SIETE CUENTISTAS EN EL ENCIERRO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Siete cuentistas en el encierro
Taller online de narrativa | Literatura UNAM

La fuga


Me llevaron a la cárcel y no me dijeron por qué. Estoy con otras 50 mujeres dentro de una misma celda: todas asustadas, todas confundidas, todas al principio de un silencio que se extiende como eco en una noche interminable.

Silvia tiene 23 años y está embarazada, me cuenta que sus otros dos hijos se quedaron en su casa esperándola con algo para cenar. Al pronunciar estas palabras su voz se corta y empieza a llorar. Intento abrazarla, pero estamos tan apretadas que sólo puedo rozarle un poco la mano para consolarla. Muchas mujeres lloran igual que Silvia, sus lágrimas en el piso forman charcos que unas y otras intentamos secar. Imagino que la celda es como una pecera y que de un momento a otro tanto llanto nos ahogará a todas.

Yo me llamo Susana, como mi abuela materna. Ella fue mi madre cuando mi “papá” se fue para el otro lado, en cuanto su esposa se murió por tenerme. Tengo 22 años y mi abuela me crió solita aquí, en Querétaro, en la casa que le construyó mi abuelo antes de morir; dice que fue lo único bueno que le dejó. Siempre he vivido con ella, sería incapaz de dejarla en una ciudad que esconde tanta miseria. Vivimos limitadas, sin ningún lujo, y ahora sin ninguna señal que le diga que estoy acá.

Nos levantaron justo en la hora en que nos reuníamos a comer en la fábrica. Hay muchas en Querétaro, una ciudad que se ha expandido por su industria manufacturera, sobre todo por lo automotriz; es bien pagada, pero en ésa casi no aceptan mujeres y menos sin estudios, como muchas de las que ahorita estamos encerradas aquí. Trabajamos en una fábrica de costura pequeña cerca del centro, y nos dedicamos a coser prendas al por mayor para que luego las lleven a la Ciudad de México. Estaba cosiendo cuando unos hombres en camionetas, sin uniforme de judiciales ni órdenes de arresto, nos subieron a unas camionetas; entre gritos, forcejeos, golpes y groserías, nos amedrentaron durante el camino. Pensé que nuestro destino era la muerte, la desaparición en silencio como la que veo todos los días en las noticias, pero no: al llegar al penal sentí un alivio absurdo.

No tengo hijos ni estoy embarazada, pero mi abuela también me esperaba para cenar con ella como todos los días. Empiezo a sentir desesperación y ganas de llorar, pero me doy vergüenza ante la situación de Silvia y su hijo que parece que se le va a salir en cualquier momento. Y, la verdad, nomás no lloro porque no sé nadar y no quiero que el agua suba más alto. Me da coraje no saber por qué estoy en la cárcel, tan apretada con otras mujeres; a algunas las conozco de la fábrica, pero a la mayoría las levantaron de otros lados.

Éste es el Cereso de San José el Alto, como a 50 minutos de mi fábrica. Una vez me enteré de que en el Cereso varonil de aquí unos hombres pudieron fugarse por los techos en la madrugada. Toda la gente que conoce esta prisión sabe que desde aquí los narcos mueven todos sus negocios. Por eso en las noticias aparece como “la mejor cárcel de México”, que porque tiene mejor calidad de encierro que las otras, pero yo no lo veo. Es bien sabido que a veces los policías llegan sin motivo y, en donde o como estés, te agarran para que todo el país piense que sí cumplen con su labor de supuesta justicia. Eso nos pasó a nosotras. Yo nunca he matado ni he hecho nada malo, nada para merecer que me arrebaten la libertad. ¿Cómo iba a saber que terminaría aquí?
 
***

Ahora estoy corriendo, escondiéndome en cada rincón de un lugar que me parece conocido pero no logro identificar. Siento que he corrido mucho y, a la vez, que si volteo la mirada me encontraré a un paso del penal. Todo parece tan confuso que no sé ni dónde me encuentro. Cerca de Sierra Gorda, tal vez, porque en mi camino me pareció ver algún letrero entre la penumbra y los árboles. Querétaro tiene partes hermosas, aún con bosques y peñas. Mi abuela solía llevarme de niña. Recuerdo cuánto me consentía y cómo se esforzaba por enseñarme el mundo, la naturaleza y también la ciudad. Si tan sólo pudiera verla ahora que logré escaparme, todo —aunque fuera una libertad fugaz— valdría la pena.

No tengo idea de cómo he llegado hasta acá. Una cosa buena de vivir en un gran país de indiferencia como éste es que te arroja al anonimato fácilmente, pero sé que en mi caso no será por mucho tiempo.

Todo ha sido muy rápido desde que me levantaron hasta hoy. En la oscuridad de la celda perdí la noción del tiempo, además de que hubo ratos de inconsciencia porque los policías... Pero lo que más me daba miedo de seguir encerrada era el llanto. Había niños adentro, cada vez más, y muchas mujeres los cuidaban tras las rejas. Temía porque el agua subía más, cada vez más, y creo que por eso mis manos ahora se ven tan arrugadas, diferentes a como las tenía cuando me levantaron. Por eso decidí fugarme. Todo se ve tan negro, es de noche y el viento se respira distinto, suave y apacible. Frente a mí no hay nada, sólo un poco de asfalto y la incertidumbre.





Jhossiani Luna (Ciudad de México,1992). Urbanista y ensayista egresada de la UNAM. Ha colaborado para revistas académicas y literarias como Souvenir y Mood Magazine. Ha impartido diversas conferencias y talleres en torno a la cultura urbana en instituciones nacionales e internacionales como la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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