CUENTO / diciembre 2019-enero 2020 / No. 83
Amarás a Dios sobre todas las cosas



Francisca en un jueves por la tarde. Sumida, implora. No respira. A esa hora, la iglesia está casi desierta, tan sólo se escucha el compás de las llamas de las veladoras que, suspendidas en el ambiente, danzan en somníferos destellos. Francisca está en la primera banca, espera el veredicto. Se siente aplastada ante la élite de santos y ángeles que lo saben, han adivinado eso que desde hace tiempo desea. Fueron con el chisme, hablaron con San Pedro, la decisión fue inmediata: no entrará al Paraíso.



—Si te portas bien, podrás acompañar a Nuestro Señor en la gloria —le decía su madre antes de dormir.

Así, Francisca a sus siete años aprendía del cielo y del infierno como quien aprende a amarrarse las agujetas: tomaba las dos cintas por los extremos y las cruzaba, cielo sobre infierno o viceversa. Confundía nombres, entrelazaba historias, hacía nudos con sus dudas: ¿nos salen alas en el cielo?; cuando nos morimos, ¿seguimos cumpliendo años?; ¿cómo encuentras a tu familia allá arriba?; ¿y si me pierdo? Paciencia. Cada día su madre respondía a una nueva pregunta, pero fue una en particular, la definitiva, la que desencadenó todo esto:

—Madre, ¿quién es esa señora?

—No es una señora, es la Virgen María. Ella también vive en el cielo con Diosito.

Después de eso, no hubo vuelta atrás. Algo en la imagen de la Virgen hizo que soltara las agujetas: había decidido creerlo todo, recibirlo todo; desde ese día confiaría con la fe de la que siempre hablaban los adultos.

Francisca sonríe al recordar. Ha pasado tanto tiempo desde aquella conversación, que su madre seguramente ya está disfrutando de su propia nube, acolchonada y grande como su antigua cama. Se imagina que desde arriba la observa, Francisca levanta el rostro, le devuelve la sonrisa. Sigue anclada a la banca que solían compartir. Sola. Condenada. Guarda su secreto en lo más profundo para que su madre no alcance a verlo. No tiene el valor de decirle que no podrá reunirse con ella. Quiere pedirle perdón. Explicarle que esto que le pasa no lo puede controlar. Las ganas de gritar la hacen ponerse de pie. Su cuerpo la arrastra al confesionario.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—¿Cuáles son tus pecados?

Silencio. La culpa le cierra la garganta. Su cuerpo ha cambiado de opinión, se aferra al reclinatorio calculando la manera de escapar.

—¿Francisca, eres tú? —la voz del otro lado la intercepta.

—Sí, padre —suspira derrotada. Para Francisca, se ha vuelto una necesidad confesarse dos, tres… hasta cuatro veces por semana. Siente culpa de que lo que piensa, de lo que cree; a pesar de que todos en el pueblo digan que es una feligresa devota, ella sabe la verdad.

—Dios Nuestro Señor es misericordioso, nos ama sobre todas las cosas. Confía, hija.

Lo mismo de siempre. Después de tomar un respiro, responde como ensayando frente al espejo:

—Me arrepiento, padre, pues he mentido y he sido egoísta… Cuando venía para acá, le negué unas monedas al mendigo de la plaza, a pesar de que traigo unas en la bolsa.

Francisca no puede respirar, espera la respuesta del padre, que la descubra y le prohíba regresar a la iglesia.

—Como penitencia vas a rezar el padrenuestro todas las noches por 10 días. Dios que te observa desde las alturas se compadece y absuelve tus pecados. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

—Amén —responde cansada, exhalando el aire que le hace falta.

Sale del confesionario. Aturdida, antes de retirarse, gira el rostro hacia el altar. A lo lejos, la Virgen María la observa, diminuta, con benevolencia le regala una sonrisa, ¿le guiña un ojo? Francisca, con el corazón roto, le da la espalda. Se siente como una niña otra vez.



—Padre nuestro que estás en los cielos…

La voz hace coro con los grillos de la noche. Arrodillada junto a su cama, comienza su penitencia. Cierra los ojos.

—Dios te salve, María… —se sorprende a si misma iniciando otro rezo. Se detiene con pánico.

—Padre nuestro que estas en los Cielos —regresa.

Trata de concentrarse, pero su mente ya está terminando la oración a la Virgen. No se detiene, la comienza de nuevo, dos, tres, seis veces. Si por ella fuera, viviría con la penitencia del Dios te salve, María, por semanas, años, toda una vida. Con placer se lo dedicaría cada noche. Se vería a sí misma en la oración. ¡Llena eres de gracia!, gritaría. Bailaría como las veladoras de la iglesia, se arrancaría la ropa, su flama crecería, dormiría feliz. Tranquila. Satisfecha.

