CRÓNICA / febrero-marzo 2022 / No. 97

Electricidad




Mamá y yo miramos el cielo como quienes encaran los ojos de un enemigo. Las nubes se expanden, son un ejército de jinetes negros desplazándose sobre el fraccionamiento. Huele a tierra mojada. Está por empezar un chubasco y ella pregunta, haciendo visera con la mano:

¿Qué dice tu pronóstico del cel?

Lo mismo.

¿Lo mismo qué?

Que va a llover.

¿Cuántas probabilidades tiene? Prende un cigarro, lo cambia de mano.

Ochenta.

Carajo.

Antes, agachados, enterramos un cuchillo en la tierra, justo cuando los primeros rayos cayeron en el horizonte. Y antes, muchas horas antes, pasamos un día completo sin luz; y antes de eso, cuando restaban esperanzas, veíamos una serie de casualidades en la oscuridad que nos tragaba súbitamente tras el primer trueno, la mitad de un día.

Ahora es como si la infraestructura —esos gigantes de titanio que se alzan en los promontorios como monstruos eternos y eléctricos; esas redes de fibra óptica que atraviesan la intimidad de los hogares revestidas de cobre y con la capacidad de volvernos muñecos inútiles con una sola descarga— gradualmente se hubiera enfermado y muriera al paso de las semanas mientras nos devuelve a lo primitivo.

Sentí gotas, dice.

La luz se va y la casa se transforma en una cueva, en las fauces de una bestia dócil. Pese a la intermitente luminosidad morada que provocan los rayos, hay que tantear las paredes. Mamá prende velas y nos sentamos a contemplar la nada.

(...)

La primera noche que se fue la luz mamá se mantuvo quieta cuando su programa de policías se fundió en la pantalla. Fumaba en la oscuridad y la diminuta braza fue una señal de alerta para mí, que bajé las escaleras y no la vi.

Se fue la luz, dijo.

La busqué con los ojos, encendí la linterna del celular. El halo la encandiló y la hizo ver como un fantasma.

Ya sé

Y no creo que vuelva, hijo.

Al comienzo, asumimos el hecho como un divertimento, una excusa para no hacer nada. Mamá me invitó unas cervezas mientras intentaba contactar con la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Pero no atendieron, el número estaba bloqueado —sigue bloqueado—. Mandé un reporte desde la página web y lo registraron a los pocos minutos. Recibí la orden de servicio y un número de solicitud.

Esa noche, con diez horas sin luz encima, borrachos, salimos a recorrer las calles. La oscuridad era casi tangible o se podía cortar con un cuchillo, como dicen algunas novelas. Y de hecho mi mamá lo dijo, lo que me provocó mucha risa.

La familia de mujeres solteras de la esquina, cuyas casas continúan en obra gris —una parte con techo de concreto y otra de zinc—, estaban fuera, sentadas en sillas de plástico. Mataban moscos con las manos, bebían coca-cola y sus hijos pequeños jugaban sobre el suelo con tablets. Al lado, en una casa contrastante, la familia más rica de la cuadra sacó a su mascota a tomar el aire: un cerdo vietnamita con un tapabocas. Mi madre estiró la mano para acariciarlo, pero la detuve.

¿Qué tiene?, me cuestionó

No sé, igual y muerde.

En realidad, todo era raro. De noche y sin poder ver nada, salvo los autos que recorren la avenida principal como luciérnagas en el monte. Varios vecinos se habían parado en la pizzería de una cadena comercial y platicaban entre ellos. Rompían las fronteras de la intimidad para volver a los actos primigenios. Se reían, se palmeaban las espaldas, intercambiaban números y repartían cubrebocas con los rostros iluminados por los letreros de neón. La pizzería tiene un generador, una fuente independiente de energía.

