ENSAYO / octubre-noviembre 2019 / No. 82
Perfil de un suicidio estético: Kawabata, Rikyu y la imperfección



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En 1591, como prefacio a su suicidio ritual frente al escrutinio de la guardia del shogun Toyotomi Hideyoshi, Sen no Rikyu hacía añicos una de sus reliquias mientras pronunciaba una frase que quedaría grabada para la historia: “Nunca más este tazón, manchado por los labios del infortunio, sea usado por el hombre”. El maestro del té no tenía otra opción más que acatar las órdenes, pues resistirse le habría costado el privilegio de aniquilarse a sí mismo. Anciano y agotado, tan sólo un año atrás había oído de la tortura y la ejecución a que fue sometido Yamanoue Souji, su discípulo más estimado. El gobierno que había entronizado a Rikyu, el hombre que en tan sólo 12 años había configurado la estética de su tiempo y de las épocas por venir, había comenzado una purga sin otro fundamento que la rabia de un tirano paranoico y posiblemente afectado por la sífilis. El crimen de Sen no Rikyu: mandarse a construir una estatua y ponerla por encima de la del shogun en su propio castillo. El arte, que es universal y divino, humillando con su talón las pretensiones totalizadoras de un hombre que, aun siendo dueño de un imperio, se revela mundano.

La faramalla del suicidio honorable no significó tanto la caída de un hombre como la victoria de una escuela de pensamiento que en lo inexacto, lo impreciso y la sombra halla la belleza. Nada pudo hacer el poder totalitario contra la profecía de la estatua. Las enseñanzas de Rikyu afectaron mucho más que a la ceremonia del té, ese ritual exquisito y sutil que los occidentales acostumbrados a las expresiones abigarradas observan con una mezcla de asombro, fascinación, incredulidad y, en algunos casos, hasta tedio, si no es que sorna. Los ideales de lo imperfecto se dejan sentir en la cerámica, la arquitectura, la decoración de interiores, la pintura y la literatura. El elusivo wabi-sabi quedaría formalizado en una parábola en que Rikyu ordena a uno de sus discípulos preparar un jardín. El aprendiz se esmera en barrer las hojas, acomodar las piedras, sacudir el polvo, dejar impoluto el sitio. Apenas regresa el maestro, la decepción le ensombrece la cara. El estudiante, sorprendido, ve a Rikyu alargar la mano, tomar la rama de un árbol y sacudirla. Es sólo hasta que la lluvia de hojas secas imprime su marca en el jardín que el maestro se muestra satisfecho. El arte de la imperfección no se articula como una apología al desorden. Antes bien postula que así como la belleza no se encuentra en lo que con esmero prepara el hombre, tampoco se halla en la mera corrupción de los objetos. Estropeando la labor del estudiante, Rikyu no ha querido exaltar el caos sino homenajear el orden orgánico y aleatorio con que la naturaleza y el tiempo firman su presencia en la obra humana. Lo sublime es el hilo que los une, y la marca del tiempo sobre la superficie es la sutil armonía entre la gloria y la decadencia.

Rikyu ofrecía sus ceremonias en una covacha diminuta y apenas iluminada. No muy lejos, se elevaba el palacio dorado del shogun. Wabi-sabi no es sinónimo de pedestre, descuido o fealdad. La imperfección deliberada es la negación de toda empresa sublime. El artificio humano, en tanto medio para que la marca del tiempo se manifieste, debe construirse con el mayor de los cuidados. El espacio del maestro, aunque claustrofóbico y oscuro, atendía a las necesidades de la ceremonia: un sitio más amplio se devoraría el murmullo de la escobilla que agita el té, distraería a las visitas de lo que en esos momentos constituye el centro de todo —la bebida, el líquido como trasunto de comunión entre hombres, la materia y el tiempo— e impediría que mientras durase la ceremonia el universo se redujera a lo que ocurría en la intimidad compartida por el maestro y sus convidados. De ahí que resultase inadmisible beber de un vaso cualquiera. Una vez confeccionados con el mayor de los cuidados, los tazones debían madurar, desgastarse un poco, permitir que el mundo y el flujo de sus años los contagiara de su esencia, así como la lluvia modela lentamente las rocas o el aire corroe los metales.

