ENSAYO / octubre-noviembre 2020 / No. 89
Los equívocos no se borran con cloro


I

Recuerdo las manos de mi madre lastimadas por los químicos del cloro. La recuerdo limpiando cada detalle de la cocina, de la pared, del suelo, del baño. La recuerdo fregando los platos, las tazas, los vasos, las cucharas; quitando el olor a choquilla que yo jamás he logrado percibir en los trastes. La recuerdo llorando mientras limpia el patio. En un intento por borrar su pasado, ella piensa que el cloro ayuda a difuminar los recuerdos y por eso pasa la escoba una y otra vez con una fuerza indescriptible; borra las machas de aceite que dejan los autos, borra las pisadas de los perros y borra también los golpes de mi padre.


II

Los pequeños equívocos sin importancia, como los llamó Antonio Tabucchi, comenzaron cuando mi madre tenía 15 años y decidió explorar su sexualidad. Sin saberlo, ese equívoco la llevaría, meses más tarde, a contraer matrimonio con un hombre 15 años mayor. Equívoco, palabra en la que nunca me detuve a pensar hasta que leí a Tabucchi. Equívoco viene del latín equívocus y es una composición de dos vocablos: aequus (“igual”) y vocare (“llamar”). Muchos diccionarios la definen como un hecho o comportamiento que puede entenderse o interpretarse de diversas maneras. Otros la definen como algo que promueve o dirige a una equivocación. Pero me gusta más la idea que desarrolla Tabucchi en uno de sus cuentos: hechos que suceden como por voluntad del destino, que sin saberlo configuran toda nuestra vida; pequeñas decisiones que condicionan el futuro. Pequeños equívocos sin importancia. Y aquí el destino fue su madre porque la obligó a casarse.


III

Intento recordar cuándo fue la primera vez que percibí ese olor a cloro. Antes, el aroma de mi madre era dulce y la casa siempre olía a lavanda. Le encantaba poner sus casetes a todo volumen y cantar mientras arreglaba la casa. Pero un día tuvimos que tomar unas vacaciones, que duraron más de tres años, y cruzamos un desierto interminable. El segundo equívoco sin importancia comenzó ahí. Después de eso, el olor de mi madre, sus casetes, desaparecieron. El cloro nos inundó y las botellas atestaron nuestro pequeño departamento. Aquí el destino fue mi padre porque la obligó a m%archarse.


IV

Hoy me encontré con una nota en un periódico que me hizo retroceder a los equívocos de mi infancia. Como si hubiese sido entonces, Donald Trump dio la orden de separar a los niños inmigrantes de sus padres. Los debates en torno a este tema fueron muchos. Entre ellos, los de un poeta, ganador de no sé qué premio, y los de una antropóloga, cuyo aporte a las humanidades no sé cuál es hasta la fecha. Todos externaron su opinión como palabra legítima: creo que es un problema más grande de lo que parece; los centroamericanos no deberían usar a los niños como escudo; está bien si ellos quieren irse; pero por qué usar a los niños; etcétera. De ignorantes e irresponsables no dejaron de tratar a los centroamericanos. Después pasaron a hablar de poetas y de libros que iban a comprar.          

De pronto me di cuenta de que, sin conocer a mi madre, la habrían pensado irresponsable. Un hombre puede con más facilidad y frialdad dejar a sus hijos, pero mujeres como mi madre no. También me doy cuenta de que a las personas no les interesa. Finalmente, sólo es un tema moderno. Hablan de los centroamericanos como si fuéramos especies diferentes.


V

Asumirme como niña inmigrante fue otro equívoco sin importancia. El destino ahora fue la lectura de Yo tuve un sueño. El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos, de Juan Pablo Villalobos. No soy centroamericana ni jamás entenderé lo que es huir de un país por hambre, pero sí por amenazas de muerte. No creo que mi madre haya sido irresponsable o ignorante, tampoco que me haya usado de escudo para cumplir su “sueño americano”. Mi madre hizo lo que pudo con lo que tenía. Me salvó de un equívoco para meternos en otro. Otro que sin duda era menos fuerte que el de crecer con un padre violento. Cruzar el desierto por algunos días no se compara a escuchar los insultos, los golpes y el llanto.


