ENSAYO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Tentativa de agotar el confinamiento

Tu es assis et tu ne veux qu'attendre, attendre seulement jusqu'à ce qu'il n'y ait plus rien à attendre:
que vienne la nuit, que sonnent les heures, que les jours s'en aillent, que les souvenirs s'estompent.

GEORGES PEREC


Cuatro paredes me encierran.

Todas brillantes, pintadas de blanco. Algunas molduras de yeso alabastro enmarcan el cuadrado con frisos florales, la naturaleza monocroma que hace del interior su territorio sagrado. El techo también es de una blancura inmaculada, jamás barrido, pues el polvo parece desdeñarlo, cosa de las fuerzas gravitatorias. Su planicie es un piso donde uno desea, en sueños, deslizarse sobre ruedas en círculos concéntricos, tan impoluta su superficie, o rodarse desnudo contra su piel fresca en los días de calor. Quién, no sólo en sueños o infancias, incluso ahora que los tiempos sobran, no ha tenido esos pensamientos al mirar el plafón, al verlo ahí, un cielo despejado, al alcance de nuestras manos, tocarlo tan sólo estirarse, sentir, en la inversa vertical, que ese dominio nos pertenece en exclusividad, y que nada hay, ni un solo objeto a nuestro rededor, para estorbar nuestro andar.

Una ventana doble, con un vidrio grueso y tintado ligeramente de verde, una acuosidad de riachuelo de montaña, de piedras pulidas y grandes, con esos solutos de musgo que le dan la coloración, se abre hacia el exterior con un movimiento parabólico desde el centro, como alas de un ave que quisiera arrojarse al vuelo. Por su abertura penetra el aire fresco que recorre la habitación y que acaricia las plantas en sus macetones, los helechos y los teléfonos, las patas de elefante, la costilla de Adán, las dos lenguas de suegra, el anturio rojo y el grandioso ficus, las tres cunas de Moisés y el corazón del hombre. Arrulla también con su brisa a la violeta abundante que se dio en la maceta como un milagro, sin que nadie la haya plantado, y que ahora es el foco de las miradas que contemplan sus tonalidades rosáceas y violáceas.

Penetra también el ruido de la calle, que por fortuna no está repleta de automóviles, aunque se escuchan las voces del flujo de peatones vestidos de blanco, sobre todo a ciertas horas, que van o vienen del centro médico que nos queda en la cercanía. Precisamente ahora, en esta circunstancia, mirar los desplazamientos de estos ciudadanos se ha vuelto una curiosidad que destraba el sosiego, que da confort al alma o susto a la ansiedad. Tratar de dilucidar sus palabras escuetas, las voces susurrantes, para encontrar en ellas algún indicio de mejora; pescar el número cabalístico que decodifique la enfermedad y la haga tangible, fácil para nuestro entendimiento, controlable bajo nuestro poder. Descifrar sus muecas y gestos, notar el ángulo de las comisuras o el repliegue de párpados, la brillantez chispeante del ojo, la blancura de leche en la esclerótica que nos diga que la salud permanece viva. Ofrecerles, a estos valientes, una canastilla, bajada desde la ventana como un elevador externo, anden, tomen una botella de agua, una fruta bien lavada y madura, un mensaje de nuestro puño y letra que les lea un salmo; compartirles generosamente la fortitud de espíritu que nos mantiene firmes en este encierro, úsenla en sus luchas contra el mal que asola nuestro mundo.

En los otros momentos, cuando no parece que el tiempo avance, cuando el segundero se atora en ese tic tac inmóvil, dentro de nuestro cubo aséptico y oloroso a cloro, nos vemos a los ojos y nos contamos los lunares en el iris. Es un proceso que requiere de una minuciosa extrospección, una mirada silente y precisa que determine qué es un lunar y qué no lo es, puesto que el iris, al ser mirado con detenimiento, resulta un espacio de circunvoluciones y afluentes giroscópicas  que se transforma según los matices de la luz, el rubor en las mejillas, los movimientos viscerales y hasta el aleteo de las mariposas del otro lado del globo terráqueo.

Por eso se pasan horas en esta actividad para ocupar el tiempo, como se ocupa un espacio infinito, y que en su intimidad radical acerca dos latidos a un mismo cuerpo. Casi siempre, al ejercitar esta práctica parsimoniosa, se conduce a terminarla en otra de mayor arrebato, amatoria de la carne viva y pulsante, y que es también una manera adecuada de habitar el tiempo y el espacio, alargarlo y acortarlo al vaivén interno, dejar que los días se hagan noches y las noches, días, despertar una y otra vez bañados en lluvia, o ardientes como un desierto salino, tocar estrellas y mundos, tocar lo negro del vacío, centro místico de todo lo que se nos manifiesta en esta coordenada material.

Cuando el tiempo recobra su pulsión, comer se vuelve una necesidad para sostener nuestro propio ajetreo. Ahora, más que nunca, se aprovecha el confinamiento para aprender técnicas culinarias, a manejar un cuchillo como experto, a producir una masa madre que hinche la harina en un pan fragrante que no se nos queme en la puerta del horno, que resulte crujiente en su costra de sal y de una mofletuda esponjosidad en su corazón, la miga mágica y bien compacta, con sus alvéolos hechos un racimo de redondas uvas, que nos recuerde, por un brevísimo instante, la configuración pulmonar que nos da el aliento, y que la enfermedad invisible pretende destruir en un ahogo.

La lectura también arroba al confinamiento, lo abraza como dos amigos que se han perdido de vista y que se recobran en un momento de gozo supremo. Las palabras sobre el papel, extirpadas del mundo onírico, significan este mundo que ahora nos ha sumido en un pozo, mundo miniatura, para redescubrir que nuestro cuerpo y su sensación es el cuerpo y la sensación del mundo. Redescubrir el poder de la vida y de la comunión, darse cuenta qué abismo nos separa con sus reglas, tabúes, el infortunio del momento o el lugar. Redescubrir en la palabra, leída, dicha, escuchada, que el corazón del hombre y de la mujer, con sus formas elásticas, es idéntico en cada cuerpo. Leer, leerse, reconocerse en la página como se reconoce un rostro en el espejo, saberse una vida que ya ha sido vivida, compartida, reída, llorada, gozada, sufrida, una y otra vez, vivida hasta la muerta y resucitada, pensada por una mente que parece conocernos en lo más íntimo, que nos narra en cada momento y que en dicha narración va creando nuestro devenir. Leernos para entender que el mundo exterior emana del interior de nuestro ser; saber que, aun en el pozo más profundo y oscuro, basta alzar la mirada para encontrar una luz pálida y tibia que nos guiñe y nos eleve.

Agotar el confinamiento con la minucia, con mirar a nuestros animales que se extrañan de este comportamiento nuevo, de este territorio que les pertenecía y que ahora nos comparten, de dialogar con las plantas y con los aires, con las vistas de los cielos cambiantes, de sus nubes que deambulan con su ritmo ajeno; agotar el confinamiento con sabernos unidos a todo, que la soledad no tiene potencia ni el aburrimiento nos pertenece.

Desear con todo ahínco que un día, pronto, cuando el mundo cambie, nosotros lo hayamos hecho también.

Cuatro paredes nunca me encierran.





Daniel SanMateo (Ciudad de México, 1984). Máster en Filosofía por la Universidad de La Sorbona, Paris 4. Ha publicado Luciérnagas en el desierto (Bambú, 2012), Los Ángeles es una escena del crimen (Instituto Mexiquense de Cultura, 2012) y Nunca más serás tan joven como ahora (GYRE, 2016).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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