ENSAYO / octubre-noviembre 2021 / No. 95

Miedo a los fantasmas



No sé si vuelva a verte otra vez,
no sé qué de mi vida será
sin el lucero azul de tu ser
que no me alumbra ya.
Roberto Cantoral, “El triste”



Mis papás nunca disfrutaron las historias de terror y yo soy la hija de mis papás. En mi familia siempre hubo una política de aguantarse los miedos de la vida cotidiana y entender que no existen los demás. Sin embargo, en un acto de traición a la sangre, mi imaginación siempre ha sido más fuerte que la razón.

Los fantasmas me aterraron por muchos años. Me esforzaba para que no existiera la posibilidad de que uno cruzara por mi camino. Nunca dije “¡ay, mis hijos!” tres veces frente al espejo, tampoco seguía consejos de Carlos Trejo y cada vez que tenía que salir al patio de noche, bajaba la mirada mientras iba y venía corriendo. Mi papá, escéptico, siempre dijo “ay, flaca, hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos”.

Pensé que con el tiempo iba a entenderlo. Creí en la promesa de que el signo más confiable de crecer es dejar de temer. Pero no. Mi adultez llegó junto al suceso más importante en 100 años. Un virus que inflama tus órganos al inhalarlo se llevó todas las estructuras que conocía. De un día a otro no podíamos salir, no podíamos convivir con nuestros afectos, no podíamos existir en nuestras rutinas. De un día a otro, murió mi papá.

Antes de que el mundo entendiera muchas cosas sobre la enfermedad, mi papá se contagió. Desde las puertas del Hospital Español hasta las del Siglo XXI tenían cartulinas que anunciaban la ausencia de camas disponibles. El pánico del 1% acaparó el papel de baño y los cubrebocas. Muy pocos acababan de entender qué era un oxímetro. Y así, sin que pudiéramos hacer mucho, el hombre que más he amado falleció el 6 de mayo de 2020 en mi casa.

Es difícil explicar cómo cambia tu sentido de existencia cuando alguien cercano muere. Es como si nada de lo que hubieses vivido antes tuviera sentido. El tiempo se detiene y te das cuenta de que cualquier preocupación que habitaba en tu mente es una frivolidad que adorna el paso voraz del tiempo hacia el inevitable final. La nada te sostiene por un minuto y luego te devuelve a la realidad con una marca eterna.

Regresar a esta dimensión es confuso. La vida avanza a un ritmo que no recuerdas cómo marchar. Como cuando nadaste por muchas horas, sales al piso y se vuelve extraño sostener tu peso para caminar. Rosa Montero lo bautizó como “la demencia pura de la pena” en su libro La insoportable idea de no volver a verte, pero los expertos en psicología del duelo lo reconocen como respuesta emocional ante la pérdida.

Viene el duelo. Ese proceso de adaptación y aceptación encaminado a volver a la vida y que no se parece a la ordenada cadena de negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El fenómeno es muy distinto para cada persona y está relacionado al vínculo que se tuviera con quien falleció, así como a las circunstancias del entorno.

Aunque cada viaje es difícil, para mí y los afectos de los 230 mil1 fallecidos por covid en México, el camino es mucho más denso porque la vida a la que te quieres reincorporar simplemente ya no existe. Los especialistas concuerdan en que, para la gran mayoría, el duelo está lleno de tristeza y miedo. Quizá de la primera tenemos al menos una caricatura: los huérfanos berreando, las viudas gritando su dolor encima de un ataúd, rímel corrido y pañuelos que recogen mocos. Pero quiero contar sobre la segunda.

Miedo. Esa emoción que, cultural y socialmente, nos han enseñado a aguantarnos como los machos, de pronto invade cada rincón habitable. Pilar Pastor, psicóloga de la Fundación Mario Losantos del Campo, afirma que hay dos grandes móviles de esta emoción en un duelo. La primera es el miedo a que pasen más tragedias y a la propia muerte. ¿Cuál es el colmo de alguien que tiene miedo a volver a experimentar el fin de la vida? Vivir una pandemia (ba-dum, pts).

En un momento lleno de incertidumbre, yo tenía una certeza: los míos se mueren. Y no sólo los míos; los nuestros, los suyos, los de ellos. Había recordatorios por todas partes. Conteos ascendentes de muertos, imágenes de hospitales saturados, amigos rogando por un tanque de oxígeno, la sentencia de que una vacuna tardaría más de diez años en existir.

El ser humano tiene la necesidad de evitar el dolor. Es mera supervivencia. Haces cualquier cosa por no volver a sufrir. Y lo único que yo quería era no volver a ver a alguien que amaba salir en una bolsa negra cargada por dos hombres en traje de astronauta que iban desinfectando todo a su paso.

Hay quienes deciden empezar a cuidar su corazón cuando alguien que aman muere de un infarto: hacen ejercicio, comen avena, van al cardiólogo. Pero ¿cómo cuidarte cuando el enemigo se transmite con las pláticas, compartiendo espacio con otras personas, viajando en lo que tocas?2 Es agarrarte a puñetazo limpio con el mar, así que hice lo que creí necesario.