VI

Yo sí tuve un sueño. Soñé que mi madre podía borrar sus pesadillas después de tanto limpiarlas. Que de una vez por todas el cloro blanquearía los moretones de su rostro. Soñé que dejaba de tenerle miedo a mi padre, que volvíamos a México y el olor clórico se quedaba “del otro lado”. Pero no fue así. Cuando volvimos, las manos de mi madre comenzaron a pelarse, los dedos a sangrarle, y cada vez era más su obsesión por mantener limpia la casa. El olor de mi madre dejó de existir, quedó sepultado entre las botellas de cloro, y yo aprendí a aceptarlo. No puedo negar que, después de todo, hasta empezó a gustarme.

Los médicos describieron su condición como un Trastorno Obsesivo Compulsivo. Los tratamientos consistían en terapia cognitiva y técnicas de relajación, aunque ninguno de ellos funcionó y mi madre se cansó muy rápido de intentarlo. Me pidieron que evitara comprar cloro, pero nunca he tenido el valor para prohibírselo. Cuando el cloro ya no le fue suficiente, probó con ácido muriático. Una tarde tuve que sacarla del baño y abrir todas las ventanas. El olor era asfixiante. Los ojos de mi madre estaban rojos e hinchados, no sé si por los químicos o de tanto llanto. Nos sentamos en el suelo. Reímos hasta llorar. Al contar la historia, muchas personas piensan que mi madre intentó suicidarse. Sé que no fue así. La limpieza se convirtió en su única forma de seguir viva.


VII

No tengo un sólo recuerdo de mi madre diciéndome cosas negativas sobre mi padre. Siempre me contaba historias felices. Historias de una familia que no concuerdan con mis recuerdos, pero jamás me atreví a cuestionarla. Quizá, como lo escribe Valeria Luiselli:

Los niños obligan a los padres a buscar un pulso específico, una mirada, un ritmo, la manera correcta de contar una historia, a sabiendas de que las historias no arreglan nada ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso. Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva.

No sé cuánto de esas historias hicieron más tolerable el mundo de mi madre, pero sin duda hicieron el mío más hermoso. Toma muchos años ser consciente de la violencia que ejercen hombres como mi padre: a esa edad perdonamos demasiado rápido. Después de tanto preguntarme por qué, entendí que no siempre hay respuestas. Aún, cuando me lo encuentro, es extraño saber que mi padre es el equívoco más grande de nuestras vidas.


VIII

Último equívoco sin importancia. Cuando fui víctima de abuso sexual, entendí la obsesión de mi madre por el cloro. Empecé por mi cuerpo. Quise borrar ese olor insoportable a whisky de miel. Quise borrar las marcas, pero no fue suficiente. En mi caso no existen los recuerdos de esa noche. Entonces comencé a limpiar la casa con mi madre, para recordar algo o borrarlo de forma definitiva. Los abusos hacia las mujeres son tan sutiles que rara vez se pueden ver como tales. Yo no tuve pruebas para un juicio, porque no tengo recuerdos. No hubo golpes. Ni siquiera hubo un no” porque estaba inconsciente. Así que no me quedó más remedio que buscar la manera de sobrevivir: desinfectando.


IX

Las mujeres, a menudo, tenemos esta sensación: pensamos que, si no hubiéramos usado tal prenda, o si no hubiéramos salido solas, o si no hubiéramos ido aquel día, habríamos podido evitar que algo malo sucediera. Si mi madre hubiera denunciado, por ejemplo, si mis abuelos no la hubieran obligado a casarse con un hombre mayor, o si mi tía no la hubiera delatado porque se acostó con ese hombre, mi madre no tendría la necesidad de borrar ese dolor. Pero cada mujer tiene sus propias batallas y sus propias formas de enfrentarlas. Eso lo aprendí leyendo a Grace Paley. Las mujeres como mi madre, que no tuvieron las lecturas feministas, ni pudieron ni quisieron evitar todos los equívocos sin importancia, son mujeres como las de los relatos de Grace Paley: con debilidades, con tormentos, con batallas internas inacabables, que mantienen la casa en orden porque es la única forma de tener el control sobre algo, aunque sea efímero.






Casandra Gómez (Xalapa, Veracruz, 1996). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana, y realizó una estancia en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Fue becaria del 10° Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas (2018). Sus textos han aparecido en Taller Ígitur, Tintero Blanco y Círculo de Poesía. Con este texto obtuvo el primer lugar, en la categoría de Ensayo, del Premio Nacional al Estudiante Universitario de la Universidad Veracruzana en 2020.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.