ENSAYO / octubre-noviembre 2021 / No. 95

Canon y feminismo. Mis razones feministas para leer a Hegel



Hay una tendencia en ciertos feminismos a rechazar la lectura de cualquier autor masculino canonizado. El censo de demonios prohibidos incluye literatos, filósofos y psicólogos. Como si toda una facción del conocimiento producido por hombres fuera pecaminosa, inmoral, indigna de nuestros ojos puros. Como si nuestra alma etérea no tuviera que tocar jamás la suciedad. Me opongo radicalmente a esa tendencia. No encuentro contradicción alguna entre practicar un feminismo crítico y leer el canon. Para mí, el sentido del feminismo aparece en el vínculo subversivo entre la maga y el demonio. Los feminismos como nuevo método para exorcizar.

Me opongo a esta tendencia porque tiene la forma de un mandato. Mucho más que una tendencia, es una determinación. Oh, tú, feminista verdadera, no leas varones, no nos traiciones. Y queda implícito que cuando alguna de nosotras ose transgredir el mandato –cuando alguna de nosotras no esté dispuesta a escupir sobre Hegel–, ahí habrá una traidora. No pretendo apelar a la coherencia, pero no acepto que se limite mi libertad de actuar. No acepto ninguna prohibición.

Rechazo toda ley proveniente de cualquier sistema (el feminismo me enseñó a cuestionar leyes y esencias). Pero algunos grupos feministas prohíben y reproducen lógicas que pretendían derrocar. En esos casos tendremos que oponernos a sus prohibiciones también. Y ser transgresoras. Heterodoxas. Feministas críticas dentro de todo feminismo que se torne restrictivo. Ante tales feminismos declaro mi herejía. Mi heterodoxia es leer la Fenomenología del espíritu. Soy una hereje. Siempre lo he sido. 

No hay nada etéreo ni perfecto en nuestros seres. Toda aspiración a la pureza y perfección morales ya hace tiempo fue cancelada. El feminismo no pretende la corrección moral. Las feministas no hacemos lo correcto (creo que no queremos hacer lo correcto). Tampoco somos personas castas, inmaculadas, ejemplares. ¿Por qué tendríamos que huir de los demonios? Es como si huyéramos de nosotras mismas. Quizá en la escala de la demonología somos seres más peligrosos que los autores que satanizamos. Quizá nuestros niveles de perversión son similares: polos iguales se repelen. Quizá la relectura feminista de la tradición es un acto tan poderoso como construir esa tradición.

Después de que el feminismo refutó la idea de la mujer como símbolo de pureza, algunas feministas juzgan que debemos renunciar a lo ominoso (algunas feministas van detrás del feminismo). Leer a Hegel sería lo más ominoso. Prohibido citarlo. Prohibido leerlo. Prohibido estudiarlo. Sucio, sucio. ¿Pero cómo destruiré a Hegel si no lo conozco? ¿Cómo refutaré su sistema filosófico si nunca lo leí? No basta escupir. Escupir es demasiado fácil. Una reconfiguración real del panorama filosófico mundial requiere una intervención directa de las mujeres. Escupan quienes quieran. Pero escupir no hará que aparezca mágicamente un movimiento de mujeres filósofas. Escupir en Hegel es exactamente eso: escupir en Hegel. Aunque antes de escupir sobre él, Lonzi lo leyó. El problema es que su lectura no reinterpreta el sistema hegeliano, sino que lo invalida de tajo al declarar que éste proviene del “mundo humano masculino”. Así, Lonzi reproduce un cuestionable binarismo. ¿Pero nuestro problema es Hegel? ¿O es que las mujeres no figuramos en su filosofía universal? Hegel es un pseudoproblema. Es ridículo emplear tanta energía en un pseudoproblema mientras el problema real sigue irresuelto. Miles de mujeres escupiendo mientras miles de hombres siguen filosofando.

Es compleja la relación de los feminismos con el canon masculino. Pero he notado que el rechazo del canon es más tajante en grupos feministas afines al decolonialismo o separatismo. La postura decolonial extrema la proscripción. Suma a la objeción de género la objeción colonial, y no sólo niega la lectura de varones, sino que extiende la negación a los autores de la cultura occidental. En el caso de las feministas separatistas, la lectura de mujeres no se defiende, sino que se prescribe, mientras que la lectura de varones simplemente se rechaza. Además, en el nivel de la conversación cotidiana, el rechazo al canon (sostenido en un sistema machista) es casi indiscriminado. Pero el feminismo también es una teoría, una política y una filosofía. Y desde la teoría, el canon no sólo requiere ser leído, sino que demanda ser criticado y reinterpretado. Además de infructífera, la prohibición es falaz.

