La primera vez que escuché el nombre de Clever Hans fue en mi cumpleaños número 35. Durante la fiesta todos mis colegas hablaban del famoso caballo matemático, el que sabía hacer operaciones básicas, que trabajaba con fracciones, decía la hora, conocía el calendario, diferenciaba notas musicales, leía, deletreaba y entendía el alemán. Me preguntaba si era un milagro de la naturaleza o más bien un chisme de vecindario. Podría haber dejado pasar el asunto, sin embargo, la constante mención del dichoso caballo me desesperó y me obligó a destinarle mi atención. ¿Quién era ese tal Clever Hans y por qué mis colegas se entusiasmaban tanto con él?

Fui a buscarlo y descubrí que no era más que una atracción de feria. Su dueño, el señor Wilhelm von Osten quien era profesor de matemáticas y tenía fama de místico, se aprovechó de esto para hacer pasar al animal por un ser pensante al que paseaba por toda Alemania descaradamente. Debo decir que yo nunca creí en sus mentiras. Incluso siendo testigo de sus supuestas habilidades me pareció que algo raro estaba detrás. Pensé que seguramente las proezas del equino eran mero azar y toda esa gente incapaz de pensar en otra explicación que no fuera mágica caía redonda en el truco.

Regresé a mi laboratorio decepcionado de haber perdido el tiempo en una visita tan insignificante. Me puse a trabajar y decidí olvidar el asunto, pero no pude. A cualquier reunión a la que asistía el nombre de Clever Hans salía a flote, no importaba qué tan solemne fuera. Una vez, en medio del velorio del director de nuestro departamento, uno de los sepultureros muy quitado de la pena se puso a contar las proezas del mágico caballo con el fin de alegrar un poco el ambiente. Lo logró. Con mis colegas, digo, porque en mí sólo aumentó el desagrado que le tenía. Me empezó a causar insomnio, me quitaba el hambre, no soportaba que un animal desviara la atención de todos de las cosas realmente importantes.

Esta semana decidí ponerle fin a eso, tomé mis instrumentos de trabajo, pedí permiso a la universidad y me fui a buscar a Clever Hans. Antes de todo, por supuesto, anuncié que iría en busca de la verdad, a desenmascarar a esos farsantes. Todos mis colegas estaban impresionados. Recibí ánimos y uno que otro comentario agrio que se posicionaba a favor del caballo. Llegué a la casa de Von Osten, reclamé ver a Clever Hans y comenzó la batalla. Alrededor había muchos curiosos y apostadores que reclamaban un gran espectáculo. Se llevaron a cabo 221 rondas en las que el animal salió victorioso. Sin embargo, tarde o temprano la verdad sale a la luz y en el ensayo 222 descubrí el truco. Clever Hans no era un prodigio, sólo respondía a las señales que el dueño le daba. No puedo explicar cómo me sentí, ¡lo había logrado!, ¡había vencido a Clever Hans! Lloré de emoción mientras Clever Hans y Von Osten lloraban de tristeza. La gente me reclamaba, me decía que al pobre caballo nadie le había dicho que vivía en una mentira, que le había destrozado el corazón. Para demostrar mi calidad humana fui a tenderle una mano, a darle la oportunidad de aceptar su derrota. Cuál fue mi sorpresa al descubrir a un Clever Hans cabizbajo, con una quijada burlona escondida, con unos dientes preparados que de no haber sido por la intervención de los curiosos me habría arrancado el brazo completo.