CUENTO / febrero-marzo 2020 / No. 84
La recámara intacta


Para Luz Morán y Benito Orozco


Apenas me había levantado de la cama cuando mi padre me pidió que lo acompañara a limpiar el cuarto desocupado. Ya lo habíamos hecho un par de meses antes, con otra de las habitaciones: el edificio del que mis padres eran propietarios llevaba años deshabitado, nosotros solamente le hicimos las reparaciones necesarias en estructura y cañerías. Además, añadimos dos pisos. Todo esto para, al final, poder rentarlo a estudiantes por una módica cantidad.

El edificio tenía una reja apenas pintada de blanco. Digo apenas porque la pintura estaba resquebrajándose: la reja ya se encontraba ahí cuando comenzamos a reparar. Es, prácticamente, lo único que quedó sin mover, con la misma forma de antes: tanto así que si el propietario del edificio regresara después de un largo viaje —del que ya nadie lo estaría esperando, por supuesto—, sólo sería capaz de reconocer la dichosa reja de diseños herbales y picas elegantes como de palacio francés.

Las remodelaciones habían durado muchísimo. Mis padres invirtieron un buen dinero y pidieron varios préstamos para poder terminarlas. Fue un proceso de varios años. Hubo temporadas en que el dinero escaseó y los trabajos se interrumpieron por varios meses. Pero apenas llegaba el aguinaldo —o bien, el banco permitía otro préstamo—, los albañiles regresaban con sus escaleras de madera, sus palas y carretillas para retomar el interminable ascenso.

Al momento en el que algunas recámaras estuvieron listas y las cañerías permitieron tener baños y cocina funcionales, comenzaron las rentas. Mis padres estaban felices. La propiedad que habían comprado a un precio tan barato —pues la calle en la que se encuentra, hasta la fecha, no ha sido pavimentada—, pero que había representado para ellos una especie de enfermedad crónica, ya comenzaba al fin a devolver un poco del dinero invertido, aunque fuera todavía una pequeña parte. 

Sin embargo, mentí. Sí existen, dentro de la casa, un par de cosas que el dueño anterior reconocería a su regreso, si resultara ser alguien que se fijase en ese tipo de nimiedades: algunos de los cuartos del piso más alto —más bien, del piso que solía ser el más alto en ese entonces— sólo habían sido abiertos un par de veces para asegurarse de que no necesitaran reparaciones. En total, dos de los cuartos habían quedado intactos: el primero, cuya ventana daba a la fachada del edificio y al jardín frontal —completamente árido hasta que los primeros inquilinos comenzaron a sembrar un par de hortalizas—, tenía un baño personal y tendría que rentarse más caro, no sin antes limpiar de sarro y de hongos la regadera y el lavamanos; el segundo, que no tenía ventana a la calle sino a la pared de ladrillos del edificio vecino, ya había sido limpiado a conciencia por mi padre y por mí, meses atrás.

Por eso mismo, sabía lo que me esperaba cuando llegáramos a Playitas, que de playa sólo tiene la extrema blandura de los terrazales, más parecidos a la arena que a la grava. A mí me tocaría tallar las costras de sarro y mugre de la loseta del baño, pues mi padre tiene problemas de espalda y le haría mal estar encorvado tanto tiempo. Si nos aplicábamos, nos esperaban unas cinco horas de trabajo continuo. Tendríamos que dejar más que presentable un espacio que había estado varios años abandonado. Tampoco podríamos distribuir las horas de talacha en varios días como en la ocasión anterior, pues unos gemelos, un hombre y una mujer, vendrían desde San Luis Potosí a estudiar nanotecnología en el campus aledaño y habían sacado cita con mi padre para ver el cuarto al día siguiente.

—No les rentes a jovencitas de licenciatura —había dicho mi madre cuando regresamos de pegar los carteles de SE RENTA en la facultad más cercana, una semana antes de que comenzaran las clases—, tienen otras necesidades. A puro estudiante de posgrado. Ya hay muchos lados donde sólo les rentan a muchachitas recién llegadas.

Cuando estacionamos frente al edificio y nos bajamos del carro, la nube de polvo que levantamos todavía se estaba disolviendo. La herrumbre que hinchaba las bisagras como si fuera un parásito no me permitía abrir la reja por completo. Cruzamos el pequeño jardín en zancadas largas, rítmicas, pues las piedras redondas y planas que formaban un camino hacia la puerta estaban demasiado separadas las unas de las otras, y las cajas llenas de detergentes y cepillos que llevábamos en brazos nos impedían ver por dónde íbamos.

