CUENTO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Hedor a hogar


Para la niña a quien su papá obligó a comer sardinas infinitas


Las manos de grosella contrastaban con el piso de porcelana, pero todo había quedado impoluto. Mónica tiró el agua de la cubeta y le echó Roma al lavadero para tallar la jerga. Restregó la tela hasta que las rayas rojas se distinguieron a la perfección. Al terminar, acomodó sus instrumentos para por fin descansar.

Se sentó en el recién aspirado sillón y prendió la recién sacudida televisión con el recién desinfectado control remoto. Pasó un canal, pasó dos, pasó 350, pero no ponía atención en nada. Aunque todo el día hizo quehacer, seguía percibiendo un olor. Era una fragancia que al entrar por su nariz bailaba hasta erizarle la piel y la invitaba a devolver todo lo que tuviera en el estómago.

¿De dónde venía esa fetidez? De seguro las niñas no se habían bañado. Subió a sus recámaras y las levantó.

—Se meten a bañar, pero ya.

—Pero, mami, nos bañamos en la mañana.

—Me vale madres, no se han de haber lavado bien la cola. Y tállense bien las patas, les apestan de andar todo el día brincoteando. Ya casi son señoritas, con una chingada. ¡Y se me cambian! Voy a creer que ni estando todo el día aquí pueden ser más limpias.

Desde que las escuelas cerraron y el gobierno hizo un llamado general a que todos se quedaran en casa, estaban juntas las 24 horas. Aunque las amaba, estar un mes encerrada con Marifer y Silvia había terminado con su paciencia.

Lo que más la ponía de malas era lo poco comprensivas que eran las niñas: se enojaban cuando Mónica les pedía que se echaran gel antibacterial luego de lavarse las manos. Le ponían ojos de huevo duro con la nueva regla que ella impuso: quemar la ropa con la que salieran de la casa. Reclamaban porque el agua y la comida sabían a cloro. ¿Pues qué esperaban? El virus estaba por todos lados. Esperaba con desesperación el día en que volvieran al colegio.

Notó la fragancia del shampoo de sus hijas, aunque sabía que no llegaría la del acondicionador porque esa semana se les había acabado. En la alacena ya tampoco quedaba detergente para ropa negra, Nutella, cereal ni yogur griego. El olor se intensificó.

Le sorprendía que algo pudiera oler así porque ella misma se encargó de la limpieza de toda la casa, como todos los días desde que inició la cuarentena. Su jornada comenzaba a las cinco de la mañana, hora en que salía a lavar la banqueta. Luego entraba a limpiar todas las paredes desde la entrada hasta las recámaras.

Éste era el primer motivo de pelea con Antonio, quien se molestaba por ser salpicado con agua y desinfectante a las siete de la mañana. Desde que lo corrieron porque con una pandemia global ninguna empresa quería gastar en publicidad, no lo calentaba ni el sol. Mónica se sentía culpable porque una esposa tiene que hacer equipo con su pareja. “En lo próspero y en lo adverso”, juró ante el altar; pero ella no tenía energía. Estaba peleando para que el virus no destruyera todo dentro de su hogar como lo estaba haciendo afuera.

Luego de discutir, bajaba a hacer el desayuno. No dejaba que las niñas se sentaran frente a sus laptops a tomar clases con el estómago vacío, aunque cada día era más difícil. La despensa se iba reduciendo y sus hijas comenzaban a notarlo. Mónica no quería que se angustiaran, por lo que explotaba su creatividad para inventar recetas con lo que tenía. La mañana siguiente anunciaría una dieta sin lácteos, así podría explicar la ausencia de leche.

Mientras las niñas estaban ocupadas, ella pasaba la jerga con esmero por cada rincón de su hogar, a excepción del baño, el cual limpiaba con un cepillo, bicarbonato y vinagre. La ropa para lavar había disminuido significativamente porque cada que alguien salía, aunque fuera al patio, Mónica organizaba una hoguera con las prendas usadas.

Consideraba que aquélla había sido una gran decisión, pues nada del exterior entraría por la puerta. Además implicaba un poco menos de trabajo, toda esa limpieza la tenía exhausta. Al principio se organizó a las niñas para que todas hicieran el quehacer, pero la desesperó su falta de dedicación. Cada metro cuadrado tenía que ser tallado 15 veces por el cepillo o jerga en cuestión, ¿por qué era tan difícil de entender? Mónica prefería hacer todo sola que vivir con la angustia de que estuviera mal hecho.

