CRÓNICA / diciembre 2021 - enero 2022 / No. 96

Pedir perdón en Juárez



El hotel se anuncia en la web como clase tres estrellas, opción popular. Aire acondicionado, wifi y agua caliente las 24 horas. Está en una llanura seca y despoblada, in the middle of nowhere, a unos pasos del Consulado General de Estados Unidos de América en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Ahí se tramitan las visas con categoría de inmigrante, Inmigrant visa (IV), por sus siglas en inglés.

Eché un vistazo a las imágenes del hotel. Un edificio plano de siete pisos, color hueso; muebles y cortinas verde pantano. Impersonal como su nombre: “ibis”.

Si te hospedas en el ibis es preferible comer en las fondas que están enfrente, cruzando una avenida mal asfaltada, donde por las mañanas, además del olor a huevo y a manteca quemada, hay una multitud que ofrece servicios para sacar fotocopias y realizar trámites e impresiones de actas de nacimiento, de matrimonio, de cédulas de identidad. También ponen en orden cada documento y dan tips de qué hacer y qué no, qué decir y qué no, para conseguir la visa. Que te hagas todos los exámenes médicos y te pongas todas las vacunas sin protestar, que te peines y te arregles para la entrevista, que contestes únicamente lo que te preguntan, sin entrar en detalles, porque en los detalles saldrán otras preguntas y terminarás haciéndote bolas. Que vayas con actitud.

Para obtener la IV es obligatorio hacer los trámites en Juárez. No hay otra opción. Tienes que llegar a esta ciudad fronteriza. Una ciudad que en invierno se caracteriza por tener ese vaho helado que te entra por la nariz y los ojos y te deja una sensación de desamparo. Una ciudad de aire, polvo y cruces rosas al norte de México. Una ciudad que en cada esquina te muestra los nombres y los ojos de las muertas.

En el ibis duermen la ansiedad, el miedo, la fe. Cuando llegas no sabes cuánto tiempo estarás. Mínimo siete días. Todo depende del papeleo, de los exámenes médicos, de la entrevista en el consulado. De la suerte.

El día que conocí a Sandra yo pasaba por el lobby del hotel, y, exhausta, me tumbé en uno de esos sillones verdes junto a ella. Nos miramos y nos caímos bien. Mi hija y mi hijo no dejaban de repetir “¡nos dieron la visa, mamá!, ¡nos dieron la visa!”. Yo, como si estuvieran delatándome de algún crimen, miraba para todos lados y les pedía que hablaran bajito. Pero Sandra escuchó. “Cuéntame cómo es —dijo—, ¿qué te preguntan en la entrevista?, ¿te arreglaste mucho?, ¿a qué hora hay que formarse afuera de la clínica para los exámenes médicos? Me han dicho que hay una cola gigante, que hay que madrugar, que el frío te parte la jeta, que te tienen ahí, como a un pendejo, más de tres horas, esperando, con niños chiquitos y todo. ¿Los vacunaron?, ¿cuántas vacunas? Me han dicho que te ponen más de diez, una tras otra, que te sacan sangre y te desnudan, que la cuenta es en dólares”.

A Sandra le aplicaron la Ley de Castigo por entrar ilegalmente a Estados Unidos y haberse quedado. Cuando quiso regularizar su situación y solicitar la tarjeta de residencia permanente, le hablaron del Perdón I-601A.

Para procesar y aprobar la tarjeta de residencia permanente —la anhelada green card—, el Servicio de Ciudadanía e Inmigración debe considerar, previamente, la admisibilidad de quien la solicita. Si por alguna razón el inmigrante no es admisible, como Sandra, entonces debe realizar este trámite migratorio. En pocas palabras, debe volver al país del cual salió y pedir perdón.

Sandra es delgada, pequeña de estatura. Tiene el pelo corto, teñido de rubio cenizo. Hace más de doce años, cuando tenía dieciocho, cruzó la frontera entre México y Estados Unidos. Nació en un pueblo cercano a Matamoros que no figura en el mapa. Salió sin nada, sin nadie, sin miedo. Dice que el río por el que cruzó apenas llegaba a sus rodillas, que se miraba gris y quieto como un cadáver. Por eso no le tuvo miedo. No le tuvo nada. Y es que se cuentan cosas de ese río. Que te arrastra o te traga.

Llegó a Chicago. Se casó con un “americano” de origen mexicano y tienen tres hijos. El más pequeño de un año. Sandra los extraña. Volvió a México hace un mes para conseguir un abogado e iniciar los trámites. Su esposo la reclama ante la ley. Sus hijos la reclaman a ella. Sandra llena formularios, selecciona fotos: de su marido, de sus hijos, de ella con su marido, de ella con sus hijos, de ella con su marido y sus hijos. Busca evidencias entre piñatas y noches de brujas y senos que amamantan.

Mañana tendrá que madrugar para ir a la Clínica Médica Internacional, a pocos metros del ibis, donde te conviertes en algo peor que res en canal. Sólo que no te matan, a menos que te dé un infarto al ver el ticket por los estudios que son obligatorios para solicitar la visa de inmigrante, aunque no garantizan que la obtengas. Mañana, de madrugada, a 2 ºC/36 ºF, se le rajará la cara en una fila sin fin, esperando, como un perro, a que abran las puertas de ese lugar con olor a cloro, donde le harán prueba de embarazo, donde sí la desnudarán y sí le sacarán sangre y sí la vacunarán diez veces, donde será testigo de cómo un niño caerá de cara contra el piso, en el que manchas rojas, diminutas como los puntos negros de una catarina, quedarán regadas en un rincón junto al diente partido del niño recién vacunado.