Ningún objeto entra en la casa sin un estricto baño de cloro y exfoliación con agua y jabón. Mis largas manos, orgullosa herencia de mi familia materna, dejan de ser dignas de catálogo. Se llenan de cuarteaduras que escurren sangre por los dorsos, las muñecas, los nudillos, pero que anuncian una correcta desinfección. No vuelvo a cruzar la puerta para nada. El contacto con cualquier otra persona se vuelve un recuerdo.

Nunca es suficiente. Me desvivo por adivinar todas las jugadas de la muerte que me espera silenciosa. Ese arroz que mi prima envió para reconfortarnos, estoy segura de que esconde algo. En cuanto pasa por mi garganta siento la enfermedad, el dolor, el final de todo y la escupo. Vomito cada bocado que como durante unas semanas. Porque soy más lista que la parca y no va a acabar conmigo por algo tan ordinario como el hambre, vivo a base de tostadas que salen de un paquete pulcramente desinfectado.

Pero cuidar a los otros es más difícil. Mi casa —bueno, la casa de mis papás; bueno, la casa de mi mamá— es muy ruidosa. Al piso le gusta anunciar cuando alguien se mueve entre las habitaciones que albergan nuestras vidas. Sin embargo, en estos meses, aprendí a burlarlo. Con pasos de bailarina, cada noche me levanto de mi cama y hago mi vigilia nocturna: visito la recámara de mi mamá y me acerco a ver si está respirando. Mi corazón late con tanta angustia que me sorprende que no la despierten mis latidos. Todo mi cuerpo se relaja cuando veo su pecho subir y bajar, anunciando la vida. Repito la operación en la recámara de mi hermano. Regreso a la sala y lloro en el sillón. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí de corrido.

El segundo móvil del miedo es el temor a estar mejor o a volver a disfrutar. Tengo que confesar que esta variante fue un poco más sencilla de enfrentar porque el mundo parecía no tener ni una sola pizca de alegría. Y no sólo bajo la percepción de alguien con un papá recientemente muerto era una especie de duelo masivo.

En esta #NuevaNormalidad, todos tuvimos que aprender a vivir con la muerte. En los últimos 12 meses, las búsquedas en Google de “cómo rezar un rosario para difuntos” aumentó un 350%; las de “imágenes de luto gratis para Whatsapp” un 430% y las de “pésame por la muerte de un familiar”, 850%.

Pero no sólo eso, también murió la vida en la que existíamos. Los salones de clases, las oficinas llenas, los conciertos repletos de almas coreando una melodía, soplarle a los pasteles de cumpleaños. Y no terminamos de entenderlo, nos aferramos a lo que conocíamos.

Veo stories de mis conocidos en las playas, en fiestas: jurando que un virus no les va a destruir la vida como a mí. Si no supiera que tienen tanto miedo a enfrentar que el mundo ya no es como lo conocíamos, me enojaría. 

Norman Fischer, el monje budista que fundó Everyday Zen Foundation, asegura que el miedo es un error conceptual. Le tenemos miedo al futuro. Todos nuestros temores son un desplazamiento del mayor de ellos: el miedo a la muerte. Pero todo acaba; de hecho, cada minuto nos estamos desvaneciendo. Es inevitable.

Entonces, ¿qué nos queda? Integrar la impermanencia a nuestra identidad y volvernos menos temerosos. Si buscamos el lado positivo, no estamos solos. La humanidad entera tiene que hacer la cruzada. Podemos seguir aferrados a un mundo que no existe, y no va a volver, o caminar juntos. Acompañarnos en el duelo más grande que ha vivido el mundo moderno, abrirnos al cambio y vencer el miedo.

La lección traspasa hasta duelos más pequeños, como el que atravieso. Aprendo a dejar de pelear con la muerte.

Poco a poco entiendo que el virus se respira y ya no higienizo mis manos hasta que sangran. Logro salir. Un día salgo a mi puerta, al siguiente camino hasta la esquina, otro avanzo una calle, al que sigue camino dos. Un día puedo ir al súper. Sin darme cuenta, me vuelvo a carcajear con un chiste. Comienzo a dormir sin despertar hasta que sale el sol. Me vuelvo fan de Mariana Enriquez, tengo una nueva fascinación por los espectros. Ahora salgo cada noche al patio con la esperanza de ver a papá y decirle una vez más que lo amo.

Al menos ya no tengo miedo a los fantasmas.



1 Datos oficiales de muertes por covid en México hasta el 22 de julio de 2021.
2 Cuando mi padre murió, en mayo de 2020, aún no se sabía que la principal vía de transmisión del SARS-CoV- 2 es el aire. Aún se creía que el virus se transmitía por medio de las superficies y objetos.





Claudia Tepale Medina (Ciudad de México, 1996). Estudió la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ganadora del primer lugar en la categoría de cuento breve del concurso 50 de Punto de Partida. Ha publicado en medios como Malvestida, Revista Libertimento y Lexnal Diario.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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