ENSAYO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Reflexiones de un ermitaño en cuarentena


Pandemia. Un escenario apocalíptico. Para el introvertido, una oportunidad.

El mundo se volvió loco y se avecinan una crisis económica y una reinterpretación del sistema capitalista y económico. Los burgueses se encerraron; los talacheros, algunos, se ponen cubrebocas; los tianguis y mercados ambulantes siguen haciendo el mismo ruido en las calles. Nada ha cambiado, y a la vez todo.

El introvertido se queda en su casa a leer y ver televisión. Juega algunos juegos de mesa, a veces escribe.

La realidad se vuelve electrónica, virtual y omnipresente. Se muestra una dependencia del internet, el hipócrita que se decía hippie se da cuenta de que necesita de los beneficios capitalistas y el hipócrita hiperconsumista se da cuenta de que estamos destruyendo el planeta.

Se escucha la exhalación de la madre Gaya descansando por primera vez en miles de años.

El introvertido por fin puede prescindir de reuniones sociales, lleva un tiempo sin escuchar aquellos adjetivos altisonantes del socialmente adecuado, bien engranado, buena pieza para la maquinaria. Freak, rarito, antisocial, hater. Muchos anglicismos en su léxico mediocre. Por fin una pandemia que no me obliga a tener que pretender que me importa, sin que alguien me juzgue por quedarme en cama hasta las 12 del día y no bañarme y seguir en piyama y desayunar tarde y trabajar en dibujos y escritura sin que me digan holgazán o pelafustán; por la crisis me preocuparé después. Junto al semáforo para cruzar a la estación Mixcoac de la Línea 12, hay —o había, no lo sé— una señora catatónica: un ojo más cerrado que el otro. “Calcetines y tines 2 x 15”: no sé si se refiera a que te venderá dos pares o se trata de una genio de la mercadotecnia. Hace cinco años que la veo en la misma esquina diciendo lo mismo, jamás la he visto interactuar con nadie, no se mueve y no busca ampliar su comercio a otra cuadra; parece una estatua con una grabadora, no existe el esfuerzo. Ella no tiene el privilegio de la cuarentena, ella no había escuchado hablar de una pandemia, tal vez, hasta que empezó a notar que hay menos clientela en el semáforo de Mixcoac.

He pensado en ella viendo los posts en Facebook de los socialmente aptos quejándose del privilegio de quedarse encerrados en casa. Las celebridades, desde sus mansiones, te dicen en las redes que te laves las manos por 20 segundos y que hay que quedarse en casa por el bien de la humanidad.

Quédense en casa todos, excepto los repartidores del súper, de Amazon, de comida, de víveres, de gustos, de minucias, de libros, de ornamentos. La vida sigue igual con aire más limpio; “¿cuál es el problema?”, dice el ermitaño que vive en las nubes y apela a la realidad de cuando en cuando. La vida ahora, a decir verdad, la encuentro más cómoda. Mayor oportunidad de hacer cosas, aún no sé qué cosas pero hay cosas que hacer. Antes la gente se quejaba de que no tenía tiempo de hacer aquellas cosas, aquellas míticas cosas que la gente llama su pasión pero que no tienen nombre propio, a veces adjetivos. Cosas entre otras cosas.

Hace cuánto no salen a comprar ropa, ya se habrán dado cuenta de que una prenda puede durar más de un año. Tal vez el vestido para una boda sí se pueda usar dos veces y aquel estigma no sea más que una ficción social. Cuántas ficciones sociales más nos podremos seguir narrando. Preguntas retóricas sin signo de interrogación; no tengo duda, en realidad no, o si la tenía, la respuesta, a decir verdad, no me importa.

Tal vez quiera unos nuevos zapatos. Estuve viendo la colección de Converse, tienen buenos diseños de bandas de rock, me gusta mucho el rock y empiezo a parecer un chavorruco. Un estilo con el que he contado una y otra vez desde que tenía 12 años: me gusta la música y consumo a partir de ese gusto. Tal vez mi siguiente playera sea de Jimi Hendrix. Cuántas veces puedo repetir los calzones antes de lavarlos. Si llega a surgir un escenario parecido al de las películas distópicas, cuántas cosas pondré en mi mochila; no soy muy fuerte, cuánto tiempo sobreviviría. No es el escenario, por el momento sólo soy un ermitaño feliz de estar en cuarentena; tal vez el alcoholismo no sea lo mejor, tengo ganas de salir por unas cervezas y ver que el mundo sigue relativamente igual. Un derivado del OXXO sigue abierto, las puertas dicen algo de la covid-19 pero los empleados parecen no haberlo leído, no hay gel antibacterial ni respetan los espacios. ¡Los espacios! Cómo estoy feliz: desde antes, mucho antes de que surgiera la pandemia, odiaba los saludos de besos, el lenguaje corporal del canon social. “Debes hacerlo mejor”, decían algunos que aparentemente lo ven como algo importante. Un estrechado de manos era más que suficiente.



La estética y los estilistas. No necesito explicar el narcisismo detrás del tema; debería existir una palabra para expresar que hay algo más que el narcisismo, algo por encima de él, que en este escenario parece no ser suficiente. Ahogados en su reflejo y vanidad, ahogados en su infección de coronavirus.

En realidad no me importa tanto el mundo, desde el anhelo suicida y desde la desesperanza de la humanidad. Después de esto habrá una guerra y todos nos vendaremos los ojos para decirnos “soy feliz”. Tal vez después de esto la humanidad cambie, aunque sea por unos meses, antes de mostrar la apatía tan característica de nosotros como método de supervivencia. Por el momento no hago especulaciones, no nos conviene saber qué nos depara el mundo. Por el momento disfruto el encierro. Tal vez me vendría bien una buena caminata, eso vendrá después; mientras tanto leo, veo televisión, dibujo, a veces escribo.





Diego Pacheco Illescas (Ciudad de México, 1993). Egresado de Filosofía en la Universidad del Claustro de Sor Juana.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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