1

No recuerdo cuándo fue la primera vez que pensé en la muerte. Tal vez a los cinco años, cuando vi una ambulancia afuera de la casa de don Juan, el vecino. La gente se arremolinó en la calle para saber qué ocurría. Entonces, de la casa del viejo salieron los paramédicos con una camilla en la que Juan dormía. Estaba cubierto por una sábana blanca y pensé en todos los fantasmas de la televisión. Mi padre me dijo que no viera. Me quitó de la ventana y luego trató de explicarme lo sucedido. Me dijo que Juan había muerto y que ya no lo volvería a ver porque se lo llevarían con Dios. No imaginé cómo. Pero él me explicó que lo sepultarían: echarían su cuerpo en un hoyo en la tierra, como si fuera una semilla, y su alma se iría hasta el cielo. Imaginé un árbol creciendo para subir el cuerpo de aquel hombre hasta las manos de Dios.

—Todos algún día nos vamos a morir, es parte de la vida —dijo papá.

Entonces sentí miedo. Temí ya no volver a ver a mi familia nunca más. Le pregunté a mi padre por Dios: le pregunté que cuándo nos íbamos a ir con él y por qué, pero él no me dijo nada, sólo bajó la mirada.

Después, pensar en la muerte se volvió un hábito. El norte es un lugar peligroso y me di cuenta a los ocho años, una tarde que tomé un periódico y leí que habían encontrado una troca abandonada a las afueras de la ciudad con siete cuerpos apilados en la caja. Le pregunté a mi padre dónde quedaba ese lugar en donde encontraron a tantas personas muertas, pero a los padres no les gusta responder esas preguntas.

—No sé —me dijo, y se encogió de hombros, como si esa respuesta bastara para dejar de pensar en la muerte.

Sólo pensé que uno puede desaparecer un día y al siguiente estar muerto. Así funcionaba la magia: en esta ciudad había muchos magos y muchos conejos atrapados en sombreros, cobijas, tambos de basura y bolsas.

Ese día no salí a jugar en toda la tarde y mi padre me preguntó el motivo. Tal vez quería que cerrara el periódico para irme al patio a jugar con los carritos mientras en la tierra dormían millones de cadáveres. Tiempo después mi madre me contó que un día encontraron el cuerpo del vecino en su patio, sepultado, y nunca supieron quién lo había enterrado ahí. Entonces dejé de jugar con la tierra porque estaba llena de sangre.

—No sé —le respondí, justo como él lo había hecho.


2

La primera vez que estuve frente a un ataúd fue a los nueve años. Adentro estaba mi abuelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Sostenía un rosario, como si orara, pero tenía la boca cerrada y los labios apretados. Yo pensé que el que estaba adentro no era mi abuelo. Parecía como si ahí hubieran puesto un maniquí que se parecía a él. Por eso papá no lloraba. De seguro él también pensaba lo mismo que yo. Ese que estaba ahí no era su padre.

Sin embargo, a mi abuelo —o al maniquí—, lo echaron a la tierra y me di cuenta de que nunca lo volvería a ver. Me sentí triste. Entonces terminé de entenderlo: en los ataúdes duermen maniquíes.


3

Cuando tenía trece años vi un arma por primera vez y pensé en mi muerte. Dos hombres armados entraron a la tienda de mis padres y se dirigieron al mostrador. Esa tarde yo estaba atendiendo. Uno encañonó a mi sobrino —que tuvo la mala suerte de acompañarme— y otro me encañonó a mí: sentí el metal frío de la pistola sobre la cabeza, luego sobre el pecho. Otro hombre se quedó afuera, cuidando. Luego vinieron los gritos.

—Dame todo el dinero, cabrón —retrocedí, asustado—. Esto no es un chiste, dame todo el dinero, rápido, hijo de la chingada.

Abrí la caja y tomé los billetes.

—¿También las monedas? —pregunté con nerviosismo. Ni siquiera sé de dónde tomé el valor para dirigirle la palabra. Después me reía al pensar por qué pregunté eso.

—Todo, pendejo.

No pensé las cosas. Sólo les di la caja: con todos los billetes y todas las monedas. No podía dejar de ver la pistola. Su dedo sobre el gatillo y cómo la mano le temblaba. Tenso, esperaba el disparo. Cuando gritaba también le temblaba la voz y pensé que se le iba a quebrar. Pero sólo tomó la caja y huyó. Yo me quedé ahí llorando.

