CUENTO / diciembre 2020-enero 2021 / No. 90

Los vigías

Año 3, día 1092
21° lunares


La Tierra se detuvo tras una erupción en el polo norte, siguió otra en el sur. Desde la cápsula, los polos semejaban dos pupilas de carbono dilatándose con tal rapidez que fue imposible determinar las causas del desastre. Ninguno de nosotros, ni nadie en la base de control, pudo haber imaginado que una sustancia oscura abrazaría a la Tierra en cuestión de minutos y la profundidad del espacio terminaría tragándose aquel ojo ennegrecido. Mientras esto sucedía, mis glóbulos saltaron de sus cavidades hasta alcanzar la ventanilla trasera de la cápsula y registrar el espacio, cerrando sus párpados sobre la Tierra; los polos recortados, una franja azul pálido cada vez menos gruesa, un filamento, después nada. Una descarga eléctrica recorrió mis circuitos, mi curiosidad mudó en asombro, en confusión y duda, una sensación incomprensible me hizo retraer los glóbulos y dislocó las articulaciones de mi estructura. Apenas me reincorporé, ajusté el zum de la mirada sólo para encontrarme frente a un valle inexplicablemente desolador que había disuelto nuestro único punto de referencia. Bajo aquellas circunstancias me pareció razonable que el resto de los vigías se desconectaran. Yo, por el contrario, dominado por un impulso irreconocible, intenté restablecer comunicación con la Tierra.

Pasaron días para corroborar que nuestro planeta ya no gravitaba alrededor del Sol sobre ninguna órbita. Comprendí que la decisión de los otros vigías había resultado de una conjetura básica: sin punto de referencia, no había base de control; sin base de control, nuestras cápsulas estaban suspendidas en el olvido. Casi de forma instantánea las palabras Tierra y retorno se habían borrado de su vocabulario y, al cabo de unos días, también desaparecieron del mío; en su lugar, una centella azul comenzó a parpadear en distintos cuadrantes de mi red neurodigital, trazando la trayectoria imaginaria de un planeta errabundo que irrumpía de noche y se prolongaba por días. Estaba a punto de localizarla cuando el transbordador y un millar de cápsulas invadieron de golpe el proyector interno de mi memoria. Sin importar cuáles cápsulas abriéramos, encontrábamos un cuerpo humano tieso, en posición fetal, con el cuello inflamado y la expresión de un grito labrada en el rostro seco, quizá porque la mente humana transmitía torbellinos de sensaciones e impulsos irrefrenables que, en otro momento, se volvían saltos de cuerda, lamentos o risas, golpes contra un saco de boxeo o un abrazo efusivo, pero aquí se acumulaban entre la carne hasta romper en un grito que se filtraba silencioso por la válvula de escape; quizá porque pronosticar amenazas desde pequeñas cápsulas suspendidas alrededor del planeta exigía una vida de aislamiento y vacío, y el vacío, les habían enseñado desde pequeños, pulveriza o confirma la existencia.

Durante días el tormento de aquellos vastos gritos mudos serpenteó sin control mi espina dorsal, mordisqueando la comprensión de que los cuerpos en el video y de cuantos hubo antes que ellos ahora flotaban en el espacio como corpúsculos de polvo en la atmósfera de un planeta moribundo. Yo, por otro lado, me encontraba varado en una necrópolis cósmica; fue al caer en la cuenta de mi condición cuando consideré desconectarme y abandonar mi cuerpo en este vientre metálico. Por algunos minutos recorrí con el pulgar derecho la circunferencia del botón debajo de mi barbilla, ejerciendo una presión constante y suave mientras reproducía en mi canal auditivo una y otra vez las mismas palabras: desconectar… desconectarse es disgregar… disgregar datos en una red de información más extensa, múltiple… múltiple… múltiple… inasible…

Aunque nuestro exterior era casi indistinguible del suyo, debajo de la piel conteníamos otro universo: sólo una mirada sagaz, tras un escrutinio cabal y meticuloso, podía diferenciarnos; pero ante la menor duda, ante cualquier estímulo de sospecha, tácito o explícito —un gesto inesperado, el tono de voz asonante, las pupilas dilatadas o un incremento repentino en el ritmo cardiaco—, teníamos la obligación de abrir el rostro, como lo haría un escarabajo con sus élitros para desplegar sus alas frágiles, y mostrarles el entramado de circuitos que nuestra piel tersa e impenetrable protegía. Entonces ellos, aunque no todos, se apresuraban a salir del vagón y, con vehemencia, exigían a los centinelas que nos expulsaran del subterráneo y de las calles y los restaurantes y las plazas públicas y las ciudades. Iracundos, los humanos comenzaron a rodear los distintos parlamentos: nadie escuchó su miedo. Fue entonces cuando las facciones comenzaron a merodear las ciudades y los parques se convirtieron en campos de batalla. Fue así como las calles se adoquinaron con más cráneos que circuitos y fue por eso que los Diseñadores decidieron entretejer nuestro esqueleto de grafeno con terminales nerviosas capaces de volver nuestra experiencia más humana: bastaba un comando de voz para desactivar el cortafuegos y dejar que la embestida de sensaciones quebrantara nuestro sistema operativo; bajo ese nuevo régimen la mayoría de nosotros encontró su destino. Tras las revueltas, en aquel planeta convulso vi caminar a sintéticos ensimismados y melancólicos que se distinguían de la multitud humana sólo al profetizar el fin del mundo con el rostro completamente abierto: el nuevo régimen nos había convertido en vigías para no ser profetas. Una violenta reciprocidad había desplazado el sosiego humano en nosotros y a nosotros al espacio. Aquí, al menos durante algún tiempo, tuvimos un punto de referencia. Clic.




Daniel Casado Gallegos (Ciudad de México, 1987) cursó Lengua y Literaturas Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto en Línea, Palabras Malditas, Sinfín, y en la antología Pereza. Antología de cuento breve (Benma, 2013).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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