ENSAYO / agosto-septiembre 2021 / No. 94

El automóvil que nos escucha





Mi asiento preferido, hasta hace poco, era el del piloto. El volante a mis doce años se me ofrecía como posibilidad de ensoñación. Tenía a mis pies el acelerador, el freno y el clutch, inútiles por la ausencia de llave y gasolina, y porque, además, no sabía conducir. A mi favor, ya había desarrollado una vinculación entre detener mi ansiedad y pisar a fondo el pedal del freno, o entre buscar la solución de algún problema mientras bombeaba el acelerador. La palanca de velocidades podía funcionar como un atajo, como un cambio de ruta, un volver los pasos, una alternativa al dilema en turno. Veo ahora que en aquel tiempo de mi incipiente adolescencia tenía un espacio de intimidad: la camioneta de mi padre. Una Ford 150, modelo 85, de sólo dos asientos y una caja de amplia carga. En el interior se desperdigaban algunos amarillentos periódicos y revistas de política, tornillos desdentados y algunos cachivaches que no invadían pese a su numerosidad. Ése era mi locus amoenus, propicio para la interiorización, que reencarna en cada momento y espacio deshabitado de los otros.

No me imagino qué habría sucedido si esa concatenación entre tomar decisiones y jugar con los pedales del automóvil se hubiera mantenido hasta ahora, en esta época en la que, por mucho que frene, el auto no para o, aunque presione el acelerador, no avanzo como quisiera. (Quizás, si Marinetti hubiera pasado 40 minutos en un tramo de Cuemanco, atascado en el tránsito, tendría suficientes razones para dudar de su verso muy siglo veinte: “automóvil ebrio de espacio”). En el automóvil vivo la neurosis por los cambios drásticos de velocidades porque la ciudad no espera que piense detenidamente, espera reacciones inmediatas, total concentración. Con todo, las decisiones, los deliciosos minutos de reflexión en la cabina de silencio adolescente también tienen su espacio ahora. Cuando viajo solo o me estaciono en la calle, la sensación silenciosa del encapsulamiento me lleva de inmediato a esos años, me doy un par de minutos antes de bajar, respiro. Nunca me propongo pensar en nada específico y sucede que mi mente me lleva a insospechados recovecos; por ejemplo, hace unas semanas estuve enumerando cantantes con problemas visuales hasta que llegué a Nahuel Pennisi y con las manos en el volante aún, cerré los ojos y traté de vocalizar una de sus canciones. Un policía —lo descubrí al abrir los ojos y cerrar la boca— me miraba consternado y de soslayo, acaso pensó que estaba sufriendo alguna crisis de ansiedad. Yo me sentí tan ligera y provocativamente ridículo que encendí el motor.

Sin embargo, me surgieron algunas dudas sobre la sanidad de esa práctica de apropiación de mí mismo con ayuda de un automóvil. Conocí un artículo que daba cuenta de una encuesta que realizaron unos investigadores entre hombres que ejercen violencia. Algunas preguntas abordaban aspectos relacionados con la comunicación; se indagaba sobre las personas con las que se acostumbraba a conversar, cuánto duraban las charlas con los hijos, esposa o padres, qué tan frecuente era hablar con la pareja de sus emociones, o qué opinión tenía el encuestado sobre tomar terapia psicológica. Entre todas esas preguntas, se asomó una que llamó mi atención: “¿Qué lugar consideras tu refugio?”. La pregunta puede ser respondida de múltiples maneras, pero me sorprendió que respuestas como “mi casa” o “la casa de mi amigo” no estaban entre las más frecuentes sino “el auto” o “el baño”. Por un momento me sentí feliz de compartir las estadísticas con Peter Handke, el premio Nobel de 2019, refugiándonos ambos, como una gran cantidad de hombres de cuyo porcentaje no puedo acordarme, en el hermético solipsismo del Lugar Silencioso, sin embargo, también me vi compartiendo el recuento con ese vecino que dio mucho de qué hablar en mi calle porque empezó a quedarse en su automóvil después del trabajo, estacionado frente a su casa, fumando hasta que su vida se disipó y llegó una ambulancia atravesando la neblina de conjeturas. Diría Neruda, bajando la ventanilla de su coche: “¿quién oye los remordimientos / del automóvil criminal? / ¿hay algo más triste en el mundo / que un tren inmóvil en la lluvia?”. Y, en un diálogo que seguramente existió, el camillero le habría indicado con el mentón, y sin pronunciar palabra, al vecino del cual no recordábamos su apellido.

