ATALANTE / octubre-noviembre 2019 / No. 82
 

Tarde para morir joven

Rapsodia de dos despedidas




Tarde para morir joven
Dominga Sotomayor
Chile, Brasil, Argentina, Holanda y Qatar, 2019, 110 min


10%En el verano de 1989, recién instaladas en la comunidad ecológica de Peñalolén, Sofía y Clara —de 16 y 10 años respectivamente— viven un duelo paralelo: una ha perdido la ciudad de Santiago y la otra a su perro. Mientras se preparan para la noche de Año Nuevo, ambas deambulan en torno a Ignacio, un adolescente tardío de 20 años, quien no está del todo afincado en la reserva. La joven se aproxima al chico y concreta un idilio a bordo de un jeep con el que ella suele viajar hacia una ciudad próxima con el deseo reprimido de abandonar el campo. Clara recupera al que aparentemente es su perro y atestigua en secreto los flirteos de Sofía e Ignacio. El doble nexo establecido por las protagonistas perdurará hasta que hagan frente a un incendio que las conducirá tempestivamente hasta un río en la primera mañana de 1990.

Después de recuperar casetes VHS con imágenes del incendio del verano de 1989-1990 en las faldas de la Cordillera de los Andes, Dominga Sotomayor (Santiago, 1986) preparó una videoinstalación de ocho minutos, intitulada El incendio, para abordar el tema de la fragilidad. La inquietud por el motivo visual del fuego no cesó hasta que la realizadora concluyó su más reciente largometraje: Tarde para morir joven, filme que plasma la luz, las texturas y los tonos de la apariencia que tuvo la Comunidad Ecológica en la década final de la dictadura para evocar el incidente de aquel Año Nuevo y restituir una memoria difusa, autobiográfica, de una época de transición que confrontó a tres generaciones con una ilusión quebradiza.

Fuego y agua; casa y naturaleza; adolescente y niña: rapsodia de dos despedidas. El tercer largometraje de la ganadora del premio de dirección de la Berlinale es un repertorio de derivas narrativas donde los elementos de mayor significación son los espacios, las emociones y los símbolos visuales. Mudanza obligada y extravío doloroso, las dos anécdotas mínimas parecen delimitar los vagabundeos de un grupo de niños y de adolescentes frente a la vaguedad de los adultos que conforman sus familias. Los dos incidentes tienen una función clara: trasladarnos a la cartografía mental de un recuerdo antes que al relato. Ambos sucesos no son más que pretextos para relacionar el tránsito de las dos protagonistas a través de una casa sin paredes y de un bosque sin fronteras. Una casa y un bosque que, por sus aperturas paralelas, son en realidad una misma cosa; una misma geografía emocional.

En Tarde para morir joven, las dos anécdotas globales rodean un conjunto de motivos cuidadosamente estructurados: una cabaña desnuda, un fuego de anunciación y la escasez de agua. Después de una secuencia inicial en un vehículo que recuerda a numerosos planos de De jueves a domingo (2012), ópera prima de la egresada de la Escuela Experimental Artística, dos bomberos apagan un fuego rutinario al tiempo que Sofía y Lucas coquetean a un lado de una casa erguida en un árbol. Alrededor impera la tierra seca mientras los adultos dialogan sobre cómo abastecer de agua a la comunidad ante la amenaza de los incendios. Este núcleo de secuencias anticipa la trama simbólica del filme: el contrapunto entre fuego y agua; entre incendio y río. Las llamas domesticadas por los bomberos serán análogas al cigarro que Sofía apaga por orden de su padre. Esas llamas volverán más adelante para develarnos que cada motivo visual se ha desenvuelto significativamente mientras vemos a los personajes vivir un presente incierto, con acciones cotidianas y repetitivas, en el que cada cual acusa los rasgos de su respectiva generación.

Fuego y agua, y, en medio, una cabaña sin paredes. A partir de este esquema, el tratamiento visual de la casa al descubierto hace que el interior sea de algún modo el exterior. Las digresiones de los personajes son producto de la espera de un nuevo fuego, pero también del desconcierto que produce la ausencia de límites. Aunque la naturaleza es nítida, sus bordes son tan difusos como la humareda de un incendio. Casa y campo son un mismo espacio. Lo dos elementos se emparentan poco a poco hasta constituir una misma idea. El paisaje también carece de muros y la casa es tan vulnerable como la naturaleza que la rodea. En medio de todo ello se encuentran los representantes de tres generaciones que comparten un presente pleno de aperturas a pesar de que desean marchar en rutas diferentes.

