ENSAYO / octubre-noviembre 2020 / No. 89
Fuera de este mundo


Deseaba hacer magia o tener poderes; o conocer a alguien que tuviera alguna de esas habilidades; o, ya de menos, contar con una prueba que me asegurara que eso existía. Acostada en mi cama, mirando el techo mientras intentaba dormir, me preguntaba cuáles eran los requisitos para que se me revelaran los secretos de otros mundos.

Entre los cuatro y los cinco años lo más cercano que tenía a la magia era la religión. Mis abuelos me habían enseñado a rezar y pedir por mi bienestar y el de las personas que quería. Las oraciones eran conjuros para sentirme segura: “no me desampares ni de noche ni de día”, “líbranos de todo mal”. Así podía descansar cada noche con la tranquilidad de que algo nos cuidaba a mí y a los míos.

La última vez que pedí algo a Dios fue a los 14 años. Había sido un año muy duro; la adolescencia no daba tregua y se habían sumado, además, asuntos de índole familiar. Estuve a punto de hacer la primera comunión en ese entonces. La idea de que alguien pudiera interceder por mí en un momento en el que me sentía tan impotente me consolaba. Por desgracia o por fortuna, el hechizo se rompió poco después de eso. Dejé de nombrarme creyente.

Entre menos entiendo la violencia de este mundo, más me pregunto cómo puede alguien creer en Dios, en cualquier dios. De existir, ¿por qué no intervendría en este caos? Nunca me han convencido las respuestas que he escuchado a la pregunta “¿por qué Dios deja que pasen estas cosas?”.

Y entonces, ¿a qué se aferra una persona atea?


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Los esfuerzos humanos tienden a volcarse en la idea del futuro, pero casi nunca en el cuidado del presente. Con más exactitud, en la idea de un futuro en el que nuestra desaparición o destrucción son tan catastróficas como inminentes.

No sólo eso: tenemos que hacer méritos en vida para poder “descansar en paz” quién sabe cuándo. Poco importa si se tiene una existencia indigna llena de violencias y pesadumbres, las penurias terrenales podrían ser recompensadas si se lleva una vida virtuosa. El pensamiento escatológico de más de una cultura ha apuntado hacia juicios, resurrecciones, reencarnaciones: un fin que no es otra cosa que un nuevo comienzo. Paso tanto tiempo pensando en el porvenir que la sola posibilidad de que haya algo después de morir me angustia. Donde la incertidumbre es ley, no me sienta nada mal asirme a la idea de que existe un lugar de llegada, un punto final.

Pero para muchos, la vida después de la muerte, el “más allá”, conlleva la esperanza del reencuentro.


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Hay un relato de James Tiptree, Jr. (Alice Sheldon) en el que una mujer y su hija se van por voluntad propia con unos extraterrestres. El narrador de la historia no concibe todo aquello y se pregunta si acaso otras mujeres también estarían listas para marcharse de la Tierra con la misma premura si tuvieran la oportunidad.

La explicación es simple: irse es una alternativa preferible a seguir sobreviviendo en “los resquicios que deja la máquina mundial de los hombres”. Ruth Parsons no piensa demasiado antes de dejar atrás la vida que conoce. Su apuesta por otro mundo es también la apuesta por una vida más vivible para ambas.


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Preguntarnos ¿si pudieras pedir tres deseos, qué pedirías?

Preguntarnos ¿qué poder te gustaría tener?

Cuando era niña me imaginaba que tener un poder sería como tener un secreto que me haría especial. Era la perspectiva de sobresalir y distinguirme la que me resultaba atractiva en esa fantasía. Pronto las películas, los cuentos, los cómics, las caricaturas me mostraron que también las personas con habilidades extraordinarias son rechazadas e, incluso, temidas. Tal vez ser “especial” no es tan buena idea.

En retrospectiva, pienso que en cada etapa hubiera respondido cosas distintas a las preguntas. Quizá en algún momento habría deseado tener un hermano o una hermana mayor; en otro, ser la más popular de mi grupo, ser más inteligente o ser más bonita. Es probable que habría querido volar, ser veloz, hacerme invisible o nunca enfermarme. Pero sé que los deseos de entonces respondían a otras necesidades bastante más comunes, aunque no por ello menores, que eran no sentirme sola, ser reconocida, que no me molestaran.


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En Troop Zero se cuenta la historia de una niña con fascinación por la vida extraterrestre que quiere ganar un concurso para que un mensaje con su voz sea incluido en el disco de oro de las Voyager. Desde los primeros minutos de la película vemos a Christmas Flint, la protagonista, recostada mirando el cielo. Tiene una linterna con la que intenta comunicarse, casi a modo de rezo, con seres de otros universos. En realidad lo que desea es compañía, amigos.