El silencio nos abruma y abruma a quienes nos rodean. Después de aquella lectura trato de indagar en la relación que existe entre la cabina de un auto y las violencias que los hombres desplegamos. ¿En mi caso, fue o es un efecto de mi incapacidad para comunicarme asertivamente con otras personas?, ¿este fenómeno estará vinculado al increíble culto al automóvil, como si fuera la defensa de un espacio de intimidad? Quizás, en cuanto a un pequeñísimo aspecto constructivo de mi masculinidad, valga recordar ese día de calor casi insoportable: 13 años, un short, una camisa deportiva y un jugo de manzana contra el verano. Me resistí a abrir las ventanas, el sudor me recorría las sienes, peligraba en las fronteras de mis párpados, y se aventuraba en toda mi piel. El sopor me llevaba a la ensoñación y la ensoñación a un vapor denso que terminó cerrándome los ojos. Cuando desperté, acaso por la dificultad para respirar, mi entrepierna había respondido al calor. Estaba en el camino a despertarme y a punto de liberar de elásticos a mi adolescente virilidad cuando alguien, quizás mi madre, llegó a golpear con los nudillos el vidrio de la puerta, que la comida estaba lista, que corriera por las tortillas. El susto por el casi re-des-cu-bri-mien-to de mi madre absolutamente me despertó de inmediato. En sus nudillos llegó el mensaje de la imposible intimidad; con sus nudillos, irrumpió el reclamo de mi madre en la esfera de silencio.

Al abrir la puerta y salir acalorado de ese marasmo supe que en aquel reclamo se anidaban muchas palabras más: decían que mi momento de interioridad tenía un costo para la dinámica del quehacer familiar, un relámpago que mostraba la molestia de mi madre por la carga de trabajo que llevaba encima ella sola y que me denunciaba en la burbuja de mi autoexploración. Los nudillos de mi madre empezaron a quebrar un muro desde esos años hasta los de adultez. No creo que ella menoscabara mi derecho a reflexionar a solas, sino que avisaba, en otro código, que ejercer ese derecho también tiene una dimensión ética en cuanto se inserta, como una esfera de preclusión, en una dinámica colectiva con la cual se puede oponer o en la cual se pueden generar desigualdades. Ahora pienso en el modelo de grandísimos poetas o pensadores que se han buscado a sí mismos, a solas, “¡Oh, inteligencia, soledad en llamas!”, sentencia Gorostiza, y que, en algunos casos, esa búsqueda ha tenido consecuencias positivas para la obra del escritor, pero negativas para la esposa. Yo creo que mi madre también quería encerrarse a pensar en cómo los átomos de polvo se condensaban hiriendo la luz, cómo se producía la vida en la ignorancia ovoide de las gallinas, pero en aquellos años sólo pude verla ensimismada con el trabajo en casa. No soy partidario de renunciar a esos espacios de absoluto aislamiento, al contrario, creo que deben buscarse, pero me pregunto, cada vez que busco ese diálogo conmigo mismo, si ese encapsulamiento no tiene un costo para otras personas.

Para mí, más allá de explorarme, casi eróticamente, en medio de mi muy juvenil sudor y del urbano bochorno, la cabina de la camioneta constituía, además, un refugio del ruido a mi alrededor. Por “ruido” me refiero a los raudales de mandatos que para ese entonces se agolpaban contra mi adolescencia, a las numerosas reprensiones sobre mi comportamiento o mi vestimenta, a la abrumante lista de cosas por hacer, decisiones por tomar, cambios corporales que descifrar. La cabina era el lugar de reparación, y sí, en ese entonces tenía pocas personas con quienes charlar, acaso mi hermano menor asediado por la pubertad que, aunque compartía conmigo algunos intereses, tampoco era el más indicado para dar consejos o prestar oídos.

