.

—¿Antes de acostarte no te gustaría cenar? Tengo frijoles y una mojarra.

Los gritos de los borrachos se escuchan más, también las súplicas de mujeres.

—Te vuelvo a ver con la Leidy y ahora sí te mato, por ésta.

—¿Desde cuándo éstas son tus pinches tierras, cabrón?

—Leidy es mi vieja.

—Ni te pela porque ella también piensa que estás bien pendejo.

Han roto una botella, las súplicas de las mujeres se vuelven gritos, doña Sol se aprieta el pecho.

—La última vez que mi sobrino se puso gallo sacó la pistola, espero que ahora no se repita.

Parece que el primo de Luis Javier ha pegado la carrera porque el barullo se aleja.

—Bueno, mijo, entonces no quieres la mojarra, aunque sea tómate un lechero.

Dejaré la mochila en el piso.

—No, prepararé mi clase de mañana y después dormiré.

Si es que puedo. Nunca pensé que las gallinas roncaran y ésta lo hace como un cabrón. Sol vuelve a abrir la cómoda para sacar un velo derruido.

—Para que duermas a gusto, deja te pongo el pabellón.

—Gracias, ya no soporto a los zancudos.

—Deja tú los zancudos, luego se cagan las cuijas y te cae en la cara.

—¿Las qué?

La anciana mira el techo.

—Unos gusanos que se meten entre la madera y la lámina.

—¿Pero no se caen los gusanos?

—No, sólo su cagada.

La anciana de un clavo en la pared amarra un extremo del velo.

—Recién le había cosido otro pabellón a Lupillo, pero hace poco me aclaró que prefiere el viejo, porque le da menos bochorno.

—No me diga que entrada la noche hace más calor.

De otro clavo en la pared, ata otro extremo del velo.

—¿Cuál? Ahora es noviembre y está fresco.

Sol ha terminado de colocar el pabellón y parece un fantasma.

—Te dejo para que prepares tu clase, si necesitas algo me gritas.

Sol camina a la puerta, al fin se va.

—Ah, y por favor no apagues el foco del altar.

Apenas cerró la puerta y ahora batallo para quitarme esta ropa empapada en sudor. Por instantes siento que Guadalupe me observa y no soporto su mirada; Sol no se dará cuenta si giro sus fotografías hacia la pared.

Por qué en este justo momento la gallina despierta y gruñe con su voz de señora.

—Tú te callas, éste será nuestro secreto.

La noche transcurre; allá fuera las gallinas duermen, pero otros animales despiertan y hacen ruidos. Quiero relajarme, en mi mochila tenía una botella de agua, pero creo que me tranquilizará más un trago del mezcal, de ese que está en el altar.

—A tu salud, Lupillo.

El mezcal raspa mi garganta, siento cómo cae y quema las entrañas. Olvidé mis cigarros, pero por suerte hay unos cuantos al lado de las fotografías.

Cuántas cuijas habrá en el techo, cuántos insectos que al apagar la luz despertarán, empezando por la araña luminosa que se metió en el Cristo.

¿El mudito aún estará despierto? Pero ya de qué me sirve arrepentirme, además este mezcal está rebueno. Mañana no quiero improvisar la clase, pero no puedo concentrarme. Lo mejor será dormir, ¿o beber?

Aunque me he quitado la ropa no se me quita el bochorno, el mezcal me hace sudar más, pero ahora lo disfruto.

Las botas de Lupillo me parecen horribles, pero las quiero usar, tal vez murió hace poco porque aún tienen su olor. Es extraño caminar con ellas y no son cómodas, ¿por qué me ve así la gallina? Al carajo, ya estuvo.

Apagaré la luz, pero sí dejaré prendido el foco del altar. Me parece gracioso dormir dentro del pabellón.

A lo lejos se escuchan los gritos ahogados en alcohol de Luis Javier:

—Leidy, nadie te va a querer como yo, chingá. Sabes que sea lo que sea acabaremos juntos. Te amo, pinche Leidy puta.

Seguramente Luis Javier también bebe del mismo mezcal y me gusta imaginar que así estamos conectados. Que termine de curarse la pena, si aquí tienen mezcal del bueno. ¿Será de Veracruz o de Oaxaca? La etiqueta sólo tiene las letras Nombre de Dios, pero no menciona ni el grado de alcohol.

El ruido de los animales resuena en el espacio. ¿Se estarán apareando o por qué hacen más escándalo? ¿O será que ya me relajé de más? Aun así, no puedo conciliar el sueño.

Otra vez la estúpida señora gallina y sus ruidos.

Me gusta el ardor que deja el mezcal en los labios.

Al cerrar los ojos encuentro un toro sobre el colchón. Al abrirlos, la habitación en penumbras; al mirar arriba, un montón de pequeñas arañas luminosas recorren el Cristo de paja, por los huecos de la pared el aire mece la sombra del horizonte de caña.

Una ráfaga de golpe abre la puerta, la gallina revolotea, luz roja ilumina las flores que caen en el piso. Bajo mis párpados el toro tiene el rostro de Guadalupe. No paro de sudar. Al abrir los ojos observo cómo el pabellón se vuelve una nube que se eleva al techo. La sombra que se proyecta en la pared se deforma.

No puedo gritar el nombre de Sol.

Ya no tiene sentido abrir o cerrar los ojos.

La gallina grita como una mujer y ya no la veo.

Se hunde el colchón, al girar encuentro el toro. Al acercarse me sofoca el calor, su respiración en mi rostro, al abrir su hocico envuelve su aliento a madreselva. Su lengua áspera humedece mi cuello, el pecho, mi sexo. Los huecos en la pared se expanden y a través de ellos el horizonte es un inmenso mar que sacude el viento. Al extender mis brazos, siento el cuerpo del toro que se vuelve el torso de un hombre. El Cristo se desploma, las arañas luminosas invaden las paredes, el techo, se alejan, cada vez más, hasta volverse astros. El pabellón se pierde en el cielo, se expande y se vuelve una inmensa nube que cubre la noche. Me pierdo en el cuerpo del toro que por instantes se vuelve hombre, su lengua ahora cabe en mi boca y sabe a tierra, la noche afila los rasgos de su rostro, sus manos grandes y espinadas de zafra envuelven, sus ojos de petróleo se anclan en los míos; el recorrido de su sangre y el mezcal quema mis venas.

La cicatriz en su pecho se abre como un camino.

Sólo queda la inmensidad del cañaveral que se agita con su pulso, más rápido, la noche y el campo se fusionan; el horizonte es un destello verde.

El universo es zafra.

El toro desaparece.

Me levanto con el cuerpo cubierto de lodo en medio de este campo de caña que el despertar del sol ilumina.

Unas botas vaqueras de piel han quedado sobre la tierra.




De El cuerpo de la noche, Casa Editorial Abismos, 2017



Fernando Yacamán Neri (Ciudad de México, 1985). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Cursó diplomados en creación literaria en la Escuela Dinámica de Escritores y en el INBA. Ha publicado los libros de narrativa Ya quiero despertar (FOC, 2014), La pócima del diablo (Viernes Editores, 2015) y El cuerpo de la noche (Casa Editorial Abismos, 2017). Obtuvo el segundo premio de Cuento en el Concurso 40 de Punto de Partida, el Concurso Universitario de Narrativa "Elena Poniatowska" 2009 y mención honorífica en el concurso "La crónica como antídoto" 2014. Ha publicado Todos mis padres (Siníndice, 2019, I Premio Siníndice de Novela).


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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