El rechazo a este canon encierra una complejidad. Y es que algunos autores occidentales son ampliamente leídos entre las teóricas feministas. Pienso en Derrida, Foucault o incluso en Bourdieu, cuyos aparatos teóricos han provisto al feminismo de herramientas para cuestionar el sistema, aun cuando ellos provienen del sistema. Algunas obras de Judith Butler, por ejemplo, parten de un diálogo intenso con Foucault y la teoría francesa. Por cierto, Butler escribió un libro sobre Hegel (Subjects of Desire: Hegelian Reflections in Twentieth-Century France), el gran demonio canónico del pensamiento alemán. No hay que huir del demonio. Hay que confrontarlo.

Además, la lectura no implica adhesión obligatoria a un sistema de pensamiento. Hay un modo subversivo de leer. Algunas feministas lo olvidan. Parece que su praxis lectora es religiosa y el autor, un dios al cual se le rinde culto. La lectura entendida como un acto en positivo, de absoluta sumisión y pleitesía. Para mí, la lectura es casi siempre un verbo negro. Un acto en descenso y en negativo. No leo para aprobar las ideas de éste o aquel autor (a veces, siento esas ideas muy lejanas a mí). Leo para provocarme otro tipo de emociones, que considero mucho más complejas y excitantes que la simple aprobación. Aprobar me parece la forma más aburrida de leer. En la lectura, lo apasionante es el enfrentamiento. Leer para confrontar la realidad propia con otras realidades. No asimilarlas ni fundirlas, sino mantener en conflicto ideas opuestas de lo real. Leer sin sometimientos. Sin ídolos ni reverencias. Sin adhesión a ningún mandato que no sea el placer de leer.

Es una paradoja: la destrucción del canon supone su lectura. No se puede destruir nada que se desconozca. Para reestructurar el canon hay que leerlo. Entender sus fuerzas y debilidades. Y luego, desde adentro, dinamitarlo. Convertirlo en nada y rehacerlo. Y rehacerlo como sinónimo de destruirlo en tanto sistema de exclusión. Incluso, para destruirlo, bastaría con una operación más sencilla, una operación de actitud: leer sin preconcebir el canon. Leer sin prejuicios. Si leemos el canon sin pensar que estamos leyendo el canon, no hay canon. Para eliminar el status canónico de un libro hay que olvidar que lo tiene. Imaginariamente puedo destruirlo porque no hay nada más imaginario que él. Puedo hacer que el canon aparezca como lo que es: un censo arbitrario de nombres que deben su carácter canónico a los modos sociales de leer. Hay que leer el canon para desinventarlo.

Cuando inicié la lectura sistemática de Hegel, comencé a la par una serie de lecturas feministas: Virginie Despentes, Helen Hester, Laura Mulvey, Virginia Woolf y una antología de Toril Moi sobre teoría literaria feminista (Kate Millett, Luce Irigaray, Julia Kristeva, Hélène Cixous, Elaine Showalter, y otras más). El sistema racionalista de Hegel me ayudaba a permanecer crítica ante la laxitud de algunos feminismos, cuyos proyectos teóricos considero historicistas en exceso o poco ambiciosos en cuanto a la creación de un contrasistema que refute los sistemas que cuestionan. Del mismo modo, las lecturas feministas me ayudaban a cuestionar el Absoluto hegeliano, a no caer en la asimilación acrítica del modelo racional y permanecer alerta ante la captación fenomenológica de lo real. Fue un proceso de doble sentido crítico. Me interesaba mantener esa tensión. No ajustarme a ninguna de las dos visiones sino confrontarlas. Quería reunir lo incompatible. Penetrar ambos sistemas y hackearlos. Leer como acto de agitación.