Recordé que cuando era niño nada de eso existía, ni la pizzería, ni los vecinos ricos. Solamente estaba la familia de mujeres, pero con menos hijos; y las calles eran de terracería y yo era amigo del hijo más grande de una de esas mujeres. Íbamos a pescar guppys a una aguada que al final taparon con escombros para construir un residencial. Los echábamos en una cubeta con una tortuga dentro. La tortuga era lenta, pero a la larga, por la falta de espacio y oxígeno, los guppys resbalaban hacia el fondo, hacia sus dientes. Al terminar era un caldo de escamas y cabezas. Algunos conseguían brincar sobre el asfalto caliente y los pisábamos. Entre los trozos, la tortuga sacaba el pico extasiada, como si gritara por más.

Con ese amigo me paraba bajo las torres de alto voltaje instaladas en los descampados —zonas, entonces abandonadas, que ahora se encuentran abarrotadas de plazas—. Arañas gigantes y metálicas. Mirarlas antes de la lluvia era como estar bajo los pies de una deidad. Recuerdo el cielo plagado de nubarrones como gusanos de calentura. Gritábamos cuando iniciaba la lluvia. Gritábamos de emoción porque entonces una serie de la televisión nos hizo creer que si nos caía un rayo azul en el pecho obtendríamos poderes.

Recuerdo que una tarde llegué a su casa y encontré la puerta de lámina abierta. Su abuela, que vendía comida a los albañiles que construían las nuevas casas del fraccionamiento, estaba semidesnuda y un adolescente le besaba los pechos. Ella me vio y no dijo nada. Pero mi amigo no me buscó más.

(...)

Por la mañana, tras los primeros apagones, encuentro a mamá investigando sobre el curso de las tormentas. Contrasta, sin siquiera saludarme, las probabilidades de que hoy también se vaya la luz. Fuma, bebe agua fría y argumenta hipótesis sobre vaguadas, fenómenos de baja presión y me corrige cuando digo clima en vez de tiempo meteorológico. Me sirvo café y le digo que desde ahora ya se miran las nubes como un vaticinio apocalíptico. Le cuento que un ritual de los agricultores en México para evitar las tormentas es enterrar cuchillos en la tierra. En realidad se lo repito porque antes lo calificó como una estupidez.

Pon el que está ahí abajo, el que ya no tiene dientes, me pide.
 
(...)

Los apagones se repiten. Sin embargo, ya tenemos un plan de acción: mamá compró un generador que alimentamos con gasolina y que, luego de descansos de 30 minutos, puede iluminar la casa hasta por cuatro horas. En tanto se mantiene apagado, salgo a la calle, me siento en la banqueta. A veces fumo o les silbo a los perros callejeros que pasan enfrente. Pienso en mi conexión con la lluvia, en que cuando era niño me desplazaba con un grupo de amigos a recolectar chatarra a una aguada que se encuentra en Cholul, una pequeña localidad en el municipio de Mérida. Las aguadas son huecos con líquido estancado. Apestan. Los animales que viven en los alrededores son aves y bichos. Los mosquitos forman nubes densas y negras. Vistas de lejos, ignorando el hedor, son hermosas. 

Llevábamos nuestras bicis y un triciclo para subir los fierros. Y siempre llovía, quizá porque era verano. El camino estaba empantanado y plagado de agujeros. A veces había latas de cerveza quemadas, que se quedaban prensadas a las llantas. Las ceibas que nos flanqueaban producían un rumor hostil cuando el aire quebraba sus ramas. En el momento en que las primeras gotas se estrellaban contra nosotros, reíamos, manejábamos más rápido, competíamos por llegar. 

Las gotas formaban una textura extraña sobre el agua verde. Viendo la aguada desde lo alto, empapado, sentía una libertad que poco a poco recupero. Dejo que el agua recorra mi rostro, que se filtre por debajo de mi ropa, que me acaricie. Algo perdemos cuando crecemos y comenzamos a temer a la lluvia. En el horizonte caen rayos. Son las venas de un cielo anciano, impetuoso, lúdico. Hoy recuperé algo y no lo volveré a dejar ir.

 

Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Reportero. Ha publicado en Efecto Antabus, Tierra Adentro y Punto de partida.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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