ENSAYO / febrero-marzo 2020 / No. 84
Alitalia



Chicoutimi, Labrador City, Quebec, Roma, 6 126 km. Time to destination: 6:58.

Godthab está a medio pulgar de distancia y en el mapa se colorea de blanco; frío, pues. El avión entero duerme a excepción de los sobrecargos, pilotos y yo. Él, por fin, tiene los ojos cerrados y fuera de una pantalla. Hasta ahora, lejos de sentir amor por los niños, estar cerca de ellos me producía cierto desencanto, me antojaba reducir a la humanidad entera a una bolsa de caprichos, mocos y manos pegajosas. Todos fuimos eso y ahora jugamos a que no; yo al menos juego a que no me gustan, a que no me gusto yo misma, quizá. Cada vez que veía a un par de niños hijos de padres ricos, claramente podía transportar sus jugueteos a una pubertad llena de despilfarro y clasismo. Los veía ahí, paraditos, midiendo escaso medio metro y sentía eso que siento por sus futuros seres [inserte sentimiento de intranquilidad y confusión aquí]. Cuidar a un niño a cambio de un viaje a Europa, teniendo en cuenta que el viaje a Europa sería el primero de más de dos horas, con asientos de semilujo, con almohadas y cena incluida. Sí, acepto. Y de ahí creo que nunca me replanteé la propuesta hasta que fue demasiado tarde, hasta que estaba aterrizando en la ciudad para tomar, al día siguiente, el temido gran vuelo sola, con un niño de siete años, una versión prueba de un niño rico, nini o, peor aún, semiemprendedor. Cuando el sentido común despertó, yo estaba terapeando al niño para que no me fuera a morder en el aeropuerto o a llenar de baba o a emberrincharse a media sala. El vuelo era tarde, lo más tarde, 11 de la noche tarde; y a las nueve yo ya estaba con maletas documentadas en un Chilli’s, pidiéndole una hamburguesa, sobornando al mesero para que me trajera, en tazas de café, licor del 43 y expreso (tazas, sí, múltiples). Porque claro que, ante los ojos de un niño consentido e inocente, la botella de cerveza sería pólvora latente en sus labios. “Mamá, cenamos y ella pidió un refresco verde. Mamá, cenamos y ella pidió café frio con hielos”. Quedar como alcohólica a mis 24 no es algo a lo que aspire.

Para mi sorpresa, logré hacer clic con el niño. Jugamos a ser espías y estuvo de mi mano durante todo el proceso de aduana y caminata deportiva hasta abordar. Hay algo en sentir una pequeña mano aferrándose con miedo a la tuya. “No le tengo miedo a las alturas”, me decía una y otra vez cuando por alguna ventana veía uno de esos pájaros blancos de metal. Algo así me decía yo cuando veía el inminente desastre en los ojos de alguna mujer. “No le tengo miedo a las alturas”, y me aferraba a una mano, a unos labios, a una muerte anunciada. No sé si fui víctima de la hormona femenina, pero, a las pocas horas, mi entendimiento de las palabras “miamor” y “mivida” mutó. Ahí estaba yo, con tres maletas encima, unos lentes de juguete en el cuello de la camisa, una pequeña gorra mal puesta en la cabeza y una calcomanía arrugada y sin pegamento en el cachete, afuera de un baño de mujeres respondiendo al llamado agudo de “prima” con un “aquí estoy afuera, miamor”. Porque sí, ahí estaba, en efecto, afuera de todo, de mí misma incluso, realmente afuera.

La primera vez que, sentada en mi asiento, vi en la pantalla el pequeño avión dibujado con un camino de línea punteada ante él, entendí lo que realmente es el miedo a la aventura, la adoración a la zona de confort. Regresé a esa cama, en donde la noche anterior le confesaba a mi novia, abrazada a su cuerpo, lo poco que me entusiasmaba el viaje. Le proponía desaparecer por esos mismos 15 días que duraría la aventura, sólo irnos y evadir esas temidísimas 12 horas de avión. Ella pensó que jugaba. Había en mí realmente unas genuinas ganas de abandonar Europa para escaparme a Cuernavaca. El asiento se reclina, el avión en la pantalla comienza a comerse uno a uno los puntos de esa línea con trayectoria semicircular, y yo lo entiendo todo. Así de hija de puta es la costumbre, así de buena maga es que hace más apetitosa una aventura de pueblo que cruzar el charco.

