CUENTO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
E 203


Todo aquí se ha vuelto un caos desde la última vez que nos vimos. Sabes que no podemos salir prácticamente para nada, no hay quien pueda escaparse ni a pasear a los perros, por eso ahora hacen sus necesidades dentro de los departamentos y todo huele muy mal hasta que vienen a recoger la basura. Como estamos a la orilla de la ciudad, el camión tarda en llegar muchísimos días. Hace un mes que no suena la campana en esta calle. La semana pasada Teo vomitó mientras intentábamos comer lo que mamá pudo cocinar porque percibió ese olor tan fétido que llega del tercer piso. Yo me estoy acostumbrando, además de que siempre he tenido muy mal olfato. Nunca pensé que alguna vez fuera a serme útil; de hecho, llegué a creer que sería incapaz de notar el gas saliendo de una hornilla abierta o un bistec podrido y que me moriría de forma ridícula. En este momento parece que el no tener ese sentido es casi una cuestión evolutiva.

Perdón por escribirte tan poco. No sé si te acuerdas todavía del pequeño departamento al que te traje a escondidas una tarde (ese mismo lugar que te sorprendió por lo pulcro que estaba, hoy se parece más a un corral de cochinos). El asunto es que casi no tengo privacidad porque mi espacio vital se reduce a unos 10 metros cuadrados para poder hacer lo que quiera con estas horas vacías. Aunque pocas veces tengo ánimo de ocuparme, Teo está eternamente sobre mí lanzándome sus preguntas, me pide ayuda con su proyecto que invade la sala-comedor, o que le corte de nuevo el pelo. El pobre ya ni siquiera tiene suficiente cabello para que lo siga tusando, parece que más bien ha desarrollado una obsesión con su reflejo: se mira al espejo cuando despierta y se irrita de ver siempre la misma cara, exactamente sobre el mismo fondo. No puede modificar lo que está detrás de él, pero sí intenta cambiarse por otro.

También yo tengo ganas de ser otra, de habitar un lugar diferente, uno en el que haya espacio para las dos. Por lo pronto me sostengo de lo que puedo, supongo que por eso duermo con la camiseta que dejaste. En vez de ponérmela, la doblo a un lado de mi almohada y la huelo muy de cerca. Entonces mi cuerpo recuerda la forma de tus brazos ligeros alrededor de mí, siente tus ojos mirando los míos.

Los días pasan lento o no pasan, como el camión de la basura. Aún hay electricidad por las noches, así que podemos cargar los teléfonos. Da igual de todos modos porque sin línea ni internet sólo sirven para anclarnos en este limbo. El celular me ayuda a llevar la cuenta de la fecha exacta —una costumbre que al menos implica la certeza de algo—; sin embargo, del tiempo sólo me importa cuánto falta para que la espera se termine, y por supuesto que ningún aparato puede adivinar eso. Me cuesta trabajo entender cómo vamos a recuperar lo que antes nos parecía cotidiano. Las paredes se han vuelto el paisaje, los oídos se han adecuado para descifrar los ruidos cercanos, han aprendido a diferenciar un puñetazo en la mesa del departamento de junto, un empujón contra la puerta, las patadas en el piso, sollozos en el baño, crujidos de muebles, peleas en murmullos. Los del E 204 y nosotros estamos preocupados por las niñas de enfrente. No han dejado de llorar después de que la pelea de sus papás se acabara con un golpe seco.

Te fuiste en el momento indicado, lo sigo creyendo. Sé que tampoco la estás pasando bien allá, pero no puedes negar que hay apocalipsis mejores que otros, los fines del mundo nunca son iguales en todos lados. Extraño tanto las cosas que antes me parecían insoportables: subirme al metro en hora pico, lidiar con los más nefastos de mis compañeros, ir al súper, hacer fila en el cine, que alguien me chifle en la calle, esperarte porque vienes tarde. Y aún más, anhelo las cosas que siempre disfruté: los bares del centro, mis pláticas con Tatiana, ver una película, recorrer la ciudad, caminar de regreso a tu casa. Si nunca volvemos a esa normalidad, al menos me consuela pensar que quizá encontraremos nuevas formas de estar juntas.




Itzel Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1995). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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