En Mil grullas, Yasunari Kawabata imagina las mismas tazas de té que Rikyu sostuvo un día convertidas en floreros, tristes ecos de la tradición que apenas reverbera en tiempos modernos. La ceremonia sirve de trasfondo para que el autor dibuje, a través de escenas disgregadas y una prosa mínima, la historia de una obsesión erótica en la que el suicidio y la vergüenza conviven junto al deseo. Aunque es posible y quizá necesaria una lectura sociológica —tradición contra modernidad—, en rigor se trata de un comentario sobre lo insoportable que resulta constatar que la decadencia rige todo cuanto existe. Kawabata se sirve la ceremonia del té —lo eterno— para señalar la fugacidad de la vida y para apuntar que ni siquiera la tradición se salva de la tiranía del tiempo. Los utensilios para el té permanecen, pero ni las costumbres ni los objetos pueden vencer lo que los años hacen con ellos. El ritual une a los personajes en sus respectivas tragedias y, sin embargo, apenas hay descripciones del protocolo y sus elementos. Las acciones y diálogos suceden antes o después de ceremonias que ocurren tras bambalinas. La renuencia narrativa de Kawabata hace las veces de contraluz: sobre el lienzo blanco de los acontecimientos se proyecta una silueta difusa, apenas visible, que arrastra los rumores de un tiempo que se extingue. Del mismo modo en que las viejas simbologías se degradan, así crece el silencio que ahonda las brechas que separan a los hombres. Y lo más trágico: la belleza imperfecta, el máximo ideal zen, dejará de ser trascendente y se volverá estéril. Romper un tazón, quebrar la gloria, decretar el fin de lo sublime, no será objeto de meditaciones ni lamentos.

Kawabata es un autor eminentemente trágico que entiende bien que el precio de la permanencia es la herrumbre. Por medio de murmullos e insinuaciones, sus obras exhiben a contraluz la pátina que el tiempo deposita en lo sublime. Como los estetas del wabi-sabi que han sabido apreciar las lentas imperfecciones de la materia, Kawabata fija su atención en las rajaduras del espíritu de gente a las puertas de su decadencia. Uno de los episodios de Mil grullas está dedicado a reflexionar sobre el suicidio de uno de sus personajes. Estando en el funeral, la hija huérfana sólo atina a decir que lo único imperdonable de la muerte es que “aniquila todo el entendimiento”, frase ante la cual el lenguaje de los cuerpos —el sexo— y el de las bocas —el idioma— se revelan insuficientes. Los vivos no pueden reconciliarse con la tragedia si no es por medio de la introspección, un viaje hacia el fondo de uno mismo que cuando termina se descubre fatal. De vuelta a la superficie, el hombre se halla solo y no puede intuir nada más que la sensación de su desamparo. Es así como Mil grullas disecciona e investiga el proceso existencial mediante el cual se aliena el individuo.

Cuando la hija huérfana, impotente y hastiada, estrella los tazones de té contra el suelo, se da cumplimiento a las palabras que pronunció Rikyu en la antesala de su muerte: nunca más esos tazones manchados por los labios del infortunio serán usados por el hombre. Así como la pátina del tiempo se deja ver en las superficies desgastadas de los objetos, de igual manera decaen los símbolos de lo sublime hasta que de ellos sólo queda la fatalidad de su recuerdo evanescente: llegará el día en que el objeto deje de evocar sensaciones. Si esto es cierto para la materia, también lo es para el hombre. Mientras Fumiko hace añicos las reliquias, un hombre que la observa piensa que la idea del suicidio está a punto de germinar en ese corazón huérfano.

La revelación a la que Kawabata llega por medio de la alegoría es algo que ya  había expresado Unamuno: el sentimiento trágico de la vida o la conciencia del humano de cara al existir, un proyecto de muerte, “el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio”. El suicidio estético no es la respuesta inequívoca al predicamento, pero ciertamente es una de las soluciones a las que llegan los hombres hambrientos de infinito.

La memoria es la única arma con que el ser humano puede encarar al tiempo. Sin embargo, como muestra Kawabata y como enseña la escuela de Rikyu, la decadencia es la ley inexorable de la esencia. El suicida estético no triunfa, tan sólo obtiene una prórroga. Su tragedia sigue siendo la del tazón que gradualmente pierde las trazas de su grandeza. Igual que todo símbolo, el hombre se diluye en olvido.


2

El contrapunto a los que se suicidan proclamando una estética se halla en los que mueren por hastío. Usualmente se lo ve en los casos de personas que se resignan a que los males irremediables, la enfermedad, el sufrimiento psicológico —la angustia confusa—, una vida sujeta a los arbitrios de la iniquidad —la guerra o la miseria, digamos—, no merecen ser combatidos. El drama, sin embargo, no es precondición necesaria de la fatiga. Hay espíritus que, pareciera, simplemente se apagan. Quizá reconozcan, en un momento clave, su sentimiento trágico y lo encuentren, más que insoportable, tedioso.