5,820 km y tengo los pies fríos, pero las manos sudadas. Una vez habiendo desnudado al miedo de su mal disfraz de apatía, me enfrenté con una segunda misión: la familiaridad. La falta absoluta de sorpresa ante el despegue de un Boeing 777, azafatas hermosas e italianas, ante cortinas divisorias y clasistas. Yo estaba en ese avión como si fuera mi decimocuarta vez. ¿Por qué?

Después de resistirme durante las primeras cuatro horas, cuando el reloj dio las tres de la mañana, decidí acatar la indicación de darle al niño LA pastilla mágica. Había querido evitarle la penosa necesidad de tomar drogas tan pequeño, pero es que aún tenía la energía de una mañana de domingo, de chocomilk con plátano, de labrador cachorro. La luz de lectura se prendía y apagaba una y otra y otra y otra vez. Él permanecía callado, pero su cuerpo gritaba, sus manos gruñían y la luz parpadeaba. Se la di y me impresionó la facilidad con la que se la tomó, me recordó a las niñas de mi preparatoria metiéndose a la boca todo aquello que les fuera presentado como “dulces”. Qué peligro que a los siete años este niño tenga esa ligereza de mandíbula. La cosa es que, 30 minutos después, parecía que yo le había dado una lata de Red Bull. Se paró al baño dos veces, en las cuales, claramente, lo seguí y esperé durante minutos (que en depravación de sueño me supieron a vuelos enteros a Roma. Múltiples, sí). Al regreso del segundo viaje al baño, el siempre leal iPad se quedó apagado en el piso mientras él comenzaba una danza con los ojos cerrados sobre el asiento —a las siete vueltas se echa un perro, pero un niño ¿a las cuántas?—. La sábana arriba, abajo, en bola, en el piso, arriba de nuevo. Las luces se prendían y se apagaban, la cortinilla de la ventana subía y bajaba una y otra y otra vez. En un movimiento que interpreté, debo admitir, como el inicio de un vigésimo round de preguntas y conversaciones sin sentido, puso su almohada a un costado de su cuello, su mano sobre mi mano y respiró profundamente. La tormenta tropical daba, por fin, tregua.

Su mano lacia sobre mi mano, y esa sensación de sentirse el punto de referencia de un niño. Tres minutos en esa posición bastaron para que se ganara todo de mí, incluyendo la aceptada derrota. Terminó desparramado en el asiento, con la cobija a medio cuerpo y la almohada en una posición completamente ineficiente. Ahí estaba clarito, un adolescente largo y torpe, algo deforme y con olor a axila, derretido sobre cualquier superficie blanda, demasiado hormonal para procurar el buen uso de una almohada. Este niño de siete años era en ese instante todos los hombres del mundo, todos los adolescentes del mundo y yo, como miles y miles de padres, tíos, abuelos o primos, era su punto de referencia de un hogar. Supongo que todos podemos amar a cualquiera si lo desvestimos de adulto y lo recordamos de siete años embarrado de Nutella, desparramado sobre una superficie blanda, siendo habitado por el cansancio de un día de juegos y azúcar. La ternura no es nada más que la sensación de recordarse chico, vulnerable y cómodo en el planeta.

Roma, time to destination: 6:25.

El dibujo del pequeño avión no ha aparecido sobre el mar aún… La relatividad del tiempo debería ser medida con base en el fenómeno aéreo. Por cierto, me parece completamente increíble (esa palabra en su connotación de “poco creíble”) el hecho de que un avión de este tamaño se mantenga en el aire por 12 horas continuas. No tiene sentido para mí y dudo de absolutamente todas las teorías de la física que pretenden justificar este hecho. Sé que no hay misterio alguno, que hay ingeniería de por medio, pero parece poco creíble que en nuestra realidad hayamos podido crear algo que realmente vuele. O al menos que lo haga con 200 almas, maletas y dos opciones de cena y desayuno a bordo.






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A. Tamara Gayol Massimi (Ciudad de México, 1995). Estudió la licenciatura en Derecho en la Universidad La Salle y Anáhuac Cancún. Cursó el diplomado de Creación Literaria del INBAL.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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