En la escucha también se cifra la masculinidad. Saber escuchar, me parece, se ha valuado como una escasa virtud de los hombres: “Ese hombre sí sabe escuchar, me mira a los ojos cuando converso con él”. Es apreciable quien escucha, quien sabe escuchar y callarse cuando es éticamente necesario. Sin embargo, la escucha en nosotros los hombres no se corresponde siempre con una intención de comunicarse, de abrirse a otros. En múltiples ocasiones resulta incómodo acercarnos para hablar de las angustias y de nuestras fallas y, a decir verdad, tampoco hay condiciones para ser escuchado hablando de lo que nos atrofia. Probablemente, como efecto secundario del doméstico laconismo masculino, se ha asentado una mecánica social de sordera emocional hacia los hombres, y ya ni los mismos hombres, ni las mismas parejas de los hombres, suponen que es necesaria otra escucha, no la escucha pública, la de las órdenes, la del risible drama del hombre solo contra el mundo que ha existido siempre, sino la otra escucha, la del miedo, la de la ternura y de las frustraciones, de la exploración minuciosa y confrontativa del enojo.

No quiero decir que el automóvil sea una metáfora del sujeto masculino, pero hasta este momento es evidente que forman parte de un mismo universo. El automóvil, antiguamente adorado como un dios de acero, quizá no sea más que un ídolo hecho a semejanza de los hombres. Con múltiples bocinas, con sofisticados equipos de sonido interior, con múltiples cámaras para evitar colisiones, ni siquiera los modelos más avanzados cuentan con sistemas para detectar bocinazos de otros automóviles. Concha Méndez, no es casualidad, hablaba del auto como “una cantata de bocina” y Tablada, para calificarlo de ruidoso, resaltaba su “áspero estridor” y sus “flatulencias de carbono”. El automóvil se inventó para hacerse escuchar pero poco se hizo para que este invento de tecnología mineral pudiera escuchar. Alguien, claramente aguzado, podría recordarme al Batmobile como precursor de los automóviles contemporáneos que se comandan con la voz; sin embargo, ese argumento también tiene su talón de Aquiles, o, mejor dicho, su llanta lisa: ni el sistema del Batmobile ni el de nuestros contemporáneos bólidos tienen una fiabilidad al cien por cien, ¿cuántas veces el de Batman no decidió por sí mismo? Quizás, las mismas que nuestro teléfono celular nos dijo: “no te entiendo”.

Jamás pienso enmarcar a los hombres como víctimas por no ser escuchados, nada más lejos de eso. Me parece que empezar a generar condiciones para una escucha atenta y de resistencia emocional comienza por los hombres, escuchándonos entre nosotros, propiciando diálogos que seguro serán incómodos, disponiéndonos a hablar desde nuestras ceremonias de debilidad. ¿Cuántas veces no me he quedado como auto apagado frente al semáforo verde, cuando mi pareja me ha dicho “pues bien, te escucho”?, ¿cuántas veces no me sentí incómodo porque mis amigos comenzaron a hablar de sus emociones, como cuando el conductor de al lado canta a todo pulmón nuestra canción preferida de Rosalía, y nos voltea a ver? Aún hay muchos detalles que incluir en este asunto de oírnos, en el que, por retraído, soy el primer inexperto, pero el tiempo apremia y debo pasar por mi sobrino de diez años, quizás él sí tenga algo interesante que contarme sobre su vida y no deba esperar a verse solo, en la cabina de un auto, para pensar en lo que le agobia.







José P. Serrato (Ciudad de México, 1987). Estudió las licenciaturas en Creación Literaria y Derecho y la maestría en Filología. Estudia el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Recibió el premio de la revista Punto de Partida en el área de ensayo en 2014 y fue becario del FONCA en el periodo 2013-2014.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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