Kawabata sospechaba que la introspección es un suicidio que se cocina a fuego lento. Lo insinúa en Mil grullas y lo anuncia con claridad en su discurso del Premio Nobel. Justo cuando él estaba escribiendo sus primeras ficciones, Ryunosuke Akutagawa acababa con su vida. Tomando como referencia una de las frases más célebres de su última carta —“ojos en el estribo de la muerte”—, Kawabata escribió por entonces un ensayo sobre la antipatía que le producía el suicidio. Sin modestia, se cita a sí mismo ante la Academia Sueca: “Sin importar lo alejado que uno esté del mundo, el suicidio no es una forma de iluminación. Por muy admirable que sea, el hombre que se suicida está lejos del reino de la santidad”. Además de pensar en Akutagawa, recuerda a un amigo suyo, pintor vanguardista, a quien había oído decir hasta el cansancio que “la muerte es la forma superior del arte”. Kawabata le explica al rey que no puede compartir esta visión, pero no aclara el porqué. Más adelante cita al monje Ikkyu para reafirmar los peligros de la contemplación y el pensamiento desmedido: “Entre quienes reflexionan, ¿quién no ha pensado alguna vez en el suicidio?”.

En La enfermedad mortal Kierkegaard señalaba que para el hombre hermético, “al que no hace más que agitarse en su taciturnidad […], el suicidio es su primer riesgo”, pues, como habíamos anticipado, no hay reino más peligroso que aquel de la vida de la mente. Acertaron Dostoievski, a través de Kirílov, y Camus cuando postularon, cada quien a su manera, que en una realidad inmanente la verdadera pregunta que todos tendrán que responder es por qué no suicidarse. Pero habría que matizar su preocupación: la duda sólo reviste relevancia para quien ha caído en la trampa de sus pensamientos. El horror auténtico, la fobia metafísica que previene al ser humano de ejercer el más arrebatador de los actos libertarios —el suicidio—, el pánico que finca su permanencia, no surge tanto de la amenaza que plantea la muerte como del entender que la delgadez de los hilos que sostienen la vida revela la insignificancia y la fragilidad del hombre. No hay desolación más grande para el hambriento de infinito que el pensamiento de la extinción definitiva. Porque el infinito, en esta mentalidad, no es la negación de lo existente sino su prolongación en un plano distinto. Es éste un miedo poco razonado, visceral, como lo son también las ansias de vida. Se salvan de esta angustia quienes viven como los animales —y esto no es peyorativo, sino un elogio—: por instinto sobreviven porque es lo que mejor saben hacer. Kawabata reafirma la pertinencia de nuestro elogio: aunque sea desde la perspectiva de la estabilidad mental, es bueno que para la mayoría de la humanidad el hecho de existir constituya un acto ingenuo.

“La muerte aniquila todo el entendimiento”, se queja Kawabata en Mil grullas. Y él, como persona privada, se asegurará de ser fiel a lo que escribió en su novela. Se antoja contradictorio que la antipatía intelectual que el suicidio le provocaba no lo disuadiera de aspirar gas. Ha habido intentos por emparentar los suicidios de Kawabata y de Mishima. De ser así, estaríamos ante el caso de un esteta fatal siguiendo a otro: un cuadro arrebatador. Las palabras del monje Ikkyu señalan otra posibilidad, la de un hombre perseguido por un espectro —el suicidio de su colega— cuyas fuerzas menguantes lo confinaron al más peligroso de los sitios, el pensamiento. La degradación física, el insomnio, las pesadillas, la paranoia, las manos temblorosas, en fin, la decadencia, son motivos razonables para rendirse. Aquel que ha perdido el instinto por la vida encuentra en la reiteración del sufrimiento el argumento perfecto para morir. Pero en mi opinión existe en el caso de Kawabata una explicación adicional, que es la estética. A fin de explorarla, quisiera volver a la casa de campo donde la policía encontró su cadáver con una manguera de gas en la boca y, a unos cuantos metros, una botella vacía de whisky. Los registros subsecuentes sólo ahondaron en la incertidumbre: fuera de los objetos personales, mobiliario, decoraciones y ropa, la casa del maestro estaba desprovista de indicios. Un hogar sin otro lenguaje que el de un cuerpo frágil, casi en los huesos, mirando con los ojos vacíos de la muerte hacia el techo. No entendieron ni los detectives ni los amigos ni los lectores que, en realidad, Kawabata había dejado la más elocuente carta de despedida: el tramo final de su obra. Un descubrimiento tardío. A la salida del laberinto de palabras que había erigido el escritor no había nadie esperando. Es la tragedia del símbolo: los significados se revelan cuando las arenas del reloj han dejado de caer.