Después, Sandra se quedará encerrada en el ibis hasta que lleguen los informes médicos indicando que ha sido inoculada, que no tiene sarna o tuberculosis o enfermedades venéreas, y le den cita para presentarse en el consulado. A la entrevista. Esa idea velada que la hace ensayar gestos y poses frente al espejo y pronunciar palabras y frases que luego olvidará.

Cada vez nos hundimos más en el sillón. Seguimos conversando. Me cuenta que lleva semanas sin dormir bien, que anoche tuvo una pesadilla. “Bueno —dijo Sandra, acariciando la cabeza de mi hijo—, tengo que irme a leer, por enésima vez, la Carta”. “¿Cuál carta?”, pregunté. “La Carta de Sufrimiento Extremo”, contestó. Se refería a una carta que redactó con ayuda de su abogado y de una psicóloga. Más bien, la redactaron su abogado y la psicóloga. Una historia creíble —aquí la realidad no basta— sobre el daño emocional que Sandra y su familia sufrirían en caso de que ella no regresara. Una carta que convenza a los funcionarios de inmigración de que, en efecto, el sufrimiento sería supremo y podría llevarla al suicidio. Sandra me dijo que por supuesto no se iba a matar, que ni que estuviera pendeja, que, en todo caso, cruzaría otra vez.

“Voy a hacer como si me estuviera confesando, como si estuviera frente a Dios —soltó de repente Sandra, sacándome de la estupefacción—. Cuando era niña —dijo—, maté a un pollito y mi mamá me llevó a confesar con el cura del pueblo, no porque a ella le importara mucho la vida del pollo, sino porque ese pollo, en algún momento, debía convertirse en comida, en cambio, yo sí lloré por el pobre animal, me dio lástima, me sentí culpable. El cura me preguntó si estaba arrepentida y le contesté que sí, y entonces me dijo: «Dios todo lo perdona». Mira —siguió Sandra—, yo estoy aquí, en este hotel mugriento, porque dicen que cometí un delito, y quisiera saber si el delito es un pecado, sobre todo, quiero saber si es verdad que cometí un delito, a ver, ¿qué delito cometí?”, dijo elevando su tono de voz y mirándome fijamente.

En pocos días, Sandra deberá presentarse en el consulado. Ahí un oficial de inmigración escuchará su petición de perdón y leerá su Carta de Sufrimiento Extremo y tendrá el poder absoluto para decidir lo que será la vida de Sandra a partir de ese instante. Como si fuera Dios.

Es mi última noche en el ibis. Sueño con un cuerpo gordo y amorfo que se arrastra sobre los pasillos del hotel. Sin pulso, sin ritmo, sin rostro. Va de habitación en habitación tocando puertas que nadie abre. Va de habitación en habitación buscando algo que lo honre. A las 4 a.m. suena el despertador.

La madrugada se acomoda detrás del ibis como una gran sombra. Espesa, gélida. Sandra sale cubierta con chaqueta, gorro y guantes de lana. Mis hijos y yo salimos con chaqueta, gorro y guantes de lana. Sandra, hacia la Clínica Internacional, y nosotros, hacia el taxi que nos conducirá al aeropuerto. La sombra nos ampara. Sentimos su peso. Pienso en el perdón. Pienso en el delito. El padre de mis hijos cruzó la misma frontera que cruzó Sandra. Es cubano y se acogió a la Ley de Ajuste Cubano, a través de la política de “pies secos, pies mojados”, que, de 1995 y hasta el 2017, permitió el ingreso legal de inmigrantes cubanos a Estados Unidos si lograban pisar suelo estadounidense. Fueron perdonados sin pedir perdón. Llevaban los pies secos. Sandra se mojó los suyos al cruzar y nunca se le secaron. Como a miles que todos los días atraviesan selvas vivas y ríos muertos y océanos rojos. Rieles y bestias. Puentes de concreto y muros imaginarios. Avanzan, infringen leyes. Y ante esas leyes, cometen un delito. El delito más virtuoso, probablemente el más honesto.

Sandra y yo nos damos un abrazo de despedida. Detrás de nosotras está la madrugada eterna. Aquí, afuera del ibis, las despedidas son para siempre.

Gabriela Mier (Ciudad de México, 1969). Socióloga, narradora y gestora cultural. Fundó en 2012 la organización civil EnraizArte. Colectivo para la Educación a través de las Artes y por el Arte. Trabaja en la creación y ejecución de proyectos dirigidos principalmente a niñas, niños y adolescentes en comunidades de origen purépecha de la región lacustre de Michoacán, a través de la escritura de cuentos y el registro de leyendas desde una narrativa de género. Es integrante de la Red Mundial de Escritores en Español. Asimismo, fue becaria del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico (PECDA) de Michoacán en el área de Literatura - Creadores con Trayectoria en 2018. Ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo 2015, con la obra Un lugar sin alegría (Editorial Ficticia, 2016), y el Premio Nacional de Cuento Jesús Amaro Gamboa 2016, con El Valle de las Iguanas  (Universidad Autónoma de Yucatán, 2018). Ha publicado cuentos y crónicas en diversas revistas literarias digitales.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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