CUENTO / junio-julio 2021 / No. 93

Roommates




Ahora el apartamento luce más pequeño. Fantaseo a menudo en cómo sería caminar desnuda, dejar los trastos sucios en la cocina y no preocuparme por los cabellos acumulados en la ducha.

Carlos ocupa la habitación contigua. Intentó partir en dos ocasiones. Vi cómo preparaba sus maletas y ordenaba sus libros. A la mañana siguiente, lo encontraba tomando un café en la cocina y escribiendo sus notas en un cuaderno blanco. Ambos evitamos hablar sobre sus deseos de irse y buscamos pretextos para evadir el asunto. Yo siempre decía que llevaba prisa para ir al trabajo. En el fondo, sabía que necesitaba una razón de peso para dejar el apartamento.

Llegamos al punto de actuar como si nada hubiera ocurrido. El alquiler era decente y el espacio era iluminado. No niego que pensé en mudarme, incluso llamé a dos caseros. Decidí quedarme, de todos modos, ya conocía a Carlos. Los dos entendíamos nuestras manías y no queríamos arriesgarnos con otro desconocido. Éramos dos personas aburridas a las que les gustaba la comodidad.

Una vez lo vi en el supermercado, iba acompañado de su actual novia. Traté de escabullirme entre los pasillos y lo perdí de vista. Ahora luce el cabello largo y viste una chaqueta de cuero. El Carlos de casa conserva el mismo peinado desde el día en que nos conocimos.

Hace algunos meses que dejamos de tener sexo. Llegamos a la conclusión de que eso afectaría la convivencia y que lo mejor era mantener distancia. Sé que partirá en cualquier momento. Pasó lo mismo con Armando, mi exnovio, quien tardó semanas en dejar el apartamento. Un día lo encontré en la fiesta de unos amigos. Me dijo que me quedaba bien el flequillo y que también había dejado su casa recientemente.

Sabía que Carlos estaba cansado y a punto de irse. Su maleta permanecía junto a la cama. A veces me gustaba mirar la manera en que acomodaba sus cosas, como los turistas que están de paso. La semana siguiente, encontré al Carlos de cabello largo. Nos cruzamos en la calle y no tuve manera de evitarlo. Me preguntó si no tenía inconveniente en acompañarlo por un café. Hablamos del trabajo y de nuestros antiguos inquilinos. Me dijo que con el tiempo se había acostumbrado a tenerme en casa. Laura, su novia, era muy comprensiva y entendía lo difícil que era dejar los espacios, incluso decía que yo era una persona agradable, de esas que respetan la privacidad. Los dos habían notado que pronto dejaría la casa, pues mi maleta estaba junto a la cama.

El Carlos de chaqueta de cuero y yo nos despedimos con un beso en la mejilla, al igual que esos sujetos cordiales que comparten secretos. No quise decirle que él aún seguía conmigo. Sabía que pronto dejaría la habitación. Se marchó al día siguiente sin decir nada. Llegué al apartamento y encontré las llaves sobre la mesa. Más tarde, el Carlos de cabello largo me avisó que yo también había abandonado su casa. Laura me enviaba saludos y me deseaba un buen viaje.

No sé si la partida de Carlos tuvo que ver con que había perdido unos cuantos kilos y despertaba con más energía. Viví sola durante algunos meses, sin embargo, los gastos cada día eran más elevados y tuve que publicar un anuncio en un sitio de alquileres. En esta ocasión, las cosas serían distintas. Los inquilinos no tardarían tanto tiempo en irse. He pensado en un gato para hacernos compañía:

“Se busca compañera de apartamento. Espacio iluminado. Zona tranquila y a diez minutos del centro. Contrato de seis meses. Gente seria y responsable. Se aceptan mascotas pequeñas. Interesadas llamar al número 55236789”.






Claudia Saraí Fernández López (Toluca, México, 1987). Es doctora en Humanidades por la Universidad Autónoma del Estado de México. Ha colaborado en revistas de crítica y creación literaria. Es autora de Tiricia (Plétora Editorial, 2019) y Villada 436 (Grafógrafxs, 2020).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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