CUENTO / agosto-septiembre 2021 / No. 94

Al otro lado



Guillermo nació un domingo por la tarde. Mamá había prometido llevarnos a la plaza por nieve después de comer y de ahí a misa de 6 con el padre Chon, yo me pondría mi vestido verde y mis zapatos de charol nuevos aunque estuviéramos a 40 grados, me sudaran los pies y José me dijera que con esas madres me apestaban las patas; mi tía Edith me los había traído del otro lado porque se parecían a los que usaba una artista cuyo nombre no recuerdo, pero que ella juraba que se parecía a mí. Mamá había prometido muchas cosas, pero el nacimiento de mi hermano menor fragmentó todo.

Guillermo nació un domingo por la tarde y lo recuerdo todo por entre murmullos. Recuerdo a Carmela, la muchacha, despertándonos y vistiéndonos rápido por la mañana, pidiendo que guardáramos silencio para no despertar a papá. La recuerdo jalando nuestras manitas para que cruzáramos la calle rápido y llegáramos con mi abuela. Cuando Carmela nos despidió nos pidió que nos portáramos bien porque mamá ya se iba a aliviar, que le rezáramos a la Virgen y a San Juditas para que no le pasara nada. Ese día comimos caldo de pollo con arroz y nos quedamos viendo las novelas hasta que diera la hora de regresar a casa; estábamos a la mitad de un capítulo de Cadenas de Amor cuando le pregunté a José que qué significaba que mamá se fuera a aliviar.

“¿Acaso no sabes, pendeja? Significa que ya se le va a caer la panza”, me dijo.

Cuando vi a mamá esa noche no se veía aliviada: su panza parecía una pelota desinflada, como esas con las que jugaban los niños en el recreo. Mamá durmió intermitentemente hasta la mañana siguiente y mientras tanto volvimos a los murmullos, a caminar de puntas, como si ni Carmela ni mi tía Edith ni mi abuelita ni yo estuviéramos ahí.

“Sabes, m’hijita”, dijo mi abuela mientras me acariciaba la espalda con sus uñas larguísimas, “algún día vas a ser tú la que traiga a un angelito al mundo”. Hoy sé que más que un buen augurio, su declaración era una amenaza.



Después de Guillermo vendrían Yolanda, Laura y Sara y yo vería la panza de mamá hacerse grande mientras la casa se volvía más chica y papá estaba más ausente. A veces mamá nos decía que se había ido al rancho a cosechar y que volvía en unas semanas, a veces que se había cruzado al otro lado quesque a hacer negocios, a veces a mamá no se le ocurría nada mejor y cuando le preguntaba me pedía que le trajera huevos del gallinero, que llevara a alguno de mis hermanos al baño o que ya dejara de chingar, así sin más.

En ese entonces aún era niña y en mi mente de aquellos días me había convencido de que papá era un fantasma, un espíritu que despedía un olor a herida recién desinfectada y que bajo su manta blanca traía siempre regalos y tristeza para mamá. Su posesión y el subsecuente exorcismo sólo eran más de lo mismo: una ventana abierta ante al huracán. Cuando el fantasma se iba, mamá permanecía días enteros tratando de sanarse de él. Se quedaba llorando y diciendo entre alaridos que se había quedado sola en ese pueblo que no era suyo y en una casa de la que no tenía ni las escrituras.

A veces yo rezaba para que papá ya no volviera, pero lo hacía.

“Te pido por lo que más quieras, Dios, que ya no dejes que regrese. Si me cumples esto no volveré a portarme mal ni a decirle mentiras a mamá ni a Carmela”, decía entre susurros antes de irme a dormir, pero ningún santo ni deidad escuchaba mis plegarias.

Cada ciertos meses o semanas, papá volvía. Sus visitas carcomían a mamá. Creo que le gustaba saber que siempre lo esperábamos, aunque en realidad siempre lo estábamos despidiendo.



El día que me llegó la regla por primera vez estaba fuera de casa. Mis amigas de la secundaria y yo habíamos salido a dar la vuelta a la plaza cuando sentí que algo caía por uno de mis muslos. Al pensar que me había cortado con alguna banca oxidada corrí al baño de una fonda, pero cuando vi la sangre derramándose desde mi entrepierna comencé a llorar. Entonces me sequé las lágrimas y caminé a casa. Cuando llegué me detuve junto a Carmela en la cocina y le dije entre sollozos que me estaba desangrando, pero ella me tomó de la mano y me llevó al baño, enseñándome entonces cómo poner una toalla sanitaria, cada cuanto cambiarla y cómo hacerle para limpiar la sangre del colchón o de mis calzones si es que me manchaba. Nuestra sangre era nuestro secreto.

“Éstas son cosas de mujeres”, me dijo Carmela y yo asentí sin entenderlo del todo. “Esto que te está pasando es una bendición. Ahora eres una señorita y un día tendrás hijos como tu mamá y como tu abuela”, me dijo, como si fuera una sentencia, una bomba de tiempo hacia volverme yo también esposa de algún fantasma.

