CUENTO / abril-junio 2020 / No. 85-86
La maldición de la tortuga filipina


Las tortugas han sobrevivido a lo largo de los siglos gracias a su condición de isla. Las tortugas cambian de animal a roca en un instante. Aunque hubo épocas difíciles, actualmente vuelven a pasar desapercibidas con facilidad. Nadie las aprecia porque no son aptas para los vídeos de Instagram. Las expresiones faciales de una tortuga se gestan en un espacio de tiempo de entre 20 y 40 minutos. Por eso nadie valora su sentido del humor. Nosotros asociamos la risa al humor. La risa se produce en un instante, como un bostezo o un estornudo, en el momento preciso. Para la tortuga no existen los segundos. Su metabolismo del cretácico está configurado para periodos prolongados. La sonrisa de una tortuga se puede vislumbrar a lo largo de un lustro. Algunas modalidades dramáticas se han creado en mímesis con el movimiento de la tortuga. El teatro del Nono, practicado en Japón, consiste en accionar el sistema nervioso para que ejecute órdenes motoras a largo plazo, es decir, el actor está ocupando el escenario, yendo de un lugar a otro, pero el espectador no percibe dónde se crea el movimiento. Si el ejercicio está bien hecho, el espectador queda con la sensación de haber presenciado un acto de levitación, un instante de locura fugaz, el escaparate de un sueño o la estafa del taquillero. La humanidad siempre se ha debatido entre el miedo y la adoración a estos seres. Algunas culturas asiáticas los consideran reptiles malévolos. Etimológicamente, la palabra tortuga significa “habitante del infierno”.

Mi tortuga se llamaba Sarampiona y murió de lentitud.

En los noventa hubo en Sevilla un brote de sarampión que dejó a medio Colegio Azahares reposando en casa. La moda de las tortugas llevaba fraguándose casi 10 meses, en las tiendas de animales del Carrefour, en las series televisivas infantiles y en los anuncios de comida disecada, cuando el brote llegó a mi barrio. Las artimañas de la publicidad para hacer de estos bichos seres entrañables eran obvias. Utilizaban rudimentarios efectos especiales para grabarlas nadando o saliendo de una pecera caribeña donde tomaban el sol con un daiquiri. Era evidente que las empresas de gambitas podridas esperaban grandes ganancias. Y caímos. Las niñas usábamos el flequillo cardado con cuidado de no caer en el error que nuestras madres cometieron en la fotografía de boda. La herencia del mal gusto se perpetuaba. Como acto de rebelión frente a la antigua generación decidimos que las tortugas serían mucho más radicales como compañeras que los canarios.

Después de una semana de estar enferma viendo Las Tortugas Ninja hice berrinche:

—¡Mamá! Quiero una tortuga como la de mi prima Cristina.

Dicho y hecho. Mis padres me la compraron sin tener en cuenta el escaso mes que logró mantenerse con vida la tortuga de mi prima. Mi padre convenció a mi madre de que su raza tortuguil no era tan longeva. La de mi prima era de las exóticas. En la etiqueta de la bolsa inundada decía que provenía del Pacífico. Se le notaban esos tintes extranjeros sobre todo en las líneas rojas y amarillas que le cruzaban la cara. Me miraba con ojos concéntricos, estirados desde la esquina superior. Ejercía una suerte de violencia ancestral por la que advertía las posibles maldiciones que nos arrojaría si la tratábamos mal. Mi prima Cristina había descubierto que las uñas del bicho eran intermitentes, surgían de unos hoyitos diminutos. Pero era dócil y estaba empezando a ser amaestrada. Nunca logramos que hiciera un truco. Tuvo cuatro nombres en las cuatro semanas que duró. Paulina, por Paulina Rubio; Pitjioto, por el pájaro Pokémon; Pulgarcita, por la idiotez de mi hermana, y Hamtaro, por el hámster. La mitad de sus apodos remitían a otras especies zoológicas (aves y roedores) y puede que eso acabara por deprimirla. Es posible que la tortuga, versada en ciencias, no soportara tal agravio.