Por ello su existencia y la del olor no podían compartir espacio-tiempo. Cada rincón estaba impecable, ¿de dónde salía ese hedor? Revisó cuidadosamente cada recámara, pasillo y mueble. No encontró nada, pero el aroma cada vez era más fuerte. Una gota de sudor resbaló por su espalda y de pronto entendió todo.

Durante más de tres cuartos de su niñez, su dieta se basó en las sardinas. Su padre, que siempre gastaba más de tres cuartos de su precario salario antes de dar el gasto en casa, compraba cajas y cajas de este alimento. Por más de tres cuartos del año, éste era el único alimento para Mónica y sus hermanos.

El ritual era el mismo: su madre sentaba a los cinco a la mesa. Sacaba tres latas, les quitaba el exceso de aceite y las vaciaba en un platón. Luego le daba a cada uno un bolillo para completar.

De enero a julio, Mónica comía porque no le quedaba remedio, pero los últimos meses deglutir era insoportable. Cada vez que se metía un bocado, el sudor brotaba de su cuerpo. La grasa envolvía cada centímetro de su lengua; el sabor era tan penetrante que bloqueaba su garganta y formaba una camisa de fuerza alrededor de su pecho. Pero sin duda, lo peor era el olor. Ese aroma invadía su nariz, nublaba su mente, enfriaba su corazón y le quitaba toda esperanza.

Era el aroma a no tener la posibilidad de experimentar la parte complaciente de la vida. A no tener derecho a sentir, tener u oler algo agradable. Esa pestilencia la acompañó muchos años de su vida, hasta que conoció a Antonio en la universidad. Cuando se casaron y compraron una casa, lo primero que hizo Mónica fue rociar por donde fuera posible esencia de bergamota. Su hogar jamás olería a sardinas.

Pasaron los años, llegó Marifer, luego Silvia. La pareja decidió que ella se quedaría en casa. La nueva madre dedicó sus días a que de la cocina escaparan los más bellos olores: pastel de red velvet, pollo a la naranja, carne marinada, café. Creó una fortaleza que la protegiera del tufo a sardinas, del frío, de la presión en el pecho.

Pero el aroma la había alcanzado. Debía de ser porque los aromas bonitos se habían ido. Con el despido de Antonio, no podían comprar harina, chispas de chocolate, carne, pollo, pan. Mónica se exasperaba. Su deseo no era ser millonaria, sólo no quería apestar.

Pronto también sus afectos exhalarían ese hedor. ¿Cómo evitarlo si llevaban semanas encerrados? Quedarían marcados para siempre, como ella. No lo soportaba. Quiso gritar, llorar, golpear todas las paredes. Cada poro de su piel supuraba un vaho a grasa del océano conservada. Su piel, sus manos, su cabello.

Mónica sólo pudo pensar en una solución. Puso en una cubeta sus mejores armas de limpieza: cloro, limón, vinagre, alcohol, agua oxigenada y muchas lágrimas de desesperación. Mojó todo para comenzar a tallar. Restregó con odio las ollas, la estufa, los sillones, las escaleras, la televisión, las computadoras, el refrigerador, la alacena. Lavó las escaleras, los pisos, las paredes. La fetidez la alcanzaba.

Se sentía sofocada, pero no desistió en tallar con todas sus fuerzas. La gente en las calles se estaba muriendo de coronavirus, pero a ella la mataría ese olor a sardinas, a las veces en que no había otra cosa que comer en su casa. En su boca, la grasa brotó, el sabor atascaba sus papilas gustativas. Para no ahogarse, le dio un trago a la pócima de la cubeta.

Mónica estaba decidida a ser más fuerte. No iba a dejar que nada le quitara todo lo que le costó años construir: una casa en cuyo comedor una familia se deleitaba con postres, guisos y mucho amor. Sabía que cuando limpiara hasta el último rincón de la casa, todo iba a mejorar. Tenía que borrar ese olor, ese sabor, la inexistencia de posibilidades. Le costaba respirar.

Estaba por terminar, sólo faltaba el baño. Fregaba con la fuerza que le daba la impotencia. Le ardía el corazón, de sus labios escurría sangre, el poco aire que entraba por su garganta raspaba. Sintió su cara en el piso del baño, no le preocupaba porque ya estaba desinfectado. Sin importar todo lo que estuviera mal afuera, su fortaleza estaría a salvo. Nada olería a sardinas. Los ojos se le cerraban, pero ella quería seguir. Le faltaba un rincón, sólo un rincón.





Claudia Tepale Medina (Ciudad de México, 1996). Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Obtuvo el primer premio de Cuento Breve en el Concurso 50 de Punto de Partida. Ha publicado en medios como Lexnal y Libertimento.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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