A los 15 años se le declaró en secreto. El amor en una sola palabra: María. Desde entonces se había dedicado a serle fiel… a no pensar en nadie más. Con los años, los pretendientes y su madre dejaron de insistir. Cuando cumplió 50 años, el pueblo dejó de llamarla quedada para convertirla en una devota admirable. Ella no se sentía orgullosa, sabía que cargaba con su culpa. Durante el día justificaba su necesidad con fe. Pero, en la noche, cuando todo se apagaba, ya no podía fingir: soy una pecadora.

En su cuarto, el altar de María cubre media pared. Lo mantiene con velas, rosarios y flores frescas, las que imagina son sus favoritas. Podía pasarse todo el día arreglándolo. Es su manera de alabarla, de besarle los pies. En ese rito, Francisca quiere adivinar el olor de su cabello, inhalarlo. Si pudiera le haría trenzas largas, trenzas inmensas para rozar los dedos de sus pies. Si la dejara, Francisca se quedaría con ella por siempre.

La vida se le hace eterna, desea la muerte. Alguna vez llegó a considerar el suicidio. Pronto desechó la idea pues sabía que ésa no era la solución: la eternidad en el purgatorio, lejos de ella… volviéndose loca. Francisca quiere acompañarla, pero no sabe cómo, cuándo, ¿está permitido? Necesita una señal. Alguna esperanza de saber que al morir podrán encontrarse… que es correspondida.

—Padre nuestro que estás en los Cielos… —dice con amargura, siente rodar las lágrimas calientes.

—Francisca —la interrumpe una voz llena de calma—, no llores.

Su corazón late frenéticamente. Voltea. Detiene los ojos en María. Se arrodilla, no sabe qué hacer, la voz continúa hablándole. Le dice cosas que solo ellas escuchan. Ellas, ellas... Merece el infierno por tentar a la Virgen, los pecadores no pueden ir al Cielo.



No ha salido de su casa en una semana. Siente las campanadas de la misa del domingo retumbar en su cuerpo. Hecha bola en el piso, ya no tiene fuerzas para llorar. Destrozada, la cama, los cajones, la cómoda… el altar; Francisca tiembla abrazada a la imagen de la Virgen. Siente unas manos que la levantan, que la bañan, recogen su cuarto y le dan de comer. Escucha la voz que pertenece a esos pasos, la voz de Conchita, su vecina:

—No, no te levantes, tienes que reposar.

—Tengo que ir a la iglesia —Francisca quiere ir a confesarse.

—No te preocupes, yo aviso que te enfermaste, mejor duérmete.

En cada misa la nombran, piden por su pronta recuperación, le guardan su lugar en la banca. Antes de que se cumpla el mes, sale del encierro, sube las escaleras, cruza el atrio. Se ve de nuevo ante ese altar que tanto admira y que tanto le duele. El murmullo de la soledad entra y sale por los vitrales. El frescor que antecede la noche le brinda una especie de calma. Cierra los ojos. Ésta será la última vez que estará ahí. Se despedirá para siempre, dándole la espalda. En su casa quitará toda imagen religiosa. Se alejará de la congregación, dedicará el resto de sus días a la castidad, a corregir su camino. Ésta será la última vez que vendrá a visitarla y la Virgen lo sabe.

—Francisca…

Otra vez la voz que las condena a ambas. Por el bien de María, tiene que ignorarla. No volver a verla diminuta, rodeada de veladoras, esperando a los que, arrodillados, llegan a rezarle. Tiene que irse, se aleja del atrio, sale, baja las escaleras corriendo para cruzar la calle.

—¡Francisca! —otra vez la voz, no puede evitarlo, gira el rostro buscándola pero no encuentra nada, ciega, se siente caer, tropieza con la luz. Silencio.



Se guardó luto por una semana. Casi todo el pueblo asistió al funeral. El padre Álvaro ofició la misa de cuerpo presente, todos dijeron que había sido una ceremonia hermosa… Nadie se dio cuenta. Ni Conchita que lloraba su muerte, ni los feligreses arrodillados en los reclinatorios cerca del altar. Nadie reparó en la imagen de la Virgen María: su vestido blanco, la corona dorada. Nadie se dio cuenta del nuevo angelito que había aparecido, justo encima de su hombro derecho, apoyado en ella. Un angelito que, a diferencia de los otros que llevaban ahí desde que construyeron la iglesia, sonreía.



Montserrat Rodríguez Ruelas (Tijuana, Baja California, 1993). Ha colaborado en revistas digitales como Rojo Siena, Gramanimia, Pikara Magazine, Vozed, Vertedero Cultural, El Septentrión, Culturamas y Liberoamérica En 2018 fue beneficiaria de la beca Inés Arredondo para participar en el II Encuentro Internacional de Literatura 13 Habitaciones propias y en 2019 recibió la residencia de escritura La Güera Trigos por parte del programa Under the Volcano. Obtuvo mención honorífica en el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras 2019.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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