Entre mi prima y yo llegamos a la conclusión de que si la tortuga no iba a darnos la patita tendría que hacer algo llamativo. Probamos con pulseras de plástico fucsia a modo de collares, pero el escrótico animal, cuando veía la sombra de los aros acercándose a su cabeza, introducía en un arrebato el cuello en su hogar portátil. Desilusionadas, mi prima y yo ideamos maneras de decorarla al gusto de la época. Mi prima, que era mayor, y por ello le costaba más trabajo estar a la última, no sabía de las pegatinas con purpurina. Al enterarse de la novedad pensó que sería genial que, en lugar de llevar sus álbumes de pegatinas al colegio, podía mostrar a Hamtaro vestida con pegatinas brillantes. Cristina guardó a la tortuga en su mochila junto con los libros de Conocimiento del Medio, Lengua, Matemáticas, Plástica, Música, sus cuadernos y la flauta. Al día siguiente descorrió las cremalleras y se encontró a la tortuga asfixiada, envuelta en un manto de pegamento multicolor. Sepultó a Hamtaro en la papelera del pasillo. Mi tía tuvo que llevar la mochila a la tintorería y mi prima quedó desconsolada hasta que le compraron, de nuevo, un canario.

Yo, sin embargo, no me iba a dar por vencida con las tortugas. Sarampiona irrumpió en mi casa con una timidez inusitada. Mi padre la colocó en mitad de la mesa y su caparazón entero tenía el tamaño de un botón. Mi hermana dijo que tuviéramos paciencia, habría que esperar a que se desperezara para verle la cara. Aquel día no conseguimos sacarla de su coraza. La dejamos en un vaso de agua y nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente Sarampiona se había perdido entre la multitud de objetos punzantes de la cocina. Ante tal contratiempo yo berreé, mi madre cabeceó, mi padre se fue y mi hermana la encontró, estirando sus articulaciones entre los fogones de la hornilla. Un leve vistazo al laberinto verdoso de su caparazón bastó para que la veneráramos.

Esa tarde mi hermana me convenció para que le inoculara el sarampión y así nos pudiéramos quedar toda la semana en casa cuidando de Sarampiona. Hice que cerrara los ojos y abriera la boca e introduje mi dedo índice empapado en babas. El experimento surtió efecto porque en la noche, quién sabe si por hipocondría o por la rápida absorción vírica que siempre ha caracterizado al organismo de mi hermana, tenía fiebre. El estado febril era ideal para idolatrar al reptil. Cada uno de sus leves gestos nos causaba conmoción. La distraída pantomima de una de sus cejas a la hora de olisquear a la distancia las gambitas nos sacaba lágrimas. Y una vez, bajo los efectos del Dalsy, vimos cómo meneó el rabito al llegar mi padre del trabajo.

—Está loca de contenta la Sarampiona, papá.

Al final de la semana ya no podíamos entender nuestras vidas sin ella. Mi madre, que estaba pasando por la cepa más dura del sarampión, decidió gastarse sus ahorros en artilugios de recreo tortuguil. Una piscina con islote en medio y palmerín para que la criatura después de nadar se refugiara de los incesantes aleteos, una hamaca con forma de dedal para que reposara en el patio o sobre el macetero de alguna planta, manjares de crustáceo y algas artificiales con simulación de movimiento de olas.

Sarampiona se hallaba en el paraíso terrenal, pero todos los días escapaba de su piscina para cruzar con lentitud extrema los fogones de la hornilla, tal como hizo el día en que llegó. De nuevo, la naturaleza austera de las tortugas se interponía en nuestro amor. ¿Profesaría alguna religión tibetana que la obligaba a rechazar los lujos? ¿En la hornilla habría detectado algún olor más atrayente que el de sus alimentos? ¿Al provenir de Asia conocía el término kamikaze? No hubo forma de averiguarlo.

Llegado el día que siempre llega, mi padre nos hizo una sopa. Viró la ruleta hacia el número nueve, máximo esplendor de modernidad, y el mechero prendió en una llamarada azul. La cacerola hirvió el agua en menos tiempo del que Sarampiona tuvo para escapar. Sólo nos dimos cuenta de su trágico final cuando, al tercer día de no encontrarla, vimos su caparazón hueco en la encimera. Mi hermana conservó la pequeña barquita cóncava y la llevó dentro del sujetador el día de su primera comunión.

Al poco tiempo supimos por el telediario que el brote de sarampión surgido en Sevilla provenía de una especie filipina de tortuga que se estaba comercializando de manera descontrolada. Muchos padres suspiraron aliviados al poder asesinar a sus tortugas antes de que llegara el Partido Animalista. Las sobrevivientes las echaron al laguito del Parque Infanta Elena, donde proliferaron con ahínco hasta que el Estado propuso exiliarlas al invernadero de la estación de Atocha en Madrid. Allí observan en silencio el ritmo agónico de la humanidad, y a veces protagonizan algún que otro vídeo aburrido de Instagram.


Más cuentos aquí...



Raquel Verdugo (Sevilla, 1994). Estudió Periodismo en la Universidad de Sevilla, el máster de Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid y el máster de Estudios Americanos. Ha realizado cortometrajes, fotografías y artículos para diversos medios.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.