Tarde para morir joven se trata de tres generaciones que cohabitan un espacio experimentado de maneras diferentes. Los mayores pertenecen a la generación de la dictadura. Están desdibujados en el fondo del plano, en sus afanes por reparar cosas o crear objetos. Son criaturas pasivas, domesticadas, ebrias y adormiladas en una silla. Personas cabizbajas que prefirieron dejar la ciudad para aproximarse a la cordillera. Los adolescentes plasman la transición: son muchachas y muchachos entregados a los descubrimientos. Gente casi adulta que besa, fuma, acaricia y se emborracha por primera vez de cuerpos, de alcohol y de espinas. Novatos de la desazón cada vez más distantes de sus padres y madres, como la propia cámara lo está de ellos durante los días, porque añoran la ciudad. Y si estos adolescentes son la generación de la ilusión/desilusión, los niños corren hacia el pleno desencanto de lo incierto. Colgados en los árboles o incansables en bicicletas, van y vienen por el territorio mental de los adultos y de los adolescentes detrás de un perro añorado hasta extraviarse en torno a un incendio.

El trío generacional habita así la misma casa desvestida. La naturaleza registrada por la cámara de Inti Briones produce una sensación de espacio sin bordes que remite a la casa de madera desprovista de paredes. El trabajo con los planos y con el montaje, y la férrea presencia del espacio fuera de campo, crea una sensación de magnitud de un bosque que, como la propia casa, admite entradas y salidas desde cualquiera de sus bordes. En ese ámbito, cada uno de los personajes experimenta un desplazamiento físico y mental en sentidos siempre diferentes. Las aperturas de lo colectivo (la naturaleza) y de lo íntimo (la casa) indican desamparo a pesar de los numerosos caminos que se abren ante las tres generaciones. Tal impresión magnifica su significado cuando llega la última noche de 1989, porque en ella ocurren los episodios más conflictivos del filme con peleas de borrachos, pasiones egoístas y revelaciones incómodas; es la noche en que los caminos, por invisibles, parecen bloqueados para todos a pesar de las canciones que cada cual canta.

Aunque la narrativa prácticamente no existe, el interés del filme reside en su estructura coral y en su continuidad sonora. Su potencia emotiva emerge del ir y venir de los personajes. Un andar que podría recordar los planos grupales de Under Electric Clouds (Aleksei German Jr., 2015), por la impresión de incertidumbre que causa la orquestación desordenada de la cámara que sigue a los jóvenes rusos en aquella pieza, y que en la película de Sotomayor se acentúan durante la secuencia del incendio. Sólo que en el filme andino la secuencia se distingue porque concreta una emoción específica cuando la imagen sigue a un perro que huye de la mirada de Clara. Mientras pasamos de la mirada de Sofía a la de Clara en sus respectivas búsquedas, advertimos en menor medida los afanes de Lucas e Ignacio, así como de los padres de todos ellos. A esa línea de interés se suma la colección de registros musicales que provienen de la propia cinta y que refuerzan la separación de los proyectos generacionales. Hay canción de protesta como también hay éxitos de Michael Jackson, Vilma Palma e Vampiros o de The Bangles. Además de una función informativa que revela la época mínimamente, el acompañamiento musical aporta caracteres contrastados que gradualmente se convierten en emociones. Incluso se alude a la lírica de “Eternal flame” cuando la propia Sofía ensaya la canción para preguntarse si el incendio es un fuego eterno antes de padecer una nueva desilusión. Este tratamiento de las miradas fue quizás la razón por la directora de Mar (2014) se convirtió en la primera mujer que recibió el premio a la mejor puesta en el festival de Locarno.

En una entrevista con Antonio Reynaldos para El mostrador (febrero 5, 2019), Dominga Sotomayor contó que siempre ha tenido interés por las transiciones que existen en medio de los momentos relevantes donde, a decir de ella, “la narrativa está perdida” y se vuelve una “oportunidad de documentar emociones”. Dado que la película aborda un asunto de la memoria como si se tratara de un tiempo presente, la transición que representa está bajo un cuestionamiento emocional antes que político. Debido a que el contexto está fuera del campo visual, el desencanto por aquella época está plasmado como símbolo y como emoción. Las desilusiones íntimas son análogas al desencanto colectivo. No es difícil advertir que los personajes, todos, andan de un lado a otro en la comunidad sin advertir por completo que algo está cambiando. En ello subyace el fuego como símbolo. Se trata del incendio como un cambio no visible; la llama apagada del cambio como el incidente que arroja a las protagonistas al río donde, de alguna forma, también sofocarán las flamas de su interior al tiempo que sus deseos huyen literalmente hacia las fronteras invisibles del paisaje sin límites. Rapsodia de dos despedidas o la desilusión ante una nueva era.




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Rodrigo Martínez Martínez. Es docente, investigador y editor. Ha impartido asignaturas, cursos y módulos de cine y de análisis audiovisual en la UNAM, la UAM, la UACM y en la escuela de cine Arte7. Ha participado en coloquios y congresos de SEPANCINE y del SUAC, así como en las dos primeras ediciones del Encuentro Internacional de Investigadores de Cine Mexicano e Iberoamericano de la Cineteca Nacional. Colabora periódicamente con las revistas Icónica y F.I.L.M.E. Especialista en estética y sociología del cine, actualmente prepara un libro sobre la relación entre cine y forma.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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