De cualquier forma, no me excluiré de leer lo que me place, sea canónico, experimental, underground o lo que sea. Soy una escritora, un ser que rige su existencia por criterios estéticos. No una seguidora de escuelas o cazadora de rarezas. No pretendo subordinar el goce hedónico de la lectura a parámetros políticos o morales. Puedo racionalizar mis placeres después, en un momento posterior a la lectura (si quiero). Pero no estoy dispuesta a privarme de goces literarios o intelectuales porque alguien más los considera indignos o inmorales. Además, ¿qué tan inmoral puede ser la lectura de un libro? Ni la literatura ni la filosofía ni la teoría son hechos fundamentalmente morales o inmorales, buenos o malos. Son cada una su propio fenómeno. Dejemos de reducir el arte, la filosofía y la literatura a sus virtudes o defectos éticos. Ya no estamos en la Edad Media. Propongo una praxis ética de lo indecente. Un hedonismo lector ilimitado. Propongo una nueva promiscuidad intelectual.

Se me objetará que favorecer una lectura estética del canon conduce a la despolitización. Contestaría que leer el canon, aunque sea por puro placer, es más efectivo políticamente que no leerlo (en el feminismo también aprendí que defender nuestro placer “personal” nos politiza, the personal is political). Insisto en la necesidad de leer obras canónicas porque lo contrario es la autoexclusión. Intervenir ahí, donde se supone que no pertenecemos, es el verdadero acto político.

El canon es un sistema excluyente, ya lo sabemos, pero todo sistema es susceptible de ser desestabilizado. La invasión e inversión del sistema es posible y comienza en la lectura. En cambio, evadir el canon sólo acentúa y reafirma un sistema que ya funciona mediante omisiones y exclusiones. El canon se complace en mantener fuera a toda voz subversiva. El canon se regodea en nuestra omisión de él. Al rechazar la lectura del canon, ciertos feminismos contribuyen tanto a la exclusión de las mujeres como a la legitimación masculina en el sistema. No leer el canon es hacer exactamente lo que el canon quiere. Marginarnos. Mantenernos alejadas, en un lugar aparte, sin molestar. No. La estrategia tendrá que ser distinta. Una apropiación sin piedad ni consideraciones. Una canibalización del canon.

Pero, dentro del feminismo pop, encontré otro problema. Hace años, en un círculo feminista propuse leer El género en disputa de Judith Butler. Pensé que era una lectura básica e impostergable. Pero nadie asistió a la sesión. Desde entonces he pensado que a una parte del feminismo más pop no le interesa la lectura. El doble carácter del feminismo como praxis y teoría permite ejercer la militancia desde múltiples áreas. Leer, manifestarse, escribir: la gama feminista es amplia. Ya se ha dicho: hay feminismos. Difícil reconciliarlos. Algunas consideran que lo esencial es manifestarse. Otras creemos que la lucha primordial es la lucha de ideas. Hay quienes están en ambos mundos. Y en el espacio intermedio de esa vieja oposición entre teoría y práctica, sucede todo. Diría que la mía es una praxis de las ideas. Una praxis conceptual, intelectual, escritural. Pero una praxis terrorista, invasiva y desestabilizante.

Decido leer a Hegel porque decido que el canon me pertenece. No hay nada en la literatura o en la filosofía que no sea mío. Todo es mío y puedo leerlo y reinventarlo como quiera. Me apropio y desapropio de todo lo excitante. Me apropio y desapropio de todos los autores. La realidad es una totalidad compleja. Es mía la dimensión feminista de la realidad. Es mía la dimensión hegeliana de la realidad. Quiero lo real en todas sus versiones. No me complace lo fragmentario. Lo quiero todo.

Mi método es el terrorismo. Hago terrorismo filosófico. Hago terrorismo literario. Practico todo tipo de terrorismo intelectual. El único procedimiento para cambiar el estado de cosas en la filosofía, en el arte o en la academia es el terrorismo. Leer a Hegel. Ponerlo en una cama de disección y examinarlo. Extraer lo mejor y lo peor de su sistema. De todos los sistemas. Finalmente, subvertir a Hegel. Superarlo. Nada de esto es realizable si se prohíbe leer a Hegel. No se puede ir más allá de Hegel sin conocerlo bien. Así que no acepto prohibiciones ni mandatos. Todo es mío. Desconfío de quien me diga lo contrario.





Laura Elvira Díaz (Tijuana, Baja California, 1997). Es escritora y crítica polifemme. Algunos de sus textos han aparecido en medios y revistas como Mitologías Hoy, Zinécdoque y el suplemento Identidad del diario El Mexicano, entre otros. Durante 2019 colaboró como reportera en la sección cultural de Semanario Zeta. Estudió Literatura y actualmente trama la ficción de una ciencia fronteriza futura.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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