Historias de la palma de la mano es una colección que abarca todas las etapas creativas de Kawabata, desde sus inicios en la década de los veinte hasta la culminación de su proyecto artístico a tres meses de su suicidio. Entre relatos breves que fueron concebidos como tales y piezas vueltas a trabajar con la obsesión de un artesano de lo imperfecto, el libro incluye una versión minimizada de la novela que le valió la fama internacional. País de nieve, ya de por sí impresionista y esquemática al punto de la insuficiencia en su versión original, queda reducida a un esbozo. Uno se pregunta por qué arrancar páginas a lo que, en sus inicios, había nacido como una historia condensada al tamaño de una semilla. La hipótesis que planteo es que en la minimización de la escritura quedaba la declaratoria de un autor que, junto con sus fuerzas vitales, veía ante sus ojos el desvanecimiento del lenguaje y, acaso más importante, la insuficiencia del mismo. Habiendo consignando en su literatura los estragos que el marchitar opera sobre lo vívido y lo inanimado, Kawabata trazó un puente de palabras sobre la ruta por la que habrá de darse la marcha trágica de lo grandioso, lo discreto y lo mundano hacia lo estéril. Culminado el proyecto, el autor se abandona a su propia tragedia y regresa a su estado primigenio: la mudez. Una vez que Kawabata hizo las paces con su mutismo, entendió que a continuación todo sería un lento e insoportable marchitar. El silencio, por lo tanto, sellaba el motivo entero de su arte: la decadencia.

Que haya una explicación estética no implica que el motivo, como tal, fuera enaltecer un proyecto. Kawabata no pretendió, como Akutagawa y Mishima, entender el suicidio como la culminación de un proyecto artístico. Por el contrario, se mantiene fiel al escepticismo y al desprecio que manifestó en su lectura. Elige una muerte sin gloria y sin explicaciones claras. Renuncia a la enunciación de significados y a elevar su mente por encima de la tragedia. Si con el uso de la razón ha concluido que no vale la pena prolongar la existencia, se abstiene de compartir sus pensamientos por hallarlos irrelevantes. Acepta la muerte como lo que es, un acontecimiento oscuro, sin remedio, ante el cual las palabras y las justificaciones devienen vanas. El elemento que detona la acción última es la clausura de una estética como respuesta a la banalidad de lo bello. Un escritor que se postra definitivamente ante el silencio no puede continuar siendo hombre.

Sobre la insuficiencia del lenguaje habría que apuntar hacia la lectura que, frente a la misma academia, ofreció Kenzaburo Oe. ¿Por qué Kawabata había elegido leer poemas zen durante la ceremonia?, se pregunta. Los versos en la estética nipona, explica Oe, no se ocupan de las revelaciones sino de la imposibilidad lingüística de alcanzar la verdad. La poesía zen es un arte en el que “las palabras se confinan dentro de sus conchas cerradas. Los lectores no pueden esperar que las palabras salgan de estos poemas y lleguen hasta nosotros”. La escritura de Kawabata, y en realidad mucha de la literatura japonesa, tiende a dejar insatisfecho al lector de Occidente por su usual carencia de conclusiones. Al cerrar el libro, la mente occidental se ve abrumada ante la sensación de que lo que ha leído puede seguirse desarrollando a perpetuidad y de que el autor no ha terminado de expresar lo que quería decir. Para las tradiciones orientales, lo bello no es lo que se revela sino lo que insinúan sus sombras. Tanizaki llegará a postular que en el momento en que los japoneses aceptaron iluminar con bombillas eléctricas sus teatros, la belleza del noh y del kabuki quedó suprimida y en su lugar se reveló la vulgaridad de sus actores: hombres maquillados hasta lo grotesco, cuerpos de formas toscas. Es precisamente en la falta de acceso a la verdad completa donde reside lo sublime. Resulta razonable suponer que una persona que había cultivado la incertidumbre, el misterio y el vacío como fundamento de su estética, obrara en consecuencia sobre su cuerpo. El desenlace que Kawabata eligió se aprecia congruente con su literatura: ambiguo, sugerente, anticlimático. Una muerte con las cualidades de un poema zen.



Bibliografía

Kawabata, Yasunari. “Japan, the Beautiful and Myself”, 18 de diciembre de 1968, NobelPrize.org <https://www.nobelprize.org/prizes/literature/1968/kawabata/lecture/>.

_________________. Thousand Cranes. Trad. Edward G. Seidensticker. New York: Vintage Books, 1996.

Kierkegaard, Søren. La enfermedad mortal. Trad. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2008.

Oe, Kenzaburo. “Japan, the Ambiguos and Myself”, 7 de diciembre de 1994, NobelPrize.org <https://www.nobelprize.org/prizes/literature/1994/oe/lecture/>.

Unamuno, Miguel de. “Del sentimiento trágico de la vida”, en La agonía del cristianismo. Madrid: Akal, 2017



Krishna Avendaño (Ciudad de México, 1989). Escritor. Estudió Economía en la Facultad de Economía de la UNAM. Es autor del libro de poemas Una ciudad transgénica (ÉPICA, 2009). Ha recibido en tres ocasiones el premio Caminos de la Libertad para Jóvenes en la categoría de ensayo. Textos suyos han aparecido en las revistas DAAD Magazine, Página Salmón, Campos de Plumas y Pluma en acción, entre otras.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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