ENSAYO / diciembre 2019-enero 2020 / No. 83
Recuerdo de Andrés Bello



Un precursor ensancha en sí mismo el ámbito de lo posible. No consagra sus fuerzas a justificar el presente como las inteligencias serviles sino a imaginar lo que está por venir, todavía embozado por nieblas. Y es que a veces, cuando los ciclos humanos que llamamos épocas se desperezan —y para Goethe esto ocurre cada 50 años—, algunos abren los ojos con antelación y se enfilan primero, no pocas veces en soledad. Este heroísmo de la previsión consiste, sin paradoja, en dos acciones opuestas: el conservar y el refundar. Como en otro tiempo Eneas a los dioses de Troya, así también rescató Andrés Bello lo mejor del viejo espíritu español para injertarlo en el lozano tronco americano, nuevo vaso en que se mezcla la historia. La alta promesa, en lo político, de las recién emancipadas repúblicas fue la misma que, en lo intelectual, encarnó en sus trabajos como poeta, filólogo, legislador y pensador: “Él sólo adelantó nuestras ciencias y letras 50 años”, llegó a decirse en su época.

Como Bello (1781-1865) fue contemporáneo exacto del surgimiento de los países americanos, sabía que las nacionalidades serían esencias hechizas a menos que reconocieran pertenencias mayores: la esencia no es sino la historia de la cultura, corriente irrespetuosa de fronteras. Por eso, a despecho de unos y otros, Bello fue nuestra primera inteligencia universal. Mucho antes que Menéndez Pidal, él estudió el texto del Cid; con más sistema que Salvá, describió nuestra lengua; más culto que Sarmiento, prefirió la cátedra a la arenga; y mejor que ninguno, fue el gran poeta hispánico de la primera mitad del XIX, sólo al lado del pindárico Olmedo. Cuando no había universidades adecuadas ni condiciones propicias para el estudio, Bello las fundó en sí mismo al hacerse la promesa de estar a la altura de su tiempo: en Caracas, Londres o Santiago fue un estudioso de Kant, Schlegel, Locke, Berkeley y Chénier, además de los clásicos latinos. Pero fue más lejos y pensó que nuestras repúblicas podrían, como él, sobreponerse al atavismo heredado de la indolencia y el desorden. La esperanza en América, tópico que llegará hasta Gabriela Mistral, Germán Arciniegas y Alfonso Reyes, fue enunciada original y expresamente por Bello en su poema “La agricultura de la zona tórrida”, donde exhortaba con ecos virgilianos:

¡Oh jóvenes naciones, que ceñida
alzáis sobre el atónito occidente
de tempranos laureles la cabeza!
Honrad el campo, honrad la simple vida
del labrador y su frugal llaneza.

Al paso que en otro poema, Alocución, le pedía con entusiasmo a la Poesía:

Tiempo es que dejes ya la culta Europa,
que tu nativa rustiquez desama
y dirijas el vuelo a donde te abre
el mundo de Colón su grande escena.

Esta virtud americana, nacida de la juventud y la fuerza, debía sin embargo encauzarse por una educación esmerada. Hablar, leer y escribir bien, por un lado, y pensar bien, por el otro, son los objetivos últimos de varios de los estudios del caraqueño, entre ellos “Notas para un tratado de prosodia castellana” y “Psicología mental”: a eso, en definitiva, aspiran los afanes de la filología y la filosofía entendidas como ciencias civilizadoras. Saber recitar un poema y poseer un raciocinio hilvanado son para Bello cualidades tan necesarias como ejercer con probidad las responsabilidades cívicas y conocer, para mejor emplearla en el progreso y la industria, la exuberante naturaleza que nos rodea.

Para estos fines ya no era preciso apegarse al modelo español. Con su Gramática castellana (1847) Bello reivindicó, en primer lugar, el habla americana:

Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que pasan hoy por anticuadas en la Península, y que subsisten todavía en Hispano-América. Si según la práctica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué hemos de preferir la que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía porque se toleren sus accidentales divergencias.

El magisterio de Bello es de ordenamiento y taxonomía espirituales. No menos importante que su descripción del sistema verbal castellano es su Compendio de la historia de la literatura (1850), banquete ofrecido al estudiante americano, a quien no le está permito ignorar nada. De Bello, en una lección intelectual y ética, destacan siempre su cuidado al usar o fijar la nomenclatura de una disciplina, la exposición razonada y lógica de sus investigaciones, la independencia, claridad y apertura de su pensamiento y la pertinencia social de sus estudios. Andrés Bello es nuestro primer autor, palabra emparentada con el verbo latino augere, ‘acrecentar’, ‘promover’, y con auctoritas, ‘autoridad’. Conforme a ello, de él se puede decir que no escribió para conmover masas, sino para instruir un pueblo.

Si la incómoda pero fundada duda de si hubo o no Renacimiento en España se ha podido salvar diciendo: “Lo hubo, desde que existió fray Luis de León”, ante la también fundada duda de si la cultura hispánica tuvo o no Ilustración podría responderse: “Bello es nuestra Ilustración de un solo hombre”. Valga la exageración. Pues sólo desde los postulados ilustrados (franceses, alemanes e ingleses), como lo han demostrado a su turno Francisco Javier Pérez y Sebastián Pineda,1 entenderemos el proyecto vital de Bello, quien al hablar de su propio trabajo sobre el Cid, con el que buscó elucidar el origen del castellano, llegó a decirles a sus compatriotas españoles y americanos: “parecerá a muchos fútil y de ninguna importancia por la materia, y otros hallarán bastante que reprender en la ejecución. Favoréceme el ejemplo de los eruditos de todas las naciones que en estos últimos tiempos se han dedicado a ilustrar los antiguos monumentos de su literatura patria”. Tal vez la luz arrojada sobre los orígenes de nuestra cultura, pensó el incomprendido precursor, ayudaría a orientar aquel período de fundaciones.

Al constatar resistencias similares pero en otro ámbito, un viejo amigo de Bello, el artista de la guerra Simón Bolívar, recordaría agobiado el dicho de Montesquieu: “Es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar uno libre”. Y sin embargo el militar ilustrado no dejó de confiar en que los americanos estaban llamados “a representar en la escena del mundo el papel de eminentes dignidades”. Para lograrlo, la pasión por la educación, la civilidad y la razón eran indispensables.

La alta promesa, en lo político, de las recién emancipadas repúblicas fue la misma que, en lo intelectual, encarnó Andrés Bello, el artista de la paz. A dos siglos de aquellos proyectos, es preciso preguntarse sin concesiones y de cara al maestro fundador: ¿cómo se encuentran hoy nuestras repúblicas y cómo nuestras letras y ciencias?




1 Francisco Javier Pérez, Estudios sobre nuevos temas de lingüística bellista, Advana vieja, Valencia, 2016 y Andrés Bello, Ensayos de filología y filosofía. Edición y estudio preliminar de Sebastián Pineda Buitrago, Verbum, España, 2019.


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David Noria (Ciudad de México, 1993). Escritor y filólogo.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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