Lo último que le pedí a Dios fue quedarme en la misma escuela donde estaba. No quería empezar de cero, hacer nuevos amigos, conocer un nuevo espacio. No quería tener que adaptarme de nuevo.


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El disco de oro contiene saludos en 56 idiomas; sonidos de la Tierra: animales, viento, lluvia, volcanes, rayos, risas, besos, trenes, autos; 90 minutos de música; más de 100 fotografías; una grabación de las ondas cerebrales de Ann Druyan.


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Casi todas las historias de extraterrestres que conozco se basan en la premisa de que si vinieran a nuestro planeta sería para conquistarlo, destruirlo o hacernos sus esclavos. Pero Ruth Parsons y su hija Althea no lo creen así; Christmas Flint tampoco. Me gustan esas historias donde se confía en que aquellos seres son, tal vez, menos viles que los humanos.

Confiar es tener fe en el Otro, aunque no se parezca a mí. Confiar es que el Otro sepa que no le haré daño, aunque no me parezca a él.

Hace unos meses vi una imagen que decía algo parecido a “como andan las cosas, si te llevan los extraterrestres no es secuestro, es rescate”. Pienso mucho en esto.

Christmas y las amigas que ha hecho en el proceso de ganar el concurso ven una lluvia de estrellas y gritan al cielo “¡Estamos aquí!, ¡estamos aquí!”.

No sé si intentamos contactar a alguien que está quién sabe en dónde a modo de saludo, de invitación o enviando un grito de auxilio. Siento la tentación de dirigir la vista a las estrellas e implorar: “por favor, estoy aquí, estamos aquí”.


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No es que no quiera morir. Es sólo que no quiero que estar viva tenga un precio tan alto.

Si hoy pudiera tener un poder, querría el de defenderme y defender a otros, o el de no sufrir. Si pudiera pedir deseos, serían proteger a las niñas, a los niños, a las mujeres, a las personas todas; que nadie hiciera daño; que no hubiera guerra; que no se devastara la Tierra. Pediría la garantía de un futuro vivible. Ojalá que todos tengan un amigo, que en las mesas haya comida, que a nadie le falte un abrazo. Ojalá que nadie esté solo.


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Carl Sagan presidía el comité que seleccionó el material incluido en el disco de oro. Se casó en 1981 con Ann Druyan, que también formaba parte del equipo. Pasó con ella el resto de sus días.

En 2003, Ann reafirmó en un texto publicado en el Skeptical Inquirer que Sagan nunca fue creyente y que ni siquiera con la enfermedad que lo condujo a su muerte buscó refugio en pensar que volvería a ver a su esposa en “otra vida”. Las palabras de ella son contundentes, sabe que no volverá a verlo y no lo necesita porque ya vivieron juntos. Se tuvieron, se amaron, se cuidaron mientras ambos pudieron compartir la vida. Y eso es mucho y suficiente.

Cuidar la vida en el presente como la única plegaria que nos queda. Estamos aquí. No nos desamparemos ni de noche ni de día. Librémonos de todo mal.

Para muchos, el “más allá” implica la esperanza de un reencuentro. Carl Sagan no pensaba así, pero sí creyó en la posibilidad del porvenir. No creía en las postrimerías sino en la vida misma que cuando contempla el futuro reconoce en él la muerte como algo que le es propio. Esa muerte que es un punto final.

Ann Druyan dijo: “Cada momento que estuvimos vivos y estuvimos juntos fue milagroso, pero no en el sentido de inexplicable o sobrenatural”. No se trata de tener superpoderes, ni de que se abran portales mágicos, ni de que los extraterrestres vengan a salvarnos de nuestro caos. Soñamos con respuestas fuera de este mundo, sin dimensionar cuán sorprendente es que sigamos existiendo a pesar de nosotros mismos, de la Historia y las atrocidades cometidas por otros en el pasado; como si no fuera ése motivo suficiente para cuidar la vida, hoy más que nunca. Los “sonidos de la Tierra” que se enviaron al espacio exterior fueron sonidos de vida; las imágenes, también. Se cree que probablemente serán los humanos mismos quienes encontrarán algún día el disco de oro de las Voyager.

Qué extraordinaria prueba de que alguien confió en que estaríamos aquí.






Jimena Maralda (Ciudad de México, 1994). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y fue becaria en el Seminario de Edición Crítica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Textos suyos han sido publicados en medios como Punto de partida, Papel Literario y Este País. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo. Forma parte de la colectiva “Pensar lo doméstico”.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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