Los policías llegaron a la media hora y me dijeron que era un asaltante primerizo. Levantaron el reporte mientras me decían que era muy probable que fuera su primer asalto.

—Tal vez pudo haber disparado —me dijo el oficial.

No me servía de nada saberlo. Esa tarde no dejé de llorar. Al día siguiente me enteré de que habían matado al vecino, el dueño de la tienda que estaba a tres cuadras, por resistirse al asalto.


4

También pensé en la muerte otras veces. Por ejemplo, una noche en la que mi padre y yo fuimos al hospital. Eran las 12 de la noche y la ciudad estaba vacía. Sobre el boulevard Fuentes Mares, en un semáforo, mi padre detuvo la marcha de la camioneta y junto a nosotros se detuvo un automóvil blanco. Entonces se dio el ritual de la cotidianidad: el semáforo en rojo y el saludo cordial entre dos conductores que se encuentran a la media noche en una ciudad del norte.

De pronto un automóvil negro llegó a toda velocidad, se detuvo enseguida de nosotros y dos hombres descendieron rápidamente. Se levantaron las playeras para mostrar sus armas fajadas al pantalón. Las sacaron. Uno se dirigió a donde estaba mi padre y el otro se dirigió a donde estaba el automóvil blanco. Escuché los gritos sin descifrar qué decían. Los hombres con las manos arriba, con las armas señalando a los conductores, amenazaron con disparar.

Papá pisó el acelerador a fondo y unos metros más adelante, en una calle que atravesaba el boulevard, chocó contra el automóvil blanco, que también había girado a la derecha. A nadie le importan esos accidentes cuando la vida está en riesgo. Mi papá y el conductor del otro automóvil se vieron y sólo levantaron las manos como diciendo: Aquí no pasó nada. Cada quien se fue por su rumbo.

Los hombres armados se subieron al vehículo y persiguieron al hombre del auto blanco. Papá no fue a casa y agradeció secretamente que los pistoleros se hubieran decidido por el otro automóvil. Tomamos otra ruta por si nos estaban siguiendo y dimos un par de vueltas hasta asegurarnos de que no pasara nada.

Esa noche dormimos agradeciendo estar vivos. Nunca supimos qué fue del hombre del automóvil blanco. Los periódicos sólo hablaban de lo bueno que era el gobernador y de lo bien que iba todo.


5

Ahora papá vuelve a pisar el acelerador a fondo. Hace mucho calor y no dejo de pensar en la muerte. Repaso cada una de las veces en que he pensado en ella. Pienso en cuántos maniquíes he visto. El más reciente fue el padre de mi madrina. Tenía el rostro blanco como sólo la muerte lo puede tener. Sereno, como si quisiera sonreír. Recuerdo una leyenda popular de una tienda de vestidos donde vive un peculiar maniquí que esconde mil leyendas. Dicen que es el cuerpo embalsamado de la hija de la dueña del lugar. La historia dice que justo el día de su boda fue atacada por un animal que le desfiguró el rostro. Otros dicen que se suicidó. Sin embargo ese maniquí es tan hermoso que en él no podría habitar la muerte.

Una gota de sudor corre por mi rostro. Parece una lágrima, pero no lloro. Mi madre sí llora y mi padre no quita la mirada del frente: se aferra al volante como si de eso dependiera su vida. Ayer leí en el periódico que en la sierra un comando armado entró a una iglesia para dar muerte a ocho personas, ahí, frente a los ojos de Dios. Mi mamá se persigna y reza. Vamos rumbo al panteón a sepultar a mi tío. Murió ayer, tenía malo el corazón. Lo sepultarán junto a su esposa. Me es inevitable pensar que uno es de donde están sus muertos y el norte los tiene de sobra.





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Luis Fernando Rangel Flores (Chihuahua, Chihuahua, 1995). Licenciado en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Autor de Hotel Sputnik (Tintanueva Ediciones, 2018) y Poemas para un Lugar Común (Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua, 2018). Obtuvo el Premio Estatal de Poesía Joven Rogelio Treviño 2017 y el segundo Premio Nacional de Relato Sergio Pitol 2017. Becario del 9° Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Festival Interfaz en 2014 y del FOMAC en 2018. Director editorial de Sangre Ediciones.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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