Esa noche, después de mandar a dormir a mis hermanos, mamá me sentó a la orilla de su cama y me habló de los riesgos que venían con volverme mujer, me dijo que por ningún motivo debía quedarme sola en un cuarto con un hombre, ni siquiera con papá, mucho menos con papá.

Sus consejos se sentían como los de una extraña, pero es que eso éramos: extraños que habitaban una casa por inercia o por costumbre, porque era lo que había y porque lo poco que había era mejor que nada.



Aquellos años se trataron de eso, de decirle adiós a papá intermitentemente, a los abuelos definitivamente, a los parientes lejanos que nunca conocimos, a las tierras que papá iba perdiendo por el juego, a todas las casas que dejamos de habitar. Era como si entre nosotros hubiera cada vez más fantasmas y menos vivos.

Justo como aquellos fantasmas, mamá se empezó a desvanecer y comenzamos a ver cada vez menos de ella y más de Carmela, dejamos de ir a la plaza por nieve los domingos y el padre Chon dejó de ser padre y se fue al otro lado cuando dejó embarazada a la hija de Macario, el panadero. A veces, cuando mamá se materializaba por entre las sombras, me preguntaba que si yo también andaba de zorra y yo le decía que no. Para eso se tenía que salir y mi lugar era ahí adentro, alumbrando con un fósforo aquella inmensa oscuridad.



El día antes de que Guillermo se fuera a la universidad, papá y mamá se materializaron para organizarle una carne asada de despedida. Iba a ser médico y eso llenaba a mamá de orgullo y a mí de recelo. Guillermo se fue a Monterrey a estudiar Medicina, sólo para regresar a los tres meses llorando porque no podía con la carrera y sus compañeros le decían que era puto y se lo madreaban y me daba tristeza y tantito gusto que regresara con la cola entre las patas mientras yo trabajaba dos turnos y me dejaba agarrar las nalgas por mi jefe para poder pagar la hipoteca mes a mes y mantener funcionando nuestra pocilga.

Guillermo regresó de la universidad un sábado por la mañana y mamá me pidió que pasara por él porque esos días ella ya no salía de casa. “Hoy llega tu hermano”, dijo, “¿puedes ir por él a la central?” Yo lo recogí y le pregunté que qué hacía de regreso y cuando llegamos a la casa le calenté unos tamales con crema y frijoles y le pedí que me diera la ropa sucia que traía en la maleta para meterla a lavar y tender porque era temprano y todavía hacía sol. Para ese entonces ya tampoco estaba Carmela, pero yo sí. Yo no me iba ni me desvanecía.

Ser un fantasma también es un privilegio.



Con el tiempo la casa se fue vaciando también de los pocos vivos que quedábamos en ella y con José en la frontera haciendo alguna chambilla que papá le había conseguido, Yolanda cuidando a la Tía Edith en Matamoros y Laura embarazada y casada a la fuerza con un muchacho que pasaba por el pueblo, me fui quedando cada vez más sola.

Guillermo huyó poco tiempo después de volver. En el pueblo decían que se había escapado con Pablo, el peluquero, que se habían ido juntos al otro lado. Mamá no quiso saber más del tema y entre las pocas que quedábamos, jugamos a que mi hermano nunca existió. Y así, poco a poco, y entre mucho silencio, se empezaron a desmoronar los recuerdos.

Los adioses de papá comenzaron a volverse perpetuos. Aunque a veces llegaba por las mañanas como un tornado y pedía huevos con machacado para desayunar, agarraba calzones limpios y se iba. A veces nada. Para ese entonces yo me había hecho a la idea de que papá —más que hombre— era un fantasma y no me quedaba más que rezar para que ya no nos embrujara, pero lo hacía. Creo que le gustaba saber que siempre lo esperábamos, aunque en realidad siempre lo estábamos despidiendo. La angustia intermitente entre su presencia y su ausencia se fue espaciando hasta que un buen día dejamos de verlo por completo y también de esperarlo. Fue por ese entonces que la sombra de mamá se volvió vaporosa, como si la despintaran de los bordes, hasta que se esfumó por completo. A veces Sara me preguntaba que dónde estaba mamá y en ocasiones yo le respondía que mamá se había ido a ver a Tía Edith, que estaba enferma, y que volvía en unas semanas; en otras ocasiones le decía que se había ido a buscar a Guillermo, pero un día que estaba cansada y no se me ocurrió nada mejor, le dije la verdad: “Mamá se hizo polvo, Sara”. Y entre las dos comenzamos a barrer.





Mariana Riestra (Ciudad Victoria, Tamps. 1998). Es estudiante de octavo semestre en la carrera de Letras y Literaturas Modernas Inglesas en la UNAM. Fue seleccionada nacional del programa Ellipsis de escritura creativa y edición literaria dirigido por el British Council junto con el Hay Festival que dio lugar a la publicación del cuento “Viaje en metro” en el segundo volumen de la antología Ellipsis. Ha publicado los libros infantiles ¿Qué le pasa a abuelita? y su contraparte ¿Qué le pasa a abuelito? (CECPAM, 2020), así como diversos ensayos y reseñas en revistas literarias y sitios de opinión nacionales. En junio de 2019 fundó el canal de Youtube “La secta de los libros” junto con amistades de la licenciatura.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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