Ese día hacía un calor insoportable. Tanto era así que, cuando puse los pies en la superficie arenosa de la calle, pude sentir un calor doloroso a través de las delgadas suelas de mis zapatos.

Tocamos la puerta de metal del edificio. Antes de que mi padre pudiera sacar las llaves, una chica de piel pálida, ojerosa, nos dejó pasar. Apenas eran las once del mediodía. Saludamos cordialmente y bajamos por un momento las cajas de cartón. La chica llevaba un pants amarillo y una camisa que le quedaba muy grande. Después de abrirnos y devolvernos el saludo, se sentó de nuevo en la pequeña mesa cercana a la cocina para seguir bebiendo a sorbos la leche fría de un tazón de cereal.

—Sólo venimos a limpiar el cuarto desocupado y nos vamos.

—Adelante. Creo que Servando sigue dormido. Hoy no tuvimos clase.

La chica parecía cansada, pero contenta. A esta hora y entre semana, el edificio casi siempre quedaba desierto. Todos los inquilinos eran estudiantes y estaban en sus respectivas aulas. Aunque el edificio era nuestro y técnicamente estábamos en un espacio común —ninguno de los cuartos tenía cocina ni sala propia—, no pude evitar sentir que estaba violando su privacidad. La habíamos sorprendido en medio de un ritual privado y muy placentero: ese ritual que implica almorzar algo sencillo después de haberse levantado tarde, gracias a la ausencia anticipada de algún profesor, después de varias semanas de desvelos.

Recogimos las cajas y subimos las escaleras hasta el segundo piso. Aunque el hecho de que el edificio estuviera un poco apretado lo hacía sentir acogedor, se convertía en un problema a la hora de subir escaleras, pues quedaban demasiado estrechas.

En el segundo piso se habían logrado acomodar dos recámaras para renta, una de las cuáles era la de Servando. En efecto, podían oírse sus ronquidos desde donde estábamos.

Cuando mi padre intentó abrir la puerta de la habitación intacta, se percató de que estaba cerrada con seguro. Ninguno de los dos recordábamos haberla cerrado así la última vez. Cuando limpiamos el otro cuarto, la puerta estaba abierta. Además, habíamos olvidado las llaves en casa.

Nos miramos. Los ronquidos de Servando se iban haciendo más leves, tal vez, conforme la resolana comenzaba a darle en el rostro y a despertarlo poco a poco. Mi padre extendió su brazo y golpeó la puerta con los nudillos, como si estuviera seguro de que adentro había alguien. Los golpes sonaron uno a uno dentro de la puerta hueca y retumbaron ligeramente en los cristales llenos de polvo.

—Aaah, —dijo mi padre como si se acordara de algo. Dejó la caja que llevaba en brazos en el piso y bajó las escaleras. Yo me quedé arriba, entreteniéndome con las manchas de humedad que todavía quedaban en el techo y en las paredes opacas.

Lo escuché murmurar una petición. La chica —tendré que seguir llamándola así, por más que lo intento no puedo recordar su nombre— respondió mientras hacía crujir la silla del desayunador para levantarse y abría los goznes de las alacenas que chirriaban. A su regreso, mi padre sostenía en su mano derecha un cuchillo de cocina. Parecía triunfal.

—Ahorita la abrimos, verás.

Miré con fascinación cómo introducía el filo entre los remates de madera para hacer botar el seguro. Hacía palanca con el metal frío, sin poner demasiado peso en el empuje para no dañar ni la madera ni la pintura, aunque poco a poco fue dándose cuenta de que, por muy cuidadoso que fuera, no podría dejar el material intacto. Una gota de sudor corría el tramo de su sien a su mejilla. Había algo de fascinante en verlo forzar una cerradura, como si ya lo hubiera hecho antes, miles de veces.

Entonces el pomo de la puerta empezó a girar. Sentí cómo mis ojos se abrían de par en par y mis hombros se encogían del sobresalto. Mi padre frunció el ceño, justo como cuando algo lo inquietaba. Por un momento, pensamos que la puerta estaba abriéndose sola.

Pero no. Dentro de la recámara que nosotros pensábamos intacta estaba un hombrecillo bajo, de pelo completamente negro y ojos avergonzados que evitaban ponerse sobre nosotros. Aunque intentaba esconderse de la cintura para abajo con la puerta, nos percatamos de que sólo traía puesta la trusa y una playera azul.

—Hola. Perdón. Disculpen. Ahorita recojo. No sabía…

—Sí, claro, no pasa nada —respondió mi padre con un respeto inusitado, como si él fuera el intruso—, sólo venimos a limpiar y nos vamos.

El hombrecillo cerró la puerta. Detrás podía oírse el barullo de alguien sorprendido en el acto. ¿Qué hacía este tipo aquí? ¿Cómo entró? ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en el cuarto sin rentar?

Salió respirando pesadamente, abrochándose un cinto de piel desgastado.

—Perdón. Ya iba yo a avisarles. Pero… no había tenido tiempo. Soy amigo de uno de sus inquilinos…

—¿Servando?

—Sí, Servando. Vengo de Tamaulipas y me dijo que podía quedarme acá porque nadie…

—Aaah, claro. Pues me hubieran dicho, no hay ningún problema…

El muchacho sonrió y me miró con ojos de ilusión mientras mi padre seguía hablándole.

—…pero mañana vienen unas gentes a ver el cuarto y tenemos que limpiar.

—Yo puedo limpiar. Ése era mi plan, avisarles. Sí, avisarles y dejar limpio antes de irme...

—No hay necesidad.

El muchacho no podía evitar temblar ante nuestra presencia. Ambos somos altos y fornidos, seguramente le sacábamos una cabeza y algo más. Entre disculpas y cortesías incómodas, dijo que sacaría sus cosas y nos daría algo de dinero. Nosotros dijimos que lo esperaríamos en la sala.

Dejamos las cajas en el suelo del pasillo y bajamos las escaleras. Cuando nos sentamos en los sillones de la sala de estar, al lado de la cocina, se levantó una nube de polvo que me hizo estornudar varias veces. Minutos después, Servando bajó y nos vio con sorpresa. La chica se mantuvo callada, mirándonos, comiendo de su —al parecer— segundo tazón de cereal.

—Señor Benito, qué gusto verlo.

—¡Servando! No quisimos despertarte.

—No, no me despertaron. Fue el ruido del cuarto de enfrente. ¿Alguien ya vino a verlo?

No encontrábamos forma de interrogarlo. ¿Le daba vergüenza? ¿Cómo le pedíamos explicaciones?

—Ah, pues… hablamos con…

Mientras pensaba, mi padre apuntaba con su dedo índice al piso de arriba. No le habíamos preguntado su nombre.

—¿Con quién?

Un sonido seco se escuchó en el patio, como de algo que cae con fuerza y se rompe contra el piso de tierra. Nos apresuramos a ver hacia afuera por la ventana de la cocina. Una maleta enorme yacía en el piso, aplastando algunas de las plantas, rodeada por una nube de polvo. Sobre ella, cayó el cuerpo del hombrecillo. Se apresuró a ponerse de pie, cojeando y sin un zapato. Sólo pudimos verlo mientras lanzaba la maleta por sobre la reja blanca y la trepaba con la agilidad de un gato, como si su huida hubiera estado minuciosamente planeada. Menos por una cosa: pude ver su expresión de dolor cada vez que pisaba la arena caliente con el pie descalzo. Después encontraríamos el zapato faltante en la habitación que aquél habría ocupado por quién sabe cuánto tiempo. Seguramente supo que el edificio estaba solo a cierta hora del día y entró por una de las ventanas —que había sido forzada—, sin saber que los muchachos casi siempre dejan las puertas abiertas.

Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en el rostro de mi padre. Yo salí para verlo huir desde la calle, y en ese instante sólo pude pensar en esa palabra tan extraña que se me escapaba, esa que utilizan los marinos cuando hay alguien a bordo y nadie lo sabe.


Leopoldo Orozco (Ensenada, Baja California, 1996). Egresado de Lengua y Literaturas Hispánicas por la FES Acatlán. Miembro fundador del taller literario y revista De-lirio. Ha colaborado en medios como Quimera, Taller Ígitur y Reverberante. En 